Iwan Morus, Aberystwyth University | Thomas Alva Edison tuvo en 1998 un papel protagonista en un episodio de los Simpson, “El Mago de Evergreen Terrace”. Homer Simpson, deprimido por estar a punto de cumplir los 40 sin haber logrado nada importante en la vida, decide emular al inventor estadounidense y crear sus propios inventos. Crea una serie de aparatos inútiles, recibe una visita del espíritu de Edison y viaja hasta su laboratorio de Nueva Jersey, que se encuentra perfectamente conservado en el Parque Histórico Nacional Thomas Edison.
El Edison que vemos en pantalla sigue una narrativa que nos es familiar: un genio inventor e incansable trabajador que, obcecado en sus inventos, logró crear algunas de las tecnologías más innovadoras de finales del siglo XIX. Bajo esta perspectiva, el fonógrafo, la bombilla, el cinescopio y muchas otras innovaciones fueron producto de una única mente tan ingeniosa como heroica. Una imagen que encaja muy bien con la romántica idea del sueño americano que cada vez se torna más irreal.
Edison como publicista
Al propio Edison le habría encantado esta imagen suya, pues él mismo puso un gran empeño en su desarrollo. Después de inventar el fonógrafo en 1877, pasó a ser conocido como el “Mago de Menlo Park”, apodo que, aunque no fue ideado por él, expresaba a la perfección la imagen de sí mismo que quería proyectar.
En una ilustración incluida en un periódico contemporáneo aparece Edison sosteniendo una brillante lámpara incandescente, con un sombrero puntiagudo y una larga túnica decorada con imágenes de sus invenciones más icónicas. Este tipo de representaciones no solo se hicieron expresamente con la intención de promocionar a Edison, a su persona, sino que también se hicieron con la misión de reflejar los ideales predominantes del individualismo estadounidense, el ingenio y la autodeterminación.
El éxito de Edison se debió en parte a su relación simbiótica con la prensa. Era consciente de que la necesitaba para vender sus inventos y, a la vez, los editores se dieron cuenta de que el nombre de Edison vendía. En 1898, el periodista Garrett P. Serviss escribió La conquista de Marte de Edison, una novela publicada por entregas en el New York Evening Journal de William Randolph Hearst, aprovechando el éxito de La guerra de los mundos de H. G. Wells. La historia plantea un futuro que prácticamente está en manos de Edison y sus inventos. El nombre de Edison sirvió para vender un gran número de ejemplares y una historia cuyo el argumento ayudó a consolidar el mito de que sus inventos eran fruto del poder de su genio individual.
La historia de Edison es un buen ejemplo de cómo tendemos a imaginarnos el futuro: modelado por individuos extraordinarios que logran avances de enorme magnitud. Pero, irónicamente, este mito que él mismo ayudó a fomentar, está en la actualidad dinamitando su reputación y provocando sospechas sobre la autenticidad de sus logros.
Edison como hombre de negocios
El contraste entre su imagen de genio y la realidad histórica de que Edison fue pionero en la creación de una cadena de producción intensiva de inventos es bastante notable. Cuando instaló su laboratorio en Menlo Park, y más tarde en West Orange, creó un nuevo enfoque colectivo para el negocio de la invención.
El gran volumen de patentes que estos laboratorios produjeron fue posible gracias a la experimentación sistemática, no a momentos de inspiración puntuales. Además, Edison siempre tenía en mente la estrategia para vender sus próximos productos. La bombilla ilustra esto perfectamente, pues su diseño no surgió por arte de magia; Edison organizó equipos de experimentación encargados de probar rigurosamente muestra tras muestra hasta dar con el material que mejor funcionara como filamento.
Edison sabía que crear inventos aislado del mundo era contraproducente: había que venderlos en un sistema que valora lo práctico. Inventar la bombilla e idear sistemas de generación y transmisión de electricidad eran dos cosas que iban de la mano. Esta forma de pensar de Edison, “a lo grande”, hizo que sus compañías resultasen muy atractivas para poderosos inversores como J. P. Morgan.
Edison y otros como él (Nikola Tesla, por ejemplo) se esforzaron mucho en promover, e incluso inventar, la imagen del inventor como un individuo iconoclasta, creador de un futuro inimaginable. Esta visión romántica y seductora pervive aún, pero los historiadores que estudian a Edison cada vez nos dejan más claro que el mito no se corresponde con la realidad.
Rescatando a un ídolo estadounidense
Esta falta de correspondencia entre realidad y fantasía ha hecho que muchos le den la vuelta a la imagen tradicional que tenían de Edison. Si ya no es el héroe de la invención, tendrá que ser el villano. Edison, el experto inventor, ha pasado a ser el trapichero, el manipulador de la prensa, el que robó el trabajo de otros.
Resulta irónico que tanto los detractores de Edison como sus admiradores puedan pensar que la invención es un negocio individual. Si no lo hubiera hecho Edison, ¿quién lo habría hecho? De forma más matizada, se podría argumentar que lo que realmente demuestra la historia de Edison es que la naturaleza de cualquier trabajo inventivo es inevitablemente colectiva.
Esto es especialmente relevante ahora y puede que sea uno de los motivos por los que la reputación de Edison está cayendo en picado. A medida que nos vamos enfrentando a retos existenciales de la talla del cambio climático, nuestra visión de la innovación y de aquellos que están más cualificados para dirigirla empieza a adquirir una importancia sin precedentes. Las historias que una vez contamos sobre cómo nos abriríamos paso hacia un futuro mejor y sobre aquellos a los que confiaríamos dicha misión empiezan a resultar muy poco convincentes. ¿Es responsabilidad de unos pocos héroes puntuales inventar (y reinventar) el futuro? ¿O es responsabilidad de todos nosotros?
Quizás el rechazo del mito de Edison no pueda ser más oportuno, pero no conviene confundir la hierba con la maleza. Puede que vaya siendo hora de entender que para que el mundo de la invención llegue a alcanzar su máximo esplendor es necesario un esfuerzo colectivo.
Iwan Morus, Professor of History, Aberystwyth University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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