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Crónicas de Ares: Waterloo, la batalla que cambió la configuración de la historia del mundo

Por Crónicas de Ares| Así como la Segunda Guerra Mundial y su culminación dictó buena parte del orden que rigió al mundo durante el siglo XX y un poco más, la derrota del ejército del imperio napoleónico en la batalla de Waterloo en 1815, significó un quiebre importante en la historia humana. Una nueva distribución del mundo en fronteras y posesiones acompañaba el nacimiento de ideas liberales, que terminarían por configurar el orden mundial hasta la Primera Guerra Mundial. Waterloo, el nombre equivocado de una batalla trascendental para la humanidad.

INTERESANTE

Abdicación de Napoleón y Tratado de Fontainebleau

El imperio de Napoleón Bonaparte y su dominio sobre Europa comenzó su declive tras la invasión a Rusia y su derrota en el invierno estival de 1812. Tras la retirada y la conformación de una Sexta Coalición de naciones para enfrentar los ejércitos napoleónicos, una serie de situaciones particulares fueron disminuyendo el poder del emperador francés para debilitarlo hasta su abdicación.

Tras ser derrotado José Napoleón en España, en el Tratado de Chaumont, de 9 de marzo de 1814, los aliados, Austria, Prusia, Rusia y Gran Bretaña, acordaron mantener la Coalición hasta la derrota definitiva de Napoleón. Cada uno acordó poner 150.000 soldados en el campo en contra de Francia, para garantizar la paz europea (una vez alcanzada), durante veinte años, contra cualquier agresión francesa. El Tratado pedía a Napoleón que dejara todas sus conquistas, revirtiendo así a Francia a sus fronteras pre-revolución, en intercambio para un alto el fuego. Si Napoleón rehusaba el tratado, los Aliados prometían continuar la guerra. Al día siguiente Napoleón rehusó el tratado, acabando su última posibilidad de un fin negociado.

Tras la derrota de los ejércitos franceses en la batalla de Leipzig (16 al 19 de octubre de 1813) y la ocupación de París tras la batalla ganada por las fuerzas de la Sexta Coalición que tuvo lugar entre el 30 y 31 de marzo de 1814 (Hasta esta batalla, ningún ejército extranjero había marchado sobre París en casi 400 años), Napoleón había avanzado hasta Fontainebleau cuando escuchó que París se había rendido. Enfurecido, quería marchar hacia la capital, pero sus mariscales no lucharían por él. Abdicó en favor de su hijo el 4 de abril. Los aliados rechazaron esto de entrada, obligando a Napoleón a abdicar incondicionalmente el 6 de abril.

El tratado de Fontainebleau establecía la renuncia de Napoleón y las condiciones de su exilio a la isla de Elba. Napoleón Bonaparte renunciaba a todos los derechos de soberanía sobre todos los territorios bajo su dominio. Únicamente le seguiría perteneciendo la isla de Elba, como principado,​ adonde debería retirarse con una guardia de cuatrocientos voluntarios. La emperatriz María Luisa, esposa de Napoleón, recibiría los Ducados de Parma, Plasencia y Guastalla que a su muerte pasarían a su hijo Napoleón II. Tanto Napoleón como los miembros de su familia conservarían sus títulos nobiliarios. Sus familiares conservarían sus bienes privados, pero los bienes que el emperador mantuviera en Francia serían devueltos a la corona francesa. Las tropas polacas al servicio de Francia quedarían libres para poder regresar a Polonia.

El tratado fue ratificado por el propio Napoleón dos días después de su redacción, el 13 de abril de 1814.​ El 20 de abril salió de Fontainebleau, y el 28 se embarcó en Fréjus en una fragata inglesa en dirección a la isla de Elba,​ donde permanecería retirado hasta el 26 de febrero del año siguiente.

Napoleón en la isla de Elba

Los vencedores preferían aplicar mano dura con el emperador francés, algunos incluso abogaban por la muerte de Napoleón. Sin embargo, el temor de convertirlo en un mártir les hizo optar por una solución más indulgente.

A pesar de ser nominalmente su soberano, Bonaparte estaba vigilado por cientos de espías y por el gobernador de la isla. Además, vio con amargura cómo algunos de sus amigos, a los que él había ennoblecido, le traicionaban y juraban lealtad a los Borbones reinstaurados en el trono. Tampoco su familia ayudó demasiado. Josefina, su primera mujer , falleció sin que Napoleón pudiera asistir al entierro. Su segunda esposa, María Luisa, no quiso acompañarle al exilio. Y ni su hijo ni su hermano José pudieron visitarle en Elba.

