En mi lista de películas favoritas siempre habrá un lugar para «La vida es bella». Fue una de las mejores lecciones que nos diera Sor Arisleida en la clase de religión en el colegio, ella siempre lograba hacernos reflexionar, y al final, una hora resultaba muy corta por los niveles de interacción que conseguía cada semana. Recuerdo ese día como ahora, nos llevó al salón donde las monjas veían televisión y nos pone esta película en italiano sin importarle que nosotros solo hablábamos español, ella sabía que si prestábamos atención captaríamos el mensaje.
Ahí estaba Guido, haciendo tonterías con su amigo. Yo empezaba a creer que estaba ante la hora más eterna y aburrida de mi vida, ¿quién me iba a decir que trece años más tarde (yo misma no puedo creer que ha pasado tanto tiempo) estaría escribiendo sobre las lecciones que aprendí ese día.
Osado, un poco loco, enamorado y empeñado por hacer de su precaria realidad el mundo perfecto para vivir con su princesa. Una escena tras otra Guido nos enseña con una maestría singular a pulir el lado opaco de la vida. Con tal creatividad, romanticismo y pasión ¿quién no querría ser su princesa? Pero pertenecía a un momento histórico maldito donde el racismo y la diferencia de clases conspiraron para destruir el maravilloso mundo que había creado para ellos en una humilde casa con un hermoso jardín a la entrada.
Hace poco, conversaba con un amigo venezolano sobre la realidad de su país (que no está precisamente en su mejor momento), entre enfadado y preocupado me decía todas las cosas relacionadas con su carrera y su futuro que le agobiaban. Los políticos, el sistema, el hecho de que llega un momento en que te encuentras entre la espada y la pared; a veces es preciso sacrificar tus ideales para poder tener una vida decente y, cuando eres una persona de buenos principio, es muy fuerte adaptarse a una realidad así. Ese tipo de conversaciones elevan mis niveles de indignación porque también me veo a mi. Pienso en mi afán por hacer las cosas bien, por cumplir como hija, como ciudadana, como profesional y encontrarme de frente un mundo que funciona por influencias, donde también hay que tragarse lo que uno cree, lo que uno es, para poder avanzar en ciertas esferas. Pero me acordé de Guido.
Estando en un campo de concentración hizo lo imposible para que su pequeño hijo creyera que todo se trataba de una un juego por su cumpleaños, Guido pintó el infierno de paraíso. Cuando desafió la seguridad de aquellos guardias sin escrúpulos para enviar un mensaje a Dora (su princesa), nos enseña hasta donde llega el amor (y por creer en esa clase de amor siempre seré una dreamer). No soy partidaria de vivir en una burbuja, pero a veces hace falta atreverse a creer que las cosas pueden ser distintas para poder vencer o cambiar la desgracia. Si nuestro personaje se resigna a que enamorar a Dora era imposible, la pobre hubiera quedado condenada a casarse con el aristócrata frío y odioso con la que estaba prometida, si no hubiera escondido a su hijo e inventado aquella historia de la competencia, el pequeño hubiera muerto y él hubiera pasado sus días en el campo de concentración como un desgraciado más al quien le tocó aquella durísima realidad. Pero era feliz cada vez que veía la carita tierna de su pequeño cuando salía de su escondite al final del día y, en cierto modo, siempre tuvo la esperanza de llegar a casa, darse un baño y hacerle el amor unas cuantas veces a su princesa.
Al final, nuestro querido personaje italiano muere, pero gracias a sus locuras Dora vivió el amor de su vida y su hijo nos contó la historia del mejor padre del mundo. La vida es dura. A veces nos tocan realidades injustas y a veces nosotros mismos la complicamos hasta hacerla injusta. Pero hay que ser un poco osados, hacernos un poco los locos e imaginar que al final de todo este rollo, si nos esforzamos, conseguiremos el premio, como Guido.
Por @Fioresita
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