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Las abdicaciones en la historia

Las abdicaciones en la historia

«Estoy decidido a casarme con Mrs. Simpson y a marcharme”. Sin asomo de duda, Eduardo VIII de Inglaterra pronunció estas palabras y abdicó el 11 de diciembre de 1936, tras diez meses de reinado –había subido al trono el 20 de enero de ese mismo año al morir su padre, Jorge V–. La razón del abandono, que causó un gran escándalo, fue su amor por Wallis Simpson, una estadounidense dos veces divorciada a quien el 3 de junio de 1937 convirtió en su esposa. La boda se celebró pese al rechazo de la familia real, que no acudió, del Gobierno británico y de la Iglesia anglicana. Tras la renuncia, le sucedió su hermano Jorge VI. Wallis y Eduardo, nombrado duque de Windsor, pasaron el resto de sus días exiliados en Francia, viajando y alternando con la jet set.

Otra abdicación sorprendente fue la de Balduino I de Bélgica en 1990, porque duró dos días. Se produjo a raíz de la aprobación por el Parlamento de la ley del aborto, que Balduino, debido a sus convicciones católicas, se negó a firmar, pese a que estaba obligado por la Constitución. Como no pudieron convencerle, se adoptó una solución de compromiso: el 4 de abril el monarca abdicó y el Gobierno de Wilfried Martens asumió la regencia. Entonces el Consejo de Ministros firmó y sancionó la ley, que entró en vigor, y al día siguiente la cámara de diputados declaró, con 245 votos a favor y 93 abstenciones, que Balduino volvía a ocupar el trono de los belgas.

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Más de tres siglos atrás, en junio de 1654, Cristina de Suecia había sorprendido a su pueblo al abdicar de la Corona. Fue un acto inesperado, sobre el cual la inteligente reina, amiga de Descartes y de tantos intelectuales, nunca llegó a explicar bien la causa. Cuando el Consejo del Reino le requirió que justificase su renuncia contestó: “Si el Consejo supiera las razones no le parecerían tan extrañas”. La crisis venía precedida de una gran polémica por la tozuda negativa de la reina a casarse, pues consideraba el matrimonio un “espantoso yugo”.

Su soltería causó estupor y todo tipo de interpretaciones. Algunas biografías señalan sus tendencias homosexuales, aunque también se dice que estuvo enamorada del embajador español Antonio Pimentel de Prado, relación evocada en La reina Cristina de Suecia (1933), película en la que Greta Garbo interpretaba a la soberana. No menos asombro causó a sus conciudadanos, fervientemente luteranos, la posterior decisión de la ya exreina de convertirse al catolicismo.

Érase una vez en Roma

Pero la abdicación tiene precedentes aún más lejanos. La primera renuncia conocida a una máxima instancia de mando no la protagonizó un rey, sino un dictador. Fue Lucio Cornelio Sila, quien se había apoderado del gobierno de la República romana en el 81 a. C. con un mandato que no establecía ninguna limitación temporal. Tras una guerra civil, este político implacable restauró la paz mediante el terror y la proscripción de sus enemigos, para abandonar el poder apenas dos o tres años después.

Se ha atribuido esto a su convencimiento de que el trabajo de estabilizar las instituciones había sido completado, por lo que era el momento de volver al orden tradicional. También habría jugado un papel una mujer, la joven y seductora Valeria Mesala, que se convertiría en su quinta esposa. Valeria abordó a Sila por primera vez durante unos juegos circenses, cuando se le acercó y le arrancó un hilo de la toga. El sorprendido político le preguntó por qué lo hacía, y ella contestó: “Quiero yo también tener un poco de tu suerte”.

Fuera la que fuese la razón de la renuncia, no recibió el elogio de sus contemporáneos. Julio César, que acabaría por ser uno de sus sucesores más aventajados, dijo que Sila “no sabía ni las primeras letras del oficio de político” al tomar la decisión de abandonar. Él consideraba que la dictadura, ejercida de forma permanente, era la mejor manera de salvar Roma y mantener su imperio mediterráneo. César, que aspiraba a la monarquía y renegaba de la tradición republicana, decía que era más difícil caer del primer rango al segundo, que del segundo al último. Su criterio es, sin duda, el que más ha predominado entre los reyes y líderes, que no abandonan el cargo hasta el último estertor. Por eso siempre resulta sorprendente una abdicación.

De hecho, en la historia romana tuvieron que pasar casi cuatrocientos años. El protagonista fue Diocleciano (244-311), uno de los emperadores más influyentes, nacido en Dalmacia –hoy una región de Croacia–. Había creado el sistema de la tetrarquía, con cuatro máximos gobernantes, dos augustos, de mayor rango, y dos césares, con categoría de príncipes y herederos. De esta manera aspiraba a conseguir un mejor gobierno de los vastos territorios imperiales. Los primeros augustos fueron él mismo –desde el año 284– y Maximiano –desde 286–. Ambos se daban el tratamiento de hermanos. En 303, Diocleciano celebró los veinte años de reinado y empezó a hacer planes para facilitar su sucesión, intención a la cual había comprometido también a su hermano.

El plan de jubilación se aceleró durante una campaña bélica, cuando Diocleciano contrajo una enfermedad que le fue debilitando progresivamente. Tras desvanecerse en la ceremonia de inauguración de un circo, surgieron rumores sobre su muerte. Desapareció de la escena pública y uno de los césares, Galerio, lo convenció para que concretase su renuncia. El 1 de mayo de 305 convocó una asamblea militar en la ciudad de Nicomedia y, solemnemente al principio pero pronto presa de las lágrimas, reveló su mala salud y la necesidad de ceder el título de augusto a Galerio

.Al enfermo Diocleciano le sentó muy bien la abdicación. Se retiró a un monumental palacio que había ordenado construir en la ciudad dálmata de Spalatum (actual Split), junto al cálido mar Adriático, donde vivió seis años más. Allí se aficionó a la jardinería, y, cuando vinieron a tentarle para volver a vestir la púrpura imperial, contestó con una célebre frase: “Si pudieseis enseñar a quien os envía las legumbres que cultivo en mi palacio, no me haríais tal propuesta”.

Dimisión forzosa

Pero no todas las abdicaciones son tan idílicas. A veces, se trata de un púdico velo levantado para ocultar una realidad más dramática. Así ocurrió con el monarca inglés Ricardo II, que había mantenido una relación complicada con los nobles a lo largo de su reinado. En la década de 1390, Ricardo entró en una deriva autoritaria, se hacía llamar “su real majestad” en lugar del habitual “alteza” y usaba con mayor discrecionalidad las prerrogativas reales. La desconfianza de la aristocracia llegó a su paroxismo cuando el rey decidió quedarse con las propiedades de un prohombre fallecido, Juan de Gante, que era además su tío, mientras condenaba al hijo de este, su primo Enrique de Bolingbroke, al exilio de por vida.

La nobleza se sintió amenazada en lo más sustancial: sus tierras. Reaccionaron con una rebelión que trajo de vuelta a Bolingbroke. Ricardo, a quien los acontecimientos sorprendieron en Irlanda, fue capturado a su vuelta y encerrado en la Torre de Londres. Para mantener la ficción de una continuidad legal, se le obligó a renunciar al trono. Lo hizo “con aire risueño”, según crónicas sin duda poco objetivas; mientras leía un documento en el que declinaba mantener su regia condición, declaraba su indignidad para ella y reconocía a su primo Enrique como nuevo monarca. Después fue encerrado en el castillo de Pontefract, en Yorkshire, donde moriría, quizá asesinado, al año siguiente de esta forzada abdicación. La historia inspiró la tragedia de Shakespeare Ricardo II .

En España, la abdicación más trascendente fue la del emperador Carlos V. Dueño de medio mundo, del Perú al Báltico, con Europa unida bajo su corona, al final de su vida se encontraba muy enfermo de gota y padecía depresión. Se temía que hubiese heredado los desórdenes mentales de su madre Juana la Loca.

Como su hijo Felipe ya había cumplido veinte años, dos más de los que tenía el propio Carlos cuando fue proclamado emperador, decidió pasarle el testigo para que liderase una época distinta, en la que los intereses nacionales se estaban imponiendo sobre el proyecto de la unión imperial. Sin embargo, no pudo cumplir su voluntad, ya que la oposición de su hermano Fernando le obligó a entregar a este la corona del Sacro Imperio Germánico, mientras Felipe II se quedaba con el gobierno de España, la potencia hegemónica del momento. Una fastuosa ceremonia celebrada en Bruselas el 25 de octubre de 1555 marcó la abdicación de Carlos V, quien se mostraba contento de su decisión.

En su discurso dijo a Felipe II: “Si más tarde deseáis, alguna vez, buscar como yo el reposo en la vida privada, ojalá tengáis un hijo que merezca que le tendáis el cetro con tanta alegría como yo lo hago hoy”. Meses después, Carlos V viajó por mar desde Flandes a España. Tras desembarcar en Laredo (Cantabria) y recorrer Castilla en un periplo de un mes y tres semanas, llegó al recóndito destino escogido como retiro: el monasterio de Yuste, en la comarca cacereña de La Vera, cuyo buen clima le habían recomendado para la gota. Sin embargo, no contