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La historia detrás del vuelo frustrado de Ícaro

Desde siempre el ser humano ha soñado con la idea de volar. Este deseo se materializó a comienzos de siglo XX, con el vuelo de los hermanos Wright. No obstante, según la mitología griega, el inventor Dédalo ya había encontrado una forma de colocar al hombre en el cielo, varios siglos antes que los dos americanos.

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En el mito de Dédalo y de su hijo Ícaro reconocemos la preeminencia de dos temas que fueron por mucho tiempo motivo de reflexión para los griegos: la capacidad de inventiva que el héroe desarrolla frente al peligro y el afán heroico por ir siempre más allá.

Nos conviene recordar aquí que para la cultura griega, todo comportamiento humano desmesurado acarreaba un destino fatal.

El exilio de Dédalo

Dédalo es conocido por su participación en el ciclo cretense, como sirviente del rey Minos. Antes de llegar a Creta, Dédalo era un artesano y arquitecto importante de Atenas. Su prestigio fue grande, hasta el momento en que uno de sus aprendices empezó a dar muestras de poseer un ingenio aun mayor.

Un día, Talos -que así se llamaba el aprendiz- creó la sierra. Lleno de envidia por tal proeza, Dédalo guió el muchacho hasta el borde de la Acrópolis, y una vez allí lo empujó risco abajo. Más tarde, las autoridades atenienses condenaron al asesino al exilio.

Pasífae y el toro blanco

Por los días en que Dédalo llegó a Creta un prodigio extraordinario ocurrió. Para honrar debidamente a Poseidón, Minos le pidió al dios del mar que hiciese aparecer de las aguas un animal para sacrificio, que reflejara la prosperidad del reino. Atendiendo a la solicitud, Poseidón hizo emerger de las aguas un magnífico toro blanco.

Pero al ver al majestuoso toro, Minos cambió de idea y prefirió conservarlo para sus rebaños. Furioso por la afrenta, Poseidón provocó que Pasífae, la esposa del rey, se enamorara del hermoso ejemplar. Pasífae le pidió entonces a Dédalo que construyera un artefacto, capaz de engañar al toro, para que  así este animal se uniera a la reina.

Dédalo, satisfaciendo los deseos de su señora, creó una vaca de madera de perfecto parecido, la cual, por un complejo mecanismo, permitiría el amor entre Pasífae y el toro. Pero una relación de esa naturaleza forzosamente debía producir un ser monstruoso, y así fue: a los meses Pasífae dio a luz al minotauro, una bestia mitad hombre, mitad toro.

Horrorizado con la criatura, Minos le ordenó a Dédalo que construyese un intrincado laberinto, del que ningún hombre pudiese salir por sus propios medios. Minos luego instauró un sanguinario sistema de tributación: cada año las principales ciudades de Grecia debían ofrecerle un tributo humano al minotauro, para aplacar el apetito de la bestia. Así se hizo.

El consejo del hilo dorado

En Atenas, el héroe Teseo se enteró de la injusticia cometida por Minos y pidió que lo enviasen a él como tributo de parte de su ciudad, con la intención de darle muerte al minotauro.

Se dice que ya estando en Creta, Teseo enamoró a Ariadna, una de las hijas del rey; así le pidió que le entregara la clave para poder entrar y salir del laberinto con éxito, ya que incluso si el héroe lograba acabar con el furibundo monstruo, aún tendría que encontrar la manera de escapar del laberinto.

Ariadna le dijo a Teseo que lo ayudaría, pero con la condición de que el héroe la tomara como esposa y se la llevara a su reino, después de que hubiese derrotado a la bestia. Teseo aceptó, parece que más movido por la sed de fama que por amor, ya que más tarde, durante el retorno a Atenas, el guerrero abandonaría a Ariadna en una isla inhóspita.

Ariadna entonces le pidió a Dédalo consejo sobre cómo sacar a Teseo del laberinto. El inventor, puede que cansado de tener que ver gente morir debido al minotauro (y en parte gracias a su construcción), o tal vez presa de un secreto amor por Ariadna, le reveló la manera en que el héroe podría salir: marcando el camino recorrido con un hilo dorado.

Encerrados en el laberinto

Teseo se salvó, pero producto de la traición, Dédalo y su hijo Ícaro fueron condenados a estar prisioneros en el laberinto del ya desaparecido minotauro, hasta el día de sus muertes.

Dédalo tuvo a Ícaro con una esclava de Minos, llamada Náucrate. Se piensa que el muchacho no era más que un adolescente cuando padre e hijo fueron condenados a rondar por el laberinto.

Pero Dédalo no se dio por vencido y nuevamente echó a andar su imaginación. El laberinto tenía cámaras con salidas falsas que daban hacia profundos precipicios. Esas salidas podrían ser aprovechadas si se encontraba alguna manera de salvar el riesgo de la caída. Dédalo lo hizo.

Empleando la cera de las velas que iluminaban los muros del laberinto, Dédalo creó dos pares de alas, unidas a arneses que podían ajustarse a la espalda. Haciendo uso de estas alas Dédalo e Ícaro pudieron escapar finalmente de su prisión de caminos infinitos.

El vuelo frustrado de Ícaro

Antes de partir, Dédalo le advirtió a Ícaro que no volase demasiado alto, ya que las llamas del sol podrían derretirle las alas. Ícaro asintió, pero ya en el cielo el imprudente joven sintió que podría tocar el cielo con las manos.

Ícaro subió y subió, pero entonces sus alas se deformaron, y el muchacho se precipitó rápidamente contra el mar, desde una altura que ningún humano podría sobrevivir.

En el imaginario clásico y moderno, la imagen de Ícaro está relacionada con los intentos imposibles. Es sabido, además, que los dioses griegos castigaban a los hombres que se excedían en un intento por igualar a la divinidades.

En el caso de Ícaro, su ambición de llegar más alto pudo ser tomada como un deseo por habitar en las alturas, una bondad reservada principalmente para los olímpicos, y para uno que otro dios de orden secundario.

Con información de: Wikipedia / Grimmal, Pierre (1981). Diccionario de mitología griega y romana (1ra reimpresión). Buenos Aires: Paidós. p. 129-30. / Foto: Dédalo e Ícaro – Autor: Charles Paul Landon Wikimedia

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