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Nietzsche y la muerte de Dios

Nietzsche y la muerte de Dios

Por Juan Pablo Quintero |

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La omnipresencia de Nietzsche en el mundo moderno despierta la atención, incluso entre las personas menos versadas en las andanzas de la filosofía. En efecto, nadie se atreve a poner en duda la popularidad de sus ideas, ni a menospreciar el alcance de las malversaciones perpetradas en su nombre.

No existe manera de eludir su bien ganada fama de sabio; su presencia en las librerías o bibliotecas es una señal inequívoca de que su prestigio intelectual ha perdurado en el tiempo. Sin duda, se trata del filósofo con el rostro más reconocible en el panteón de los pensadores modernos. Se le tiene por un visionario del ateísmo y pionero en la concepción nihilista de la vida. Nietzsche es la montaña andante dispuesta a devorar cualquier certeza sobre el mundo espiritual.

A pesar de ello, la estatura intelectual de su obra lucha a contracorriente contra el anatema que acompaña a cualquier sabio cegado por la iluminación. Se le tiene por ejemplo legendario de cómo la senda a la sabiduría puede cobrarse el precio de la propia cordura. Más allá del hermetismo y la originalidad de su pensamiento, Nietzsche es reconocido unánimemente como el gran profeta del pensamiento ateo y gran crítico del cristianismo. Quizás es exagerado concederle el mérito de la autoría de la frase “Dios ha muerto”. La idea de la muerte de Dios ya había alzado vuelo siglos atrás en la obra del escritor alemán Jean Paul Richter y el filósofo Hegel.

Sin embargo, es en su libro La gaya ciencia donde con más amplitud y acuciosidad se pone de manifiesto como ideario filosófico contra la tradición occidental de salvación metafísica. En realidad, debe considerarse errónea cualquier interpretación literal o lectura al pie de la letra de la célebre sentencia. Su interpretación como la declaratoria taxativa del fallecimiento del Creador es un enfoque corriente, pero es tan irrelevante como quien pretende salir a buscar su tumba para rescatar su cuerpo del divino sepulcro.

La “muerte de Dios” es una idea que sirve para representar la desaparición en el mundo moderno de la creencia en instancias de salvación metafísica; es decir, significa la negación del mundo de las ideas o cualquier plano suprasensible de existencia. En un sentido amplio, es la abolición de la distinción entre el mundo sensible y el mundo metafísico, por ello se suele considerar el principio como expresión del apego exclusivo a la dimensión material del mundo. Lo que ha muerto son los ideales o la fe colectiva en las ideas de salvación basadas en conceptos abstractos. No hay paraíso, ni más allá. Por tanto, la obsolescencia moral cristiana tradicional se hace evidente, no sirve más de guía en un mundo signado por la incredulidad. La meta de una eterna felicidad en el más allá se ve desplazada por la ambición intuitiva desnuda de cualquier afán de trascendencia más allá de los límites de la propia vida. Por extensión, se asocia a la pérdida de la confianza colectiva en la religión y el desprecio del gobierno de lo sobrenatural sobre el destino colectivo del ser humano. Solo queda en pie la apuesta nihilista de abrirse paso y sobrevivir sin otra aspiración que satisfacer las alternativas de felicidad terrenal inmediatas. El cadáver de Dios se presenta ante nosotros como una metáfora, que aspira a servir de diagnóstico del predominio del nihilismo en la civilización occidental. Nietzsche cuelga el retrato de Dios muerto con la intención de invitar a tomar conciencia de la ausencia de respuestas y la pérdida de valor de los valores hasta ahora ganado por supremos y, por fuerza de la tradición, elevados a la condición de verdades sagradas. Se resalta con ello la decadencia de Occidente haciendo apelación a la degradación de tradiciones arraigadas. Nombrar el vacío tiene por objeto poner en evidencia la necesidad urgente de la sustitución de los valores extintos y la construcción de nuevos valores. El nuevo ideal de vida se centra en el reto de la autorrealización del individuo comprometido con la ampliación de sus horizontes y la edificación de su propio sistema de valores. Este ocaso de los dioses nos empuja a vivir en el desierto de la ausencia de principios guía. En este caso, la supervivencia a la devaluación de las ideas y su falta de vigencia nos convierte en amos de nuestro destino. En palabras de Nietzsche, el nuevo credo reposa en el combustible de la voluntad y el poder de cada individuo de colocarse por encima de sus circunstancias y definir su lugar en el mundo sin valores. A grandes rasgos, las implicaciones de tal postura invitan a consideraciones sobre la abolición de límites vitales o la aceptación incerteza como atributo de una vida, en otras palabras, atreverse abrazar una vida sin garantías ni guiones preestablecidos.

Dios fallece para ceder paso al sentimiento de orfandad traído por el declive de la moralidad tradicional. Esta desaparición de principios rebasa la mera concepción religiosa de pecado y que se extiende hasta la transgresión de valores trasmitidos por instituciones como la familia, matrimonio, el Estado o el concepto mismo de justicia.

Se desdibujan las fronteras entre el bien y el mal, lo justo o injusto e incluso los criterios estéticos sobre la belleza. Toda esta gama de matices cobra relevancia en el reino del relativismo y el combate de los dogmas inaugurado por el espíritu de negación de los valores. Una vez desaparecidas las nociones de bien y mal apenas quedan en pie la voluntad dentro esos territorios de fronteras abolidas. Una voluntad personal valorada en su carácter de fortaleza aportadora de sentido. Las exequias funerarias vienen a declarar obsoleta cualquier brújula moral y desandar el camino histórico que daba por sentado la superioridad del espíritu sobre la carne. La muerte de Dios es la inversión de las jerarquías haciendo énfasis en la dimensión material de la existencia.

Cualquier denuncia sobre la evaporación de la presencia de Dios en el mundo reniega de lecturas literales. Más bien se trata del sinónimo o imagen metafórica del abandono de valores caducos. Entre ellos el fin de la dualidad del mundo escindido entre materia y espíritu, cielo e infierno, entre otras visiones binarias rechazadas en nombre del claroscuro que impone la crudeza de los hechos, porque ya no existe ni bien ni mal, tampoco amos ni siervos. Sumergirse en la aceptación de esa dosis de relativismo nos coloca en esa zona gris donde los individuos son capaces de ejercer el papel de juez, verdugo y víctima de forma simultánea, indistinta e intercambiable. Como no existe salvación metafísica, somos arrojados a la vida en el yermo de la desesperanza con la fuerza de voluntad como único horizonte. La muerte de Dios es el reclamo por repensar los valores universales y la aceptación de los límites del sistema de creencia tradicional.

Foto: Shutterstock

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