En Francia, la derrota no había traído la paz interna. El nuevo rey había jurado la Constitución, pero tanto él como la vieja aristocracia y la Iglesia trataban de recuperar sus antiguos privilegios. Naturalmente, toparon con la oposición de casi toda la burguesía, el campesinado, el Ejército y todos aquellos sectores que la Revolución de 1789 había beneficiado. No se podía volver atrás en el tiempo como si nada hubiera pasado. Los enfrentamientos entre facciones políticas cada vez fueron más violentos.

Las potencias vencedoras, reunidas en el Congreso de Viena, pretendían decidir el futuro de Europa, pero las tensiones por la hegemonía del continente iban en ascenso. Napoleón recibió esas noticias en Elba y se preparó para su regreso. Los espías fieles a la monarquía francesa aconsejaron a Inglaterra que se trasladase a Napoleón a la isla de Santa Elena para evitar su retorno. Pero era demasiado tarde. En febrero, él y sus hombres regresaban a Francia.

El objetivo de Napoleón era llegar a París. El 26 de febrero de 1815, seguido de un pequeño grupo de fieles, se embarcó en el bergantín Inconstant y junto a una flota de seis navíos emprendió el camino para recuperar su imperio. Cuatro días más tarde desembarcó en la costa francesa y puso rumbo a París para comenzar el que sería su segundo y efímero reinado, conocido como “los cien días”. En su ruta hacia la capital, los diversos regimientos de soldados con los que se cruza deciden unirse al emperador. Al poco tiempo, el rey de Francia, enterado de la huida de Elba, proclamó a Napoleón enemigo de la paz mundial y ordenó su inmediata captura.

Michel Ney, antiguo general de Napoleón ahora al servicio del monarca, recibe el encargo de apresarlo. Sin embargo, cuando ambos se encontraron, Ney y sus 6.000 hombres se unieron a Bonaparte. En su camino hacia París, el Emperador pronuncia discursos en los que promete paz, bienestar y mejoras económicas. Algo, sobre todo lo primero, difícil de cumplir. En marzo de 1815, Napoleón llega a París sin haber pegado un solo tiro. Había comenzado el Imperio de los Cien Días.

El Imperio de los Cien Días

20 de marzo de 1815. La misma noche de su llegada a París tras escapar de Elba, Napoleón nombra a sus ministros. Todos eran viejos conocidos. Entre ellos figuraban tanto leales como muchos que, tras su marcha, habían jurado fidelidad a Luis XVIII. Pero la urgencia política le hizo ser poco escrupuloso a la hora de efectuar estos nombramientos. Por su parte, la población aceptó el nuevo imperio, aunque en el sur de Francia, la zona más monárquica, el rechazo fue claro. De todos modos, la unanimidad existente en el ejército a la hora de apoyar en bloque a Bonaparte impidió cualquier confrontación civil.

Obviamente, la oposición que iba a expulsar al emperador estaba en el Congreso de Viena . Allí todas las potencias representadas firmaron una declaración de apoyo al rey depuesto. Gran Bretaña, Prusia, Rusia y Austria se aliaron para poner en pie, de inmediato, un ejército de 150.000 hombres con el objetivo de reinstaurarle en el trono. Nacía la Séptima Coalición, y declaraba oficialmente la guerra no a Francia, sino a Bonaparte.

Lo cierto es que Napoleón se encontraba, por primera vez en la historia, sin ningún estado aliado, por pequeño que fuese. Estaba solo ante Europa, y muchos de sus viejos generales, los que se le unieron (porque otros se negaron a seguirle en su aventura), sabían en el fondo que les esperaba el desastre.

La grave carencia de efectivos obligó a Napoleón a realizar reclutamientos forzosos, algo que la monarquía había abolido y que había sido, de hecho, su única medida popular. Fueron llamados a filas los veteranos y, ante la inminencia del estallido bélico, también el reemplazo de 1815. A pesar de ello, logró armar un ejército motivado, entregado a él y enteramente francés. El único problema es que era pequeño para enfrentarse a lo que se le echaba encima: solo 284.000 hombres.

Sin embargo, el apoyo al emperador no alcanzaba la práctica unanimidad social, como lo había hecho en el pasado. Amplios sectores estaban tan hartos de guerra y sufrimientos como de sus maneras dictatoriales, por lo que, en los meses de abril y mayo, tuvo que esforzarse por atraer a los sectores liberales. Lo intentó apelando a los Derechos del Hombre y del Ciudadano, al tiempo que reclamaba todo el poder para salvar a la República de la amenaza extranjera.

