Por Crónicas de Ares | 30 de abril de 1945. La inminente caída del III Reich a manos del avance soviético y aliado a Berlín, era por todos asumida en el alto mando del gobierno de Adolfo Hitler. El führer, que en sus delirios se había negado a esa posibilidad, entraba en razón ante las advertencias y admitía que se aproximaba el fin. Entre traiciones, escapes y una que otra declaración de lealtad de sus allegados, Hitler ya había tomado la decisión de acabar con su vida y así evitar ser capturado vivo. A continuación, se detalla cómo transcurrieron las últimas horas en la vida del hombre que por sus ambiciones nacionalistas fue capaz de someter al mundo entero a una guerra que significó un quiebre en la historia.
El periodista y escritor español David Solar, reconstruyó de una manera muy gráfica y precisa en su libro “El Último Día de Hitler”, las horas finales del Fuhrer, aquel 30 de abril de 1945. En este episodio de Crónicas de Ares, mencionaremos algunos puntos textuales de tan preciso y bien explicado texto, que describe el contexto y los eventos de aquel día que marcó un antes y un después en la historia de la guerra, de Alemania y de la humanidad.
La última vez que Hitler vio la luz natural fue el 20 de abril de 1945. Con ocasión de su 56 cumpleaños, se dispuso una ceremonia de condecoraciones en el jardín de la Cancillería. Estaba evidentemente enfermo y envejecido, aparentaba 20 años más. «Encorvado, con la cara abotargada y de un enfermizo color rosáceo… Su mano izquierda temblaba tan violentamente que comunicaba los espasmos a todo su cuerpo…En cierto momento intentó llevarse un vaso de agua a los labios, pero la mano derecha le temblaba de tal manera que tuvo que abandonar el intento…», recordó en sus declaraciones en los juicios de Nuremberg uno de los presentes.
Es por eso que en el evento, la recomendación de sus asesores fue que escondiera la mano detrás del cuerpo, para que en el video que le tomaron saludando a niños que eran efectivos de combate de las Juventudes Hitlerianas, no se notara el movimiento de su mano derecha.
También sufría espasmos en la pierna izquierda y cuando esto sucedía debía sentarse. Arrastraba los pies y jadeaba en cuanto recorría unos metros. En el atentado de Von Stauffenberg en Rastenburg, en julio de 1944, sufrió importantes daños en los oídos, por lo que sufría mareos y sus andares parecían más propios de los de un borracho.
Soñando, temblando de cólera, dando órdenes, haciendo grandiosos planes militares y arquitectónicos, pasó sus últimos 10 días. En el último instante decidió casarse con Eva Braun, su amante desde 1930 y dictar testamento, cuyo mayor énfasis consistía en la defensa de su obra, la justificación de su antisemitismo y en la designación de un Gobierno que mantuviera las hostilidades. En ningún momento quiso explicar el motivo de por qué durante su mandato se cometieron tantas atrocidades.
De los momentos finales se conserva una narración muy minuciosa. Hubo una despedida formal de todo el personal del búnker. Una enfermera soltó un histérico discurso, pronosticándole la victoria. Hitler la interrumpió con voz ronca: «Hay que aceptar el destino como un hombre», y siguió estrechando manos.
A mediodía acudió a la conferencia militar. El general Mohnke le comunicó que la infantería soviética presionaba desde el norte y el sur, tratando de cortar en dos el centro de la ciudad, lo único que aún se defendía. Que a lo sumo solo quedaban dos días de resistencia.
La artillería soviética se había concedido algún respiro por falta de blancos. La inundación de los túneles del metro había frenado a los soviéticos durante unas horas, pero a costa de la vida de millares de berlineses que estaban refugiados en los andenes. Tras el resumen de la situación, Hitler se quedó a solas con Goebbels y Bormann y les comunicó que se suicidaría aquella tarde.
