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La historia de la Toma de la Bastilla

La historia de la Toma de la Bastilla

Con una antorcha en las manos, el Marqués de Launay, gobernador de la Bastilla se precipitó en el polvorín en cuanto vio que los primeros insurrectos ingresaban en la fortaleza; quería hacer explosionar sesenta quintales de pólvora, volar juntos a asaltantes y defensores antes de entregar el bastión cuya defensa le había encomendado el Rey.

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Pero dos de sus propios guardias suizos le pusieron las bayonetas al pecho y entonces una bandera blanca se levantó en las almenadas torres de la Bastilla. El insurrecto Hulin consultó su reloj: eran las 3 y 30 de la tarde del 14 de julio de 1789.

La Bastilla del Rey

Vieja fortaleza edificada en el siglo XII, la Bastilla reforzaba las murallas de París junto a la Puerta de San Antonio, frente a la ruta del Sur. Tras varios siglos de expansión urbana la Bastilla estaba muy al interior del nuevo perímetro parisiense, junto al arrabal de San Antonio, habitado por obreros de manufacturas textiles, fábricas de loza, papelerías, imprentas y mercerías. La Bastilla era “del Rey”, no de la Ciudad.

En el atestado París del siglo XVIII, bajo el gobierno absoluto de la Casa de Borbón, supervivía un relativo poder municipal, rezago de la vieja estructura feudal.

El Ayuntamiento, elegido por los gremios burgueses, administraba la ciudad, cuidaba de la policía, la limpieza urbana y las prisiones. Algunos centenares de guardias municipales garantizaban el orden urbano y desempeñaban tareas de policía menor.

El Rey y la Corte vivían en Versalles, no en París. Así, el gobierno de la ciudad se desarrollaba un poco al margen de la realeza. También en la ciudad se acuartelaban unos mil guardias franceses, selecto cuerpo militar conocido por su adhesión tradicional a la monarquía.

Pero la Bastilla era del Rey. Viejas paredes de piedra de 15 metros de altura, nueve torres almenadas con sesenta piezas de artillería, una corta guarnición de mercenarios suizos y un gobernador nombrado por el Rey, convertían a la Bastilla en epicentro y símbolo del poder absoluto en una ciudad donde empezaba a reinar el descontento.

No era sólo una fortaleza, era además una prisión de Estado. Una simple orden del Rey, una “leerte de cachet” (carta sellada) podía disponer, -sin proceso ni sentencia-, el encarcelamiento de cualquier persona por tiempo indeterminado. El gobernador de la Bastilla sólo estaba sujeto a la autoridad del Rey. Ningún Tribunal podía averiguar siquiera el nombre de los encarcelados en esa enorme tumba de piedra.

El “Hombre de la máscara de hierro”, supuesto hermano gemelo de Luis XIV, había languidecido en sus calabozos, treinta años sin ver el sol. Filósofos y enciclopedistas, herejes, disidentes, periodistas y conspiradores conocían el temible espesor de las murallas de la Bastilla, donde no mandaban los Tribunales. Más que enclave militar, la Bastilla era, en el París del siglo XVIII, materialización de la monarquía absoluta. Sus murallas sordas e impenetrables inspiraban un miedo que se juzgaba necesario para asegurar el saludable respeto a la autoridad real.

Las Jornadas de julio

Tres años de malas cosechas, dos bancarrotas del Estado y una estampida de accionistas en la Bolsa fueron los antecedentes inmediatos de ese julio de 1789 que cambió para siempre la historia de la Humanidad.

El pan, componente indispensable de la dieta popular francesa, había subido en un veinte por ciento. El trabajo escaseaba. En julio se pagaba la «»therme»», la temida renta semestral de alquileres y préstamos. El dinero faltaba en bolsillos y mostradores. Los obreros y artesanos descontentos murmuraban en las atestadas tabernas del Barrio San Antonio. Los estudiantes disputaban en los cafés del Palais Royal. El Rey había cerrado los Tribunales, abogados y escribanos se sumaban al descontento.. Circulaban periódicos que criticaban la autoridad real.

Agobiado por la crisis económica, el Rey convocó a una Asamblea de Notables y les pidió solucionar los problemas de Francia. Los Notables, a su vez, recomendaron convocar a los Estados Generales, una Asamblea de los tres estamentos feudales, nobleza, clero y estado llano.

Los Estados Generales se reunieron en Versalles y el conflicto entró en su etapa terminal cuando los delegados burgueses anunciaron que no pagarian impuestos hasta que el absolutismo real fuera reemplazado por una Constitución basada en la separación de poderes que había planteado Montesquieu.

El despechado monarca ordenó disolver la Asamblea, pero el diputado Mirabeau se negó a obedecer y se enfrentó a la guardia real: «»Decid a vuestro señor que estamos aquí por la voluntad del pueblo y sólo saldremos de este lugar con las bayonetas en el vientre»».

Convocados por Mirabeau, los diputados se reunieron en una cancha donde se jugaba a la pelota y juraron permanecer en sesión hasta dictar una Constitución para Francia. Se constituyeron, con ese objeto, en Asamblea Nacional: ellos, y no el Rey, representaban a Francia.

La insurrección

La lucha abierta empezó en la tarde del doce de julio, cuando se supo en Paris que el Rey había destituido en Versalles al Ministro Necker, partidario de reducir los impuestos y gastos del Estado. La ciudad se alzó en armas.

Los teatros cancelaron sus funciones y grupos de manifestantes empezaron a recorrer la ciudad, transportando bustos del Ministro destituido. Un joven de 22 años, Camilo Desmoulins, llamó a la revuelta a los estudiantes de la Sorbona. En el Palacio de Justicia, Dantón, un abogado sin empleo, encabezó la movilización de la “Basoche”, temible fraternidad integrada por los abogados y escribientes de los Tribunales, que acudieron a la manifestación provistos ya de algunas armas de fuego.

Cuando la multitud llegó a la plaza Luis XV -hoy Plaza de la Concordia- fue atacada a sablazos por un cuerpo de mercenarios húngaros encabezados por el favorito de la Reina, Príncipe de Lambesc; pero los estudiantes y los escribientes armados de la “Basoche” rechazaron a la caballería, saquearon las armerías y cerraron con barricadas las calles de la ciudad.

A medianoche, el Ayuntamiento ordenó a la policía ponerse a órdenes de Dantón, considerado el jefe inicial de la revuelta. Los temidos guardias franceses anunciaron que no dispararían contra los ciudadanos armados.

En la mañana del trece, el Rey envió contra la ciudad dos regimientos de mercenarios suizos y alemanes, provistos de artillería. El combate fue duro, pero a mediodía los guardias franceses se plegaron a la sublevación y atacaron a los mercenarios suizos.

En la noche del trece, todo París estaba ya en armas contra el Rey. Sólo quedaba la Bastilla, imponente y solitario símbolo de la autoridad real.

La Toma de la Bastilla

Aquel 14 de julio de 1789, los primeros revolucionarios franceses sabían ya que la toma de la Bastilla era, antes que una acción militar, una indispensable decisión política.

El ataque empezó a mediodía. Sólo los guardias franceses disponían de alguna artillería para contestar el fuego de la fortaleza. Los estudiantes de la Sorbona, los abogados y escribientes de la “Basoche”, los escasos soldados de la milicia burguesa, disponían apenas de su entusiasmo y de algunos fusiles.

Después de tres horas de fuego, se hizo evidente que la muralla era invulnerable. Entonces Hulin, oficial de la guardia francesa, mandó acumular contra las puertas de madera varias carretas de paja encendida: el fuego abrió una brecha y los insurrectos, perdiendo siete hombres de cada diez, atravesaron el rastrillo y se precipitaron, ebrios de sangre, en el interior de la fortaleza que había simbolizado el poder real.

En los calabozos de la Bastilla sólo se encontraron catorce prisioneros. El gobernador y sus oficiales fueron ejecutados, sin formación de proceso, por la multitud enfurecida que incendió los archivos y se apoderó de las armas.

El final del Antiguo Régimen

Por la noche, Dantón tomó el control del Ayuntamiento, mandó elegir un nuevo Consejo Municipal, integrado por insurrectos y decretó la organización de una nueva fuerza armada, la Guardia Nacional.

En la mañana del 15, el Rey Luis XVI despertaba, rodeado de cortesanos, en su palacio de Versalles. Conforme al ceremonial, correspondía al Gran Chambelán, Duque de Liancourt, informar al Rey sobre las novedades de la víspera. Cuando el Duque le dijo que los insurrectos habían tomado la Bastilla, el Rey no ocultó su sorpresa: “pero, Liancourt, esto es un motín”. Cortés y reflexivo, Liancourt dio a su Rey una respuesta que la Historia ha registrado para siempre. “No, Sire -dijo-, es una Revolución”

Una colaboración de German Merino Vigil @purunllacta para Culturizando

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