Nos han enseñado que la vida termina cuando dejamos de respirar, ese momento en que por enfermedad o accidente el corazón deja de latir y de nosotros solo queda un cuerpo, el espíritu que moraba allí ha emprendido un viaje sin regreso. No siempre es así, con el paso del tiempo he aprendido que hay otras formas de morir y que a veces nos toca vivir entre muertos que aun respiran.
Recuerdo al Sr. Martín. Sonriente, animado, en esos días en que le gustaba escucharnos cantar los coros de la iglesia. Siempre decía que había olvidado la letra de las canciones para que nosotros la termináramos de cantar. Amable, sabio y con una alegría de vivir que parecía contagiarse a quienes le rodeaban, hasta que de buenas a primeras las cosas cambiaron. El hombre de rostro alegre pasó a ser una persona de expresión neutra, ya no sonreía, no cantaba, ni siquiera extendía el brazo al saludar. Hace ya más de 15 años y todavía no logro entender qué pasó, su alegría se había ido y con ella parecía haberle abandonado la vida. Cada vez que lo veo extraño la sonrisa y el buen ánimo que alguna vez fuera su carta de presentación, es como si estuviera ante la lápida de nuestro amigo feliz.
En segundo lugar voy a mencionar el caso de un familiar, el típico hombre atractivo de la casa. Alto, elegante, bien remunerado y con un largo historial de conquistas amorosas que le hicieron creerse rey del universo, los dulces cumplidos de mujeres fáciles le subieron los humos a la cabeza y llegó a pensar que su galantería lo absolvía de sus responsabilidades. Un accidente cerebrovascular hizo que se derrumbara el castillo que había construido a su alrededor. No murió, pero se comunica con dificultad, no recuerda a muchas personas y pasa los días frente a la televisión o sentado en la terraza con la mirada perdida en el infinito, como buscando la vida que alguna vez tuvo.
Por último hablaré de mi nuevo conocido, el Sr. Miguel. Le pedí una información en el trabajo, me atendió con una tranquilidad y decencia que no eran comunes en él, y ante los rostros sorprendidos de las muchachas de la oficina me respondió, las miró y les dijo: Yo solía ser buena persona, la vida me ha cambiado. La prepotencia, pedantería y sus escandalosos perfumes son la carta de presentación de Miguel. Siempre hablando de autos costosos, inversiones millonarias, ropa de marcas reconocidas y la «buena vida». No se ha dado cuenta de que no puede tener buena vida aquel que, aunque respira, ha muerto y morimos en el momento en que nos desprendemos de lo mejor de nosotros.
He citado estos tres casos porque en un mundo donde se habla mucho de vida lo que menos hacemos es vivir. La realidad no es color de rosa, la vida personal y profesional se complica a medida que crecemos y/o escalamos puestos, vamos de un año a otro descubriendo que lo que pensábamos nos liberaría se convierte en una nueva complicación, vamos de una empresa a otra descubriendo que muchas veces los responsables de los éxitos empresariales no son los que salen a figurear a las ruedas de prensa, pero no debemos dejar que estas cosas maten la alegría y la bondad en nosotros. La «buena vida» tiene más que ver con el ser que con el tener, parte de la plenitud de las personas, de sus virtudes y valores; se refleja en el trato que damos a los demás, en la energía que transmite nuestra presencia en los lugares en donde estamos. Los bienes materiales son buenos porque nos acomodan, pero cuando estos empiezan a determinar lo que somos algo está muriendo en nosotros.
Los veo, me veo y mi única petición es que ninguna pena espante la alegría de mi ser como se espantó la de Martín, que los desencantos en el mundo profesional no me conviertan en una persona fría y arrogante como Miguel, pido también sabiduría para aprovechar de la mejor forma posible mis días, con los míos, para que si en alguna ocasión se van mis recuerdos o mis facultades de comunicación y acción, el amor que un día sembré en las personas a mi alrededor me haga compañía y ayude a mi mirada perdida a encontrar el camino de vuelta a casa.
Una colaboración de @Fioresita
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