Luego llamó al coronel Otto Günsche, su asistente personal y edecán. Le ordenó que una hora más tarde, a las tres en punto, se hallase ante la puerta de su despacho. Él y su esposa se quitarían la vida; cuando esto hubiera ocurrido, el coronel se cercioraría de que estaban muertos y, en caso de duda, les remataría con un disparo de pistola en la cabeza. Después se ocuparía de que sus cadáveres fueran conducidos al jardín de la Cancillería, donde Erich Kempka, chofer personal de Hitler y Hans Baur, su piloto, deberían haber reunido 200 litros de gasolina, según les encargara la víspera, que servirían para reducir ambos cuerpos a cenizas. «Deberá usted comprobar que los preparativos han sido hechos de manera satisfactoria y de que todo ocurra según le he ordenado. No quiero que mi cuerpo se exponga en un circo o en un museo de cera o algo por el estilo. Ordeno, también, que el búnker permanezca como está, pues deseo que los rusos sepan que he estado aquí hasta el último momento».
Lo que más preocupaba a Hitler es que los rusos lo capturaran vivo. Ya conocía las noticias de la ejecución de Benito Mussolini a manos de guerrilleros y de cómo habían colgado su cuerpo y el de su amante, Clara Petacci, boca abajo en Milán. Estaba dispuesto a que incineraran su cadáver, evitando así que quedara expuesto y exhibido en Moscú.
Luego le visitó Magda Goebbels, mujer de Joseph Goebbels, Ministro para la Ilustración Pública y Propaganda, uno de los más fieles y cercanos políticos del gobierno de Hitler, que mostraba en su rostro las huellas del sufrimiento, no sólo porque su marido y ella habían resuelto suicidarse, matando previamente a sus seis hijos. Magda, de rodillas, le imploró que no les abandonara. Hitler le explicó que si él no desaparecía, el almirante Karl Doenitz, designado por él como su sucesor, no podría negociar el armisticio que salvara su obra y Alemania. Magda se retiró mientras escuchaba el bullicio de sus hijos en las mínimas habitaciones de la primera planta. Sus hijos habían jugado el día anterior con Blondi, la perra Pastor Alemán de Hitler y sus cuatro crías, justo horas antes que fueran sacrificadas junto con la leal compañera del Fuhrer.
Hacia las 14.30, Hitler decidió comer. Eva, pálida y elegante, con su vestido azul de lunares blancos, medias de color humo, zapatos italianos marrones, un reloj de platino con brillantes y una pulsera de oro con una piedra verde, le acompañó hasta el comedor; él vestía un pantalón negro, con calcetines y zapatos a juego; la nota de color la ponía su chaqueta militar gris verdoso. Eva le dejó ante la puerta del comedor y prefirió volver a sus habitaciones, pues no tenía apetito.
En aquel almuerzo postrero acompañaron al Führer las dos secretarias que habían permanecido en el búnker, Frau Traudl Junge y Frau Gerda Christian y su cocinera y dietista vegetariana, Fräulein Manzialy. Fue un almuerzo muy parco, muy rápido y silencioso. Comieron espaguetis con salsa, en unos pocos minutos y ninguna de las supervivientes recordaba que se hubiera dicho allí una sola palabra.
Terminado el almuerzo, Hitler regresó a su habitación, pero en el pasillo se encontró una nueva despedida: sus colaboradores más íntimos le dieron entonces el último adiós: Goebbels, Bormann, los generales Krebs Y Burgdorf. Él los saludó estrechándoles la mano, pero distante. Luego se retiró a su habitación con Eva.
Cuando todos estaban esperando el estampido de un disparo, oyeron voces ahogadas en el pasillo. Magda Goebbels realizaba el último intento desesperado de salvar su mundo, de salvar sobre todo, a sus hijos y forcejeaba con el gigantesco Günsche, que medía justo dos metros, para entrar en el despacho de Hitler.
No logró vencer la oposición del gigante, pero consiguió que transmitiera al Führer, quien se encontraba a un lado de la puerta de la habitación de Hitler junto con otros dos oficiales de las SS, un último recado: «Dígale que hay muchas esperanzas, que es una locura suicidarse y que me permita entrar para convencerle».
Günsche penetró en la habitación. Hitler se hallaba de pie, junto a su mesa de despacho, frente al retrato de Federico II. Günsche no vio a Eva Braun, y supuso que se hallaría en el cuarto de baño, pues oyó funcionar la cisterna. Hitler respondió fríamente: «No quiero recibirla». Esas fueron las últimas palabras que se conservan de Hitler. Diez o quince minutos más tarde, entre las 15.30 y las 16.00 horas de aquel 30 de abril de 1945, ya estaba muerto.
Al parecer, nadie oyó el tiro que acabó con la vida de Hitler. Se suicidó de un tiro en la cabeza mientras rompía con los dientes una cápsula de cianuro. Eva Braun murió a su lado tras masticar una ampolla de veneno.
Entró en la habitación su ayuda de cámara, Heinz Linge, junto con Gunsche, Bormann, Goebbels y el recién llegado Artur Axmann, jefe de las Juventudes Hitlerianas. Los que quedaron en el exterior se asomaban para ver por encima de los hombros de éstos antes que se cerrase la puerta en sus narices. Gunsche y Linge retiraron el cadáver de Hitler envuelto en una manta de la Wehrmacht, lo sacaron al pasillo y lo subieron por las escaleras hasta el jardín de la Cancillería del Reich.
Linge logró hacerse con el reloj de su amo, pero no le sirvió de mucho porque pronto tuvo que deshacerse de él antes que lo apresasen las tropas soviéticas. Acto seguido, subieron el cuerpo de Eva Hitler, cuyos labios al parecer quedaron fruncidos por el efecto del cianuro, para dejarlo al lado del de Hitler, a poca distancia de la salida del búnker.
Empaparon ambos cadáveres con la gasolina de los bidones. Goebbels, Bormann, Krebs y Burgdorf se acercaron para darles el último adiós. Levantaron el brazo para hacer el saludo hitleriano al tiempo que lanzaban sobre los cuerpos un papel encendido.
A las 21:30 horas del 1 de mayo de 1945, un día después, la radio de Hamburgo informó que en breve haría «un anuncio grave e importante para el pueblo alemán», tras lo cual comenzó a transmitir música solemne de Richard Wagner, el compositor predilecto del líder nazi Adolf Hitler, seguido de un fragmento de la Séptima sinfonía de Anton Bruckner.
«Nuestro Führer, Adolf Hitler, ha caído esta tarde en su puesto de comando en la Cancillería del Reich luchando hasta su último aliento en contra del bolchevismo y por Alemania», dijo a las 22:20 un locutor antes de dar la palabra al comandante en jefe de la Armada alemana, Karl Dönitz, quien afirmó que el líder nazi había tenido «la muerte de un héroe» y que previamente le había nombrado como su sucesor.
El 5 de mayo, los agentes del Smersh, la agencia de inteligencia del Ejército Rojo, hallaron el cadáver de Hitler y de su pareja, Eva Braun, enterrados en un hueco abierto por una bomba en el jardín de la Cancillería.
Los cuerpos habían sido rociados con gasolina y estaban parcialmente quemados. El de Hitler era difícil de reconocer, por lo que una vez en la morgue le removieron la mandíbula para intentar identificarlo a partir de la dentadura. Esto pudo hacerse pocos días después, cuando los soviéticos ubicaron a Käthe Heusermann, asistente del dentista del Führer, quien les facilitó su historial médico y los datos requeridos con los que confirmaron que, en efecto, se trataba de él.
Posteriormente, un estudio de odontología forense realizado por los doctores Reidar F. Sognnaes, de la Escuela de Odontología de UCLA (California), y Ferdinand Ström, de la Universidad de Oslo, ratificó en 1973 que el cadáver recuperado era, en efecto, el de Adolf Hitler.
Así fueron las últimas horas en la vida de Adolfo Hitler.
Imagen portada: Shutterstock
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