El bando aliado, mientras tanto, estaba levantando un contingente de más de medio millón de hombres. El plan era invadir Francia por varios puntos a la vez, como ya se había hecho el año anterior. Los austríacos se toman la movilización con calma y los rusos, dada la distancia, se contentan con acuartelar sus fuerzas en Alemania a la espera de los acontecimientos.

Los que más prisa se dan son los ingleses y los prusianos. Así, Arthur Wellesley, el duque de Wellington, hace su entrada en Bruselas en abril al mando de un pequeño contingente, pero pronto crecerá hasta sumar unos 110.000 hombres. Lo forman unos 30.000 belgas y holandeses, y el resto son británicos y alemanes.

Simultáneamente, de Prusia parte el mariscal Von Blücher al mando de 130.000 soldados, con el fin de unirse a Wellington e invadir juntos Francia desde Bélgica. En total supondrán una fuerza de maniobra de unos 210.000 efectivos (había que ir dejando guarniciones en ciudades), junto con más de 500 cañones. La calidad de las fuerzas es muy buena en cuanto a equipamiento, pero diversa en entrenamiento, ya que coexisten muchas unidades novatas con otras de gran experiencia.

Según explica John Keegan en El rostro de la batalla, “mientras Napoleón trataba de reconstruir la Grande Armée (gran ejército), gran parte de la cual había sido desmovilizada en la Restauración, los aliados dispusieron cuatro ejércitos en las fronteras este y noroeste de Francia.

Un ejército austriaco de 200 mil hombres debía penetrar en Francia a través de Alsacia-Lorena, y sería seguido por un ejército ruso de unos 150 mil; un ejército prusiano de alrededor de 100 mil debía marchar hacia el sur de Bélgica; y un ejército anglo-holandés, formado en torno a un núcleo británico que ya se encontraba en los Países Bajos, tenía que concentrarse al norte. El plan era que, una vez desplegados, entrasen simultáneamente en Francia”.

Según explica John Keegan, el genio francés tuvo que elegir entre dos estrategias: “una de desgaste, defensiva y dilatoria, que, si durase lo suficiente, podría hacer que los aliados aceptasen la paz para eludir una amarga frustración; o una ofensiva contra los ejércitos británico y prusiano que se estaban juntando en Bélgica, y que si tenía éxito podía disuadir a los austriacos y a los rusos de arriesgarse a una derrota posterior.

Dada su inclinación natural por el ataque, y dado que los ejércitos británico y prusiano solo eran algo superiores en número, se decidió por la segunda. Esta, por otra parte, tenía sobre la primera el atractivo añadido de que evitaba una segunda invasión extranjera del territorio nacional en dieciocho meses”.

Para evitar que los espías extranjeros se den cuenta de la partida del ejército, ordena el cierre absoluto de fronteras y puertos y el bloqueo de correo. Además, la salida de las fuerzas de sus acuartelamientos se realiza de madrugada, mientras son relevadas sigilosamente por milicianos de la Guardia Nacional, para evitar que el vacío repentino de tropas pueda alertar a la población. Así, el 12 de junio Napoleón emprende la marcha hacia la frontera belga, y dos días después todo el ejército llega hasta allí sin que el enemigo se haya dado cuenta. El despliegue inicial es un éxito.

Al amanecer del día 15 de junio el ejército galo se adentra en Bélgica. El plan es introducirse entre los ejércitos aliados, el inglés y el prusiano, cortar las comunicaciones entre ambos y atacar al que conviniese más, mientras se mantenía alejado al otro. Era el modo de que su superioridad quedara anulada. A las ocho de la mañana se producen los primeros combates. Los galos han chocado con unidades prusianas que reciben órdenes de retrasar, en lo posible, la invasión. A primeras horas de la tarde los franceses han logrado ocupar varias poblaciones y comienzan a dirigirse a Bruselas.

La Batalla de Waterloo

Para ser exactos, la batalla no tuvo lugar en la ciudad de Waterloo, sino en sus alrededores. Se libró tres millas al sur de esta ciudad, en las aldeas de Braine-l’Alleud y Plancenoit. De hecho, los franceses se refirieron a ella como la «Batalla del Mont Saint-Jean». El error se debió a que el Duque de Wellington estableció su cuartel general en la famosa región y ambos conceptos quedaron íntimamente ligados. El Duque de Wellington había erigido su cuartel general en esa región, y para el 18 de junio colocó sus tropas cerrando el paso hacia Bruselas.

Los historiadores, a manera de convención narrativa, suelen dividir la contienda en cinco fases, de las cuales una sola fue positiva para los ejércitos napoleónicos. Una vez ubicados, el emperador francés trató de impactar con su táctica a través de los cañones, aunque ese día, algo típico de Bélgica, el mal tiempo complicó los planes franceses.

Como había llovido y todo el campo estaba lleno de barro, Bonaparte no pudo hacer los desplazamientos que siempre hacía con la artillería para atacar al enemigo. Lo mismo pasó con la caballería, que requiere de un terreno llano para ser empleado. Por el otro lado, Wellington puso las mejores tropas que tenía en los puntos que él consideraba claves para defender la posición. Eran los Foot guards, los veteranos expertos del ejército inglés que resultaron infalibles y sostuvieron la posición en Hougoumont.

Bonaparte no ordena la persecución de los prusianos, a quienes había dominado, a pesar de la sugerencia de sus subordinados, y decide permanecer estáticamente en Ligny. Muchos historiadores militares se han extrañado ante esa especie de letargo que se apoderó del emperador esa mañana, perdiendo un tiempo precioso, unas siete horas, antes de emprender la marcha. No hay explicación, pero todos coinciden en que fue lo que permitió a Wellington desplegarse en Waterloo con toda comodidad.

Debido a lo tarde que partieron el día anterior, las tropas de Napoleón van llegando al campo de batalla de Waterloo a lo largo de toda la noche e incluso de madrugada, sin tener tiempo suficiente para descansar. Lo cierto es que muchas unidades llegan agotadas y, lo peor, dejando atrás los servicios de intendencia, por lo que tienen que vivaquear sobre el barro, sin fuego, calados hasta los huesos y sin probar apenas bocado.

Al amanecer del domingo 18 los dos ejércitos están preparados. Wellington dispone de 67.000 hombres, entre británicos (sólo 24.000), alemanes, belgas y holandeses, de los que 12.000 son jinetes, y 156 cañones. Sus posiciones descansan sobre unas suaves lomas que le sitúan 40 o 50 metros sobre la explanada por la que se extiende el ejército francés. Delante de sus líneas ha fortificado varias granjas que los galos tendrán que asaltar antes de atacar sus posiciones.

Pero la verdadera ventaja es que tras la cresta de las colinas, donde están las líneas defensivas, hay una meseta con suave pendiente hacia abajo, que permite que sus reservas queden a salvo de los observadores franceses y de su artillería. Además, con ello aparenta tener menos hombres de los que tiene. Su idea es muy sencilla: esperar el ataque de Napoleón, desgastarle y resistir hasta que lleguen los refuerzos prusianos.

El emperador, por su parte, sabe que tiene que asumir la iniciativa. No atacar es dar tiempo a sumar más fuerzas enemigas, aunque está seguro (equivocadamente) de que los prusianos no pueden entrar en batalla tras el descalabro de dos días antes, y desconoce lo cerca que se encuentran. Sin embargo, no puede atacar hasta que las tropas que han llegado de madrugada descansen un poco y el terreno se seque lo suficiente como para permitir el avance de hombres, caballos y cañones.

Años más tarde, en Santa Elena, maldecirá la tormenta de aquella noche. Le impidió atacar al alba, lo que, posiblemente, le habría dado el tiempo necesario para vencer a los ingleses antes de que llegasen los prusianos. Su ejército lo forman 74.000 soldados, de los que 16.000 son de caballería, y 256 cañones. Y todo está a la vista de Wellington.

La idea de Bonaparte es atacar frontalmente, confiando en la pericia y el valor de su infantería. Pero hay un problema: en ninguna de sus anteriores batallas ha tenido que actuar en un frente tan reducido (solo cinco kilómetros), lo que dificulta mucho su movilidad. Sin duda, el escenario del choque ha sido bien elegido por Wellington. Sus generales veteranos de la guerra en España le advierten del riesgo y de lo bien entrenados que están los británicos, pero él insiste en que Wellington es un mal general y en que la infantería inglesa no es rival. En unas horas saldrá de su error.

«Napoleón estaba seriamente comprometido en dos frentes, y el avance de los prusianos le amenazaba con dejarle rodeado. Solo le quedaba un grupo de soldados para romper el cerco que se cerraba y recuperar la ventaja. Este grupo era la infantería de la Guardia Imperial. Alrededor de las siete, dejó su posición en la retaguardia y subió por la colina situada justo al este de Hougoumont.

Los batallones británicos que estaban en lo alto dispararon andanadas al frente y a los flancos. El tiro al flanco del 52 grados de infantería ligera fue especialmente mortífero e inesperado: pudo verse, con sorpresa, cómo la Guardia se daba la vuelta y desparecía entre el humo del que había surgido. La batalla de Waterloo casi había terminado —los prusianos aún se encontraban en combate con los franceses en el flanco este—, y Napoleón había sido vencido», revela John Keegan.

Murieron más de 38 mil soldados por el lado francés, y otros 24 mil del otro bando. El 1 de julio, el mariscal prusiano Gebhard Leberecht von Blücher ocupa Versalles, y el 8 restaura la corona de Luis XVIII. Dos días más tarde, Napoleón acepta la derrota y el 26 de julio es desterrado a la isla de Santa Elena, situada, a diferencia de la isla de Elba, en la mitad del Atlántico. Una vez que terminó la batalla de Waterloo, Napoleón regresó a Paris, donde fue obligado a abdicar el 22 de junio de 1815. Posteriormente huyó a la ciudad costera de Rochefort, donde se subió a un buque con el objetivo de llegar hasta los Estados Unidos. Así lo confirmó un pariente suyo en una carta de la época. Sin embargo, como el «Sire» no quería pasar por la vergüenza de ser atrapado por los buques ingleses escondido en la bodega de un barco, terminó rindiéndose a los británicos el 15 de julio de 1815. Tres meses después fue desterrado a Santa Elena, donde vivió durante seis años hasta fallecer.

La batalla terminó con la hegemonía militar de Francia en Europa, significó el ocaso de Napoleón Bonaparte, La derrota de Napoleón en Waterloo permitió que el «Acta Final del Congreso de Viena», suscrita días antes de la batalla, fuera llevada a efecto sin interferencias. No en vano, las grandes potencias impusieron a Francia un nuevo tratado en noviembre de 1815 como consecuencia de los perjuicios de esa resurrección napoleónica, estableciendo un pago de indemnizaciones por 700 millones de francos a abonar en cinco años, fijando guarniciones de la «Sétima Coalición» en todo el norte y este del territorio francés e imponiendo a Francia las mismas fronteras que en 1792.

El final de las guerras napoleónicas trazó un nuevo mapa en Europa que restableció algunas fronteras a su estado de 20 años atrás, como en el caso de Francia. Otro de los derrotados de la guerra, el reino de Dinamarca, perdió Noruega en castigo por su apoyo a la Francia napoleónica para ser anexionada a Suecia formando la unión sueco-noruega que existió hasta 1905. Por su parte, las grandes naciones vencedores de la contienda, como Rusia, que anexionó la mayor parte de Polonia, el Ducado de Finlandia y la región de Besarabia, consiguieron aumentar notablemente su territorio. Austria recuperó sus posesiones en los Balcanes, así como el Tirol, Lombardía, el Véneto, y Dalmacia.

Finalmente, el Reino Unido se quedó con la estratégica isla de Malta, Ceilán (la actual Sri Lanka) y la Colonia del Cabo, lo que le garantizó el control de las rutas marítimas en el Atlántico, el Mediterráneo y el Índico. Pero si la guerra tuvo un cambio reseñable a largo plazo en el mapa de Europa, y con ello en los futuros acontecimiento del continente, ese fue el desarrollo de la Confederación Alemana. Bajo la presidencia de la Casa de Austria, 39 Estados alemanes se establecieron en una confederación donde Prusia fue conquistando poco a poco el poder hasta desplazar a Austria del timón durante la guerra austro-prusiana de 1866.

El 10 de diciembre de 1870, la Confederación pasó a designarse Imperio alemán y dio el título de emperador alemán al Rey de Prusia. Tras el congreso y la derrota definitiva de Napoleón, España no obtuvó ninguna ganancia territorial ni apoyos para reconquistar sus territorios perdidos en América, puesto que el Reino Unido (beneficiaria comercial de los «problemas españoles» en América) rehusaba apoyar los costosos planes de Fernando VII.

La batalla fue bautizada por el duque de Wellington. Tras la victoria, al encontrarse con el mariscal Gebhard Leberecht von Blücher en lo que había sido el cuartel general de Napoleón, Blücher sugirió darle el nombre de dicho campamento, la Belle Alliance, pero el duque insistió en mantener su propia tradición: las batallas debían llevar el nombre del lugar donde él había pasado la vigilia, y este lugar era Waterloo. Los franceses utilizaron en un principio el apelativo de Mont Saint Jean para referirse a la batalla. Finalmente, el hecho de que Waterloo fuese más pronunciable para los anglosajones y la hegemonía política británica posterior determinaron que ese fuera el nombre con el que ha pasado a la posteridad.

Imagen Portada: Shutterstock

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