Manuel Peinado Lorca, Universidad de Alcalá y Luis Monje, Universidad de Alcalá / Desde Darwin, la evolución humana se ha atribuido a nuestra inteligencia y adaptabilidad. Hace cuarenta años, el biólogo evolucionista Faustino Cordón publicó un libro, Cocinar hizo al hombre, en el que expresaba su convicción de que nuestra especie solo pudo separarse del resto de los primates cuando, con ayuda del fuego, transformó el alimento en comida más adecuada.
Nadie sabe cuándo los humanos empezaron a cocinar alimentos. Hay evidencias sólidas de que nuestros ancestros utilizaban el fuego hace 300 000 años, pero el primatólogo Richard Wrangham piensa que en realidad nuestros antepasados ya dominaban el fuego un millón y medio de años antes. Es decir, mucho antes de que fuéramos propiamente humanos.
Como Cordón, pero más de cuarenta años después, Wrangham sostiene que nuestro éxito es el resultado de la cocina. El cambio de alimentos crudos a alimentos cocinados habría sido el factor clave en la evolución humana. Una vez que se comenzó a cocinar, el tracto digestivo humano se contrajo y el cerebro creció. El tiempo sobrante, antes dedicado a masticar alimentos crudos y duros, podría utilizarse para cazar, recolectar, atender a la prole y cuidar del campamento.
Cocinar tiene múltiples ventajas: mata las toxinas, mejora el sabor, hace que las sustancias duras resulten masticables, amplía extraordinariamente el abanico de productos comestibles y, sobre todo, incrementa enormemente la cantidad de calorías que los humanos podemos extraer de lo que comemos, lo que nos proporciona la energía necesaria para desarrollar un cerebro grande. Este órgano quema una buena cantidad de calorías para funcionar, unas 400 al día.
En general, la cocina ayudó a nuestra evolución, pero lo que realmente impulsó nuestra competencia frente a los patógenos fue muy probablemente el uso de las especias. En la naturaleza, las especias son agentes de la guerra química que mantienen las plantas frente a los patógenos y los herbívoros que las atacan.
“Especia” es un término culinario, no una categoría botánica. No se refiere a un tipo de planta ni a alguna de sus partes. Provienen de diversos arbustos leñosos y enredaderas, árboles, líquenes y de las raíces, flores, semillas y frutos de plantas pertenecientes a familias muy dispares que comparten la producción (por diferentes vías metabólicas) de sustancias volátiles aromáticas.
Durante miles de años, los materiales vegetales aromáticos se han utilizado tanto en la preparación y conservación de alimentos, como en el embalsamamiento en las regiones de procedencia de las plantas aromáticas, como Egipto, el Indostán y las Islas de las Especias.
Propiedades antimicrobianas de las especias
¿Por qué se usan las especias? La respuesta obvia es que mejoran el sabor, el color y la palatabilidad de los alimentos. Por supuesto, eso es cierto en términos relativos, pero una explicación tan rotundamente antropológica no aborda las cuestiones de fondo del porqué las cocinas que contienen productos vegetales picantes son muy diferentes a lo largo y ancho del globo.
Una pista sobre la razón de su uso puede estar en los efectos protectores de los fitoquímicos contra los enemigos bióticos de las plantas. Bacterias y hongos también atacan a la carne y a otros alimentos y, de hecho, lo hacen algunas de las mismas especies que atacan a las plantas.
A lo largo de la historia, las bacterias transmitidas por los alimentos (especialmente Clostridium, Escherichia, Listeria, Salmonella, Shigella y Vibrio) y sus toxinas han causado y todavía causan graves problemas sanitarios.
Si las especias mataran tales microorganismos o inhibieran su crecimiento antes de que pudieran producir toxinas, su empleo culinario podría reducir las enfermedades transmitidas por la intoxicación alimentaria. Esto las convertiría en una poderosa herramienta de la selección natural.
La capacidad antimicrobiana no es, por supuesto, la única razón por la que elegimos especias para nuestra comida, pero tal vez sea o haya sido un factor contribuyente. Si esta hipótesis antimicrobiana fuera cierta, se deberían cumplir varias premisas.
En primer lugar, las especias deberían mostrar actividad antibacteriana y antifúngica. Sabemos que muchas especias tienen potentes propiedades antimicrobianas (Figura 1). La mayoría de los microorganismos ensayados están ampliamente distribuidos geográficamente, por lo que tienen el potencial de contaminar los alimentos en cualquier parte del mundo.
En segundo lugar, el uso de especias debería ser mayor en climas cálidos, donde los alimentos no refrigerados se estropean con especial rapidez. A medida que las temperaturas medias aumentan, hay incrementos significativos en la cantidad media de especias por receta tradicional y en el número de las diferentes especias utilizadas (Figura 2).
Por ejemplo, la cocina de la India utiliza veinticinco especias diferentes (una media de 9,3 por receta), mientras que la cocina noruega utiliza solo diez especias diferentes (una media de 1,6 por receta.
En tercer lugar, las recetas de climas cálidos deberían inhibir una mayor proporción de bacterias que las de climas fríos. Está comprobado que a medida que aumentan las temperaturas anuales, el porcentaje de bacterias inhibidas por las especias en las recetas de cada país aumenta significativamente.
Por tanto, la cocina de los países más cálidos tiene potencialmente una mayor actividad antibacteriana.
Un cuarto supuesto que debería cumplirse es que, dentro de un mismo país, la cocina de latitudes y altitudes mayores (es decir, de climas más fríos) debe contener menos especias y menos potentes que la cocina de latitudes y elevaciones más bajas. Utilizando como muestra recetarios de China y Estados Unidos, en ambos países las recetas que requieren al menos una especia y la frecuencia de uso de especias altamente inhibidoras son más numerosas en las regiones del sur que en las del norte. En ambos países, las especias requeridas como media en una receta sureña tenían un potencial antibacteriano significativamente mayor que las de las recetas septentrionales (Figura 3).
Por último, la cocción no debería destruir la potencia de los fitoquímicos contenidos en las especias. La mayoría de los fitoquímicos son termoestables, aunque algunos son destruidos por el calor. Algunas especias (por ejemplo, ajo, pimienta, romero y cebolla) se añaden típicamente al comienzo de la cocción, mientras que otras (por ejemplo, perejil y cilantro) se añaden casi al final.
Si, como parece probable, las especias termoestables son las que se agregan primero y las especias termolábiles se agregan más tarde (o se usan principalmente como condimentos), las diferencias en el momento de su utilización pueden funcionar para mantener las propiedades antimicrobianas beneficiosas (y los sabores correspondientes) hasta que se sirva la comida.
Orígenes del uso de las especias
¿Cómo empezó el uso de las especias? Cabe suponer que los humanos comenzaron a cocinar con especias cuyos sabores eran atractivos o que les hacían sentirse bien (debido a efectos digestivos o antihelmínticos, entre otras cosas).
Como resultado, las familias que consumían especias también pudieron haber tenido menos probabilidades de sufrir enfermedades transmitidas por intoxicación alimentaria que las familias que no consumían especias, especialmente en climas cálidos.
Además, las familias que consumían especias probablemente pudieron almacenar los alimentos por más tiempo antes de que se echaran a perder, lo que les permitiría tolerar períodos prolongados de escasez de alimentos. La observación e imitación de los hábitos de preparación de alimentos de estas familias más sanas por parte de sus vecinos podría haber extendido rápidamente el uso de las especias por toda la sociedad.
Las familias que usaban especias apropiadas probablemente tendrían descendencia más sana y robusta, que luego aprendería las tradiciones del uso de especias de sus padres. La selección natural en marcha.
En la era victoriana en la que se educó Darwin, los hombres no pisaban la cocina jamás. De haber conocido estas cosas, quizás hubiera incorporado De re coquinaria a sus libros de cabecera.
Manuel Peinado Lorca, Catedrático de Universidad. Departamento de Ciencias de la Vida e Investigador del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá y Luis Monje, Biólogo. Profesor de fotografía científica, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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