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Los rostros encubiertos del nacionalismo

Los rostros encubiertos del nacionalismo

 Por Juan Pablo Quintero | A falta de apenas un lustro de cumplirse el centenario de la primera edición de Mi Lucha de Adolf Hitler ha sucedido lo impensable. A contrapelo de las lecciones históricas aprendidas sobre la teoría y praxis de los horrores urdidos con premeditación en sus páginas incendiarias, nadie podría juzgar demasiado osadas las voces de alarma sobre la reciente rehabilitación del nacionalismo.

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Su resurgimiento como idea política muestra sus raíces expuestas en pleno siglo XXI mientras el mundo se sumerge en una suerte de miedo ingobernable, que se ha convertido en atributo sintomático del desorden geopolítico y el vacío de poder de la posguerra fría. Un mundo desbocado a causa de la falta de horizontes claros. Una atmósfera enrarecida por ataques terroristas, las invocaciones a la guerra justa del contraterrorismo, flujos migratorios descontrolados y el extremismo islámico han hecho su parte en traer de vuelta viejos prejuicios colectivos y desempolvar el peor rostro del nacionalismo: la xenofobia y la intolerancia.

Sin embargo, pocas veces se tiene claro qué hay detrás del ideario político del credo nacionalista o las luces y sombras presentes tanto en su origen como en su despliegue a lo largo de la historia. Los dilemas actuales avivan una polémica donde se debate sobre los alcances ilimitados de la defensa a ultranza de la patria y el blindaje de las fronteras, todo ello aderezado por un discurso político inclinado a pregonar las bondades de las medidas proteccionistas para imponer barreras a las amenazas del libre mercado. Tampoco debe menospreciarse, los indicios del avance la causa del nacionalismo ha jugado un papel determinante en los retrocesos de las garantías democráticas y la libertad ciudadana percibidos en EE. UU. o Francia, durante la primera década del siglo XXI, en nombre de las doctrinas de seguridad de la lucha contra el terrorismo.

Michael Ignatieff, reputado político e historiador canadiense, aporta luces sobre las diferentes concepciones sobre el nacionalismo. En los tempranos noventa del siglo pasado, su libro, Sangre y pertenencia, proponía con trazo firme las demarcaciones que permitirían a mentes poco avezadas entender hasta dónde son capaces de llegar los pueblos en su justificación del uso de la fuerza y la violencia en la defensa de su derecho colectivo a prevalecer. En su empresa intelectual definía el nacionalismo desde la inocua perspectiva neutra como la idea de que los pueblos están divididos en naciones y que esa realidad inobjetable otorga el derecho de cada una a la autodeterminación y el autogobierno, a pesar se encuentre subsumidas dentro de un Estado-nación que se niegue a reconocer su existencia. Ese primer enfoque corresponde a la concepción del nacionalismo como “doctrina política”.

Adicionalmente, Ignatieff propone otras concepciones en caracterización de las acepciones del nacionalismo. Como “idea cultural” opera a modo de creencia y se explica a la luz del sentimiento de confianza en que a los hombres y mujeres le corresponden muchas identidades colectivas que suelen solaparse, pero teniendo siempre en consideración que la nación es el factor preponderante en la construcción del sentido de pertenencia en las personas.

Por otro lado, también puede concebirse el nacionalismo en su papel de “ideal moral”, en cuyo caso deriva en una suerte de compromiso ético con la lectura heroica de los sacrificios patrióticos. Esta perspectiva tiende a otorgar coartada moral a acciones violentas en defensa propia contra enemigos internos y externos.

Todas estas ópticas convergen en su discutible derecho a atacar a otros grupos humanos más vulnerables, sin importan tengan o no estado propio, solo amparados en la identidad nacional en nombre del aparentemente legítimo derecho a ejercer la violencia cuando como nación se sienten vulnerados en su relación con la otredad.

En paralelo, en su intento denodado por establecer el deslinde entre el nacionalismo benigno de sus versiones perniciosas, Ignatieff habla de un nacionalismo cívico y otro denominado étnico. El calificativo positivo es concedido a los credos políticos alrededor de la idea de nación con autonomía de principios como raza, fenotipo, religión, género, lengua u origen étnico. Esta lectura sana del nacionalismo toma en cuenta como factor de identidad la pertenencia o adscripción a una comunidad de ciudadanos iguales ante la ley con amparo del Estado de Derecho y sujetos al principio de no discriminación. Es la ciudadanía y el reconocimiento de esa condición ante la ley la que teje los vínculos entre la comunidad de sujetos portadores de derechos y deberes cívicos. El imperio de la ley garantiza la igualdad entre los miembros de la sociedad y bajo ningún concepto por jerarquías fundadas en el grado de semejanza a las características o cualidades de la mayoría dominante, tampoco por obra de la afiliación armoniosa a un determinado repertorio de creencias colectivas. El caso arquetípico era el de la antigua Federación Yugoslava en tiempos de la guerra fría, cuando croatas y serbios eran arropados por los mismos derechos constitucionales y existía una gran cohesión social en el mutuo entendimiento y la entelequia legal de sentirse “yugoslavo”.

Por otra parte, el lado oscuro del nacionalismo, su faceta étnica, ajeno al talante democrático del régimen de derecho con instituciones propias de una sociedad abierta, se presenta el modelo cerrado basado el énfasis en la dominación de las mayorías étnicas sobre minorías menospreciadas y devaluadas de forma deliberada. La discriminación se institucionaliza mediante la jugada de la apuesta autoritaria de favorecer a unos para menoscabar a otros, por naturaleza considerados menos. No existe cultura cívica, porque también existe un sensible déficit democrático. El movimiento de supremacistas blancos, el euroescepticismo, el sistema de castas, el apartheid, la limpieza étnica, entre otros excesos son vivos ejemplos de cuán extremo puede ser la retórica nacionalista cuando encuentra adeptos con poder político.

Para la gran mayoría de los detractores de los ideales nacionalistas su regreso luego del ocaso de la Guerra Fría supone el despertar de los fantasmas del tribalismo, la guerra fratricida y en general el retroceso de los avances reportados tras 70 años de derecho internacional. La defensa del credo nacionalismo siempre antepondrá el cálculo egoísta a la labor mediadora de las organizaciones internacionales, aupando de manera indirecta soluciones apoyadas en la defensa sin escrúpulos del interés nacional.

Foto: Shutterstock

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