Julio Cortázar, ese loco escritor argentino, inventó un lenguaje al que nombro gíglico. Es un lenguaje extraño, incomprensible al principio, hermoso al final (si es que se logra entender), es un lenguaje que dice sin decir. Es el arte de sugerir, de interpretar lo que se quiere decir gracias a los sonidos y a nuestra imaginación.
Muchos atribuyen este idioma a una “borrachera” de Cortázar, otros dicen que es el lenguaje de dos amantes y otros simplemente lo ven como un intento de Cortázar de describir un encuentro amoroso sin utilizar las palabras comunes. El mejor ejemplo es el del capítulo 68 de su obra maestra: Rayuela.
Juzguen ustedes mismos el texto. Con eso se puede llevar a una infinidad de interpretaciones, ¿verdad?
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
Una colaboración de @Jiroscopio para @Culturizando
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