¿Te imaginas dejar atrás una vida cómoda, con un buen sueldo, una familia que te espera en casa y, de pronto, lanzarte a pintar en una isla perdida del Pacífico? Pues eso, ni más ni menos, fue lo que hizo Paul Gauguin. Y ojo, que no lo hizo por capricho ni por despecho; lo suyo era una necesidad casi visceral de escapar de una Europa que, según él, olía a artificio y a rutina. Así arranca la historia de uno de los artistas más indomables y visionarios del arte moderno.
Un arranque burgués… pero con chispa rebelde
Paul Gauguin nació el 7 de junio de 1848 en París, en el seno de una familia de clase media con ideas bastante avanzadas para la época. Su madre, nada menos que hija de Flora Tristán, una célebre activista feminista y socialista.
De niño vivió una temporada en Perú, y más tarde se embarcó en la marina mercante francesa. Pero la verdad es que su vida adulta comenzó con todos los ingredientes del éxito burgués: se convirtió en agente de bolsa, se casó con la danesa Mette-Sophie Gad y juntos tuvieron cinco hijos. Todo parecía alinearse para una existencia predecible y segura… hasta que el arte se cruzó en su camino.
De la bolsa al caballete: un salto al vacío
En 1874, Gauguin conoció a Camille Pissarro y asistió, curioso y expectante, a la primera exposición de los impresionistas. Fue un flechazo. Empezó como coleccionista, luego como pintor aficionado y, casi sin darse cuenta, ya estaba exponiendo junto a los grandes nombres del momento.
Pero en 1882, tras un colapso en la Bolsa, decidió dejarlo todo y entregarse por completo a la pintura. Un año después, su esposa y sus hijos se mudaron a Dinamarca… y él se quedó solo, pero con una libertad que le quemaba en las manos.
Bretaña: el laboratorio de una nueva mirada
Buscando su propia voz, Gauguin se fue a Bretaña. Allí, en un rincón lluvioso y lleno de leyendas, lideró un pequeño grupo de pintores conocido como la Escuela de Pont-Aven. Fue en ese ambiente, entre tabernas y paisajes brumosos, donde empezó a alejarse del impresionismo y, de la mano de Émile Bernard, a inventar el sintetismo.
Este nuevo estilo era toda una declaración: menos realismo, más símbolos y espiritualidad. Colores planos, contornos gruesos y una estética en apariencia ingenua, pero cargada de intención. Gauguin se inspiraba en todo: desde el arte indígena hasta los vitrales medievales, pasando por los grabados japoneses… y, por supuesto, sus propias visiones.
Gauguin y Van Gogh: cuando el arte se vuelve pólvora
En 1888, Gauguin compartió techo durante dos meses con Vincent van Gogh en Arles. Imagina la escena: dos genios, dos temperamentos volcánicos, litros de vino y un ambiente tan tenso que se cortaba con cuchillo. La convivencia terminó en desastre, con el célebre episodio de la oreja de Van Gogh. Después de aquello, Gauguin hizo las maletas y no volvió a mirar atrás.
El gran salto: Tahití y la búsqueda de lo esencial
Cansado de Europa y sus máscaras, en 1891 Gauguin embarcó rumbo a Tahití. Buscaba, según sus propias palabras, un mundo más puro, más auténtico… y, de paso, menos caro para sobrevivir.
Allí, entre la luz brutal y los aromas de la Polinesia, su arte explotó en colores, mitos y sensualidad. Obras como Tahitianas en la playa o El espíritu de los muertos observa son un viaje a un universo donde lo simbólico y lo espiritual lo llenan todo. Gauguin absorbía la cultura local y la transformaba en lienzos que parecían latir.
¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?: el gran enigma
En 1897, después de varias crisis personales y un intento de suicidio, pintó su obra más ambiciosa: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?. Un mural existencial, casi un testamento, donde cada figura parece preguntarse por el sentido mismo de la vida. Es el resumen de toda su búsqueda: arte como interrogante, como grito y como consuelo.
El último refugio: las Marquesas
Gauguin pasó sus últimos años en las Islas Marquesas, en el pequeño pueblo de Atuona. Allí murió el 8 de mayo de 1903, viviendo de una pensión modesta que le enviaba un marchante parisino y pintando hasta el final, como si el tiempo no existiera.
En vida, muchos no lo entendieron. Pero la verdad es que su huella fue profunda: inspiró a movimientos como el fauvismo y el expresionismo, y artistas como Edvard Munch encontraron en su obra una brújula para atreverse a más. Hoy, sus pinturas cuelgan en los museos más importantes del mundo, y su historia nos sigue recordando que a veces, para encontrar lo esencial, hay que atreverse a perderlo todo.
Curiosidades que no sabías sobre Gauguin
- Decía que Europa era «una sociedad gobernada por el oro».
- Se tatuó varias veces en Polinesia, como parte de su integración cultural.
- Afirmaba que quería pintar “como un niño salvaje”.
- Murió en soledad, pero dejó un legado que transformó el arte del siglo XX.
Obras de Paul Gauguin





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