Zoila Martínez Beltrán, Universidad Complutense de Madrid
“Deseo mostrar al mundo, tanto como pueda en esta profesión musical, la errónea creencia de que solo los hombres poseen los dones del arte y el intelecto, y de que estos dones nunca son dados a las mujeres”.
Así de contundente se posicionaba la compositora Maddalena Casulana (1544-1583?) en la dedicatoria de Il primo libro di madrigali a Isabella de Médici.
Ciertamente, en el presente estas reivindicaciones siguen aún estando candentes. El olvido de las mujeres en la historia de la música y en otros tantos discursos sobre el pasado es una amnesia que hasta hace relativamente poco se asumía como una construcción natural absolutamente integrada en nuestra memoria colectiva. Sin embargo, en las últimas décadas en el ámbito de la investigación se ha cuestionado críticamente si desterrar a tantas voces femeninas de manera rutinaria se basaba realmente en algún motivo de peso.
Eduardo Zazo afirma en el Glosario del fracaso que «un colectivo condensa su propia imagen en el conjunto de nombres, personajes, escenas, relatos etc., que desea recordar y en aquellos que prefiere dejar de lado». Visto de otro modo, la omisión de estas mujeres nos da también la oportunidad de desgranar cómo las sociedades previas a nosotros han configurado su memoria, es decir, en función de qué criterios han construido su relato.
En este sentido, resulta fascinante desvelar la multiplicidad de factores que operan en el caso de la historia de la música y que han conducido a difuminar en el tiempo –o, mejor dicho, a difuminar del canon histórico– a estas mujeres.
Podríamos hablar de la priorización de la figura masculina, por supuesto, pero reducir la problemática a esto sería, quizá, simplista. El ensalzamiento de la creación musical, del acto de componer, ha favorecido, por ejemplo, que muchas mujeres intérpretes fueran dadas de lado. La propia historiografía feminista se ha centrado obsesivamente en encontrar mujeres compositoras cuando había un número desorbitante de cantantes de ópera famosísimas en su época.
En cualquier caso, e independientemente del acierto o desacierto con que la historiografía haya gestionado la información, lo cierto es que si observamos las trayectorias de las mujeres músicas desde la Edad Media en adelante no cabe duda ni de sus capacidades, ni de su productividad, ni de su resiliencia.
Sin duda, el tema es complejo, lleno de aristas y difícil de resumir, pero… ¿y si intentamos, al menos, comprender cómo estas mujeres lograron dedicarse a la música y de qué manera desempeñaron esta disciplina a lo largo de la historia?
Lo que sucede, conviene…
Si hay algo en común a lo largo de la historia de las mujeres en la música es la flexibilidad de actuación y pensamiento de aquellas que buscaron dedicarse, de un modo u otro, al quehacer musical. Esto facilitó que, dentro de las circunstancias particulares de cada caso, estas mujeres lograran sacar el máximo partido a sus destrezas musicales.
Encontramos circunstancias en las que el acceso a la música era ciertamente sencillo puesto que esta se consideraba parte de su educación femenina e incluso religiosa. Dos ejemplos de esto son la abadesa Hildegard von Bingen (1098-1179) y Chiara Margarita Cozzolani (1602-1678?). Aunque eran de épocas distintas, ambas se dedicaron a la música como parte de su oficio religioso pero sabiendo sacar de ello el máximo provecho, convirtiéndose en prolíficas y hábiles compositoras.
La reina Isabel I de Inglaterra es otro buen ejemplo de esto. Se la había instruido en tocar el virginal, el laúd y otros instrumentos de plectro, además de cantar y bailar, ya que eran atributos indispensables para una figura regia como ella. No obstante, supo reconducir la opinión general en torno a estos talentos (que solían considerarse como sensuales y frívolos) para que fueran contemplados como muestras de su inteligencia, racionalidad y armonía mental. En resumen: como elementos afianzadores de su poder y autoridad.
Un caso similar es de la princesa Maria Antonia Walpurgis de Baviera (1724-1780) que, de hecho, desde su posición privilegiada, logró una gran difusión de sus obras gracias a la publicación de sus trabajos con la editorial Breitkopf –que aún hoy es una de las editoriales más prestigiosas en el campo musical–.
En otros casos, las circunstancias familiares o del entorno familiar directo fomentaron el desarrollo de estos dones musicales. Pauline Viardot (1821-1910) o Adelina Patti (1843-1919), entre otras, provenían de sagas de cantantes que, por supuesto, apoyaron a sus hijas en el desempeño de su profesión como prima donne.
Además, en el caso de Viardot debemos señalar que su marido contribuyó mucho a que ella pudiera dedicarse a su oficio. Louis Viardot cuidó asiduamente de sus hijos, igual que lo hicieron otros como Enrique Naya, cónyuge de la soprano de coloratura española Ángeles Ottein. Indudablemente, fueron tremendamente avanzados para su época, ya que favorecieron la conciliación familiar y laboral de estas cantantes además de apoyarlas moralmente en su empeño.
Desafortunadamente, esto no era lo habitual sino honrosas excepciones. Por ejemplo, la cantante Lillian Nórdica (1857-1914) tuvo que lidiar con los disparates de su marido, Frederick Gower, que incluso llegó a quemar sus libros de partituras para que no pudiera cantar.
Cécile Chaminade (1857-1944) se topó con la negativa de su padre para estudiar en el Conservatorio de París, pero esto no frenó su iniciativa. Se nutrió de la enseñanza privada para alcanzar su propósito. Y en 1913 se convirtió en la primera mujer compositora a la que se concedió la Legión de Honor en Francia. Ciertamente, estas mujeres eran imparables.
“Yo soy muy mía, yo me transformo”
Otro aspecto interesante de las mujeres en la historia de la música es el ingenio con el que dieron salida a su inquietud musical. Si no eran intérpretes, eran compositoras, si no, gestoras, y si no, se inventaban alguna otra manera de ocuparse de lo que consideraban prioritario: la música.
Isabella d’Este y Lucrezia Borgia fueron auténticas organizadoras de eventos musicales, además de intérpretes musicales, en el Renacimiento italiano. Sus celebraciones en la corte fueron tremendamente conocidas en la época. Ellas gestionaban el presupuesto destinado a estas ocasiones y se ocupaban de que todo saliera como estaba previsto.
Jeanette Thurber (1850-1946) fue una emprendedora avanzadísima que fundó el National Conservatory of Music en Nueva York. Además, propuso becas para que las minorías de color y otros grupos sociales marginados pudieran acceder a la educación musical superior si poseían talento para hacerlo.
Louise Farrenc (1804-1875), compositora y pianista, se dedicó a estudiar la música del siglo XVII y XVIII para tecla y a recuperarla en conciertos que organizaba bajo el nombre de séances historiques, una empresa muy pionera para la época.
Emma Carelli (1877-1928), además de haber sido una afamada soprano dramática, se convirtió en empresaria operística del Teatro Costanzi de Roma a partir de 1912 y durante quince años gestionó el teatro y sus fianzas, sosteniendo su supervivencia a pesar de las deudas.
Podríamos seguir con una larga lista de nombres, pero ¿de qué serviría?
La integración de estas mujeres en nuestra memoria colectiva no consiste en adherirlas a un inventario sino en seguir divulgando sus trayectorias, en incluir su música en los conciertos (no por cumplir con lo políticamente correcto, sino porque realmente algunas de sus obras son maravillosas) y en evitar justificar que su silencio en la historia ha tenido algo que ver con su calidad intelectual o musical.
Zoila Martínez Beltrán, Musicología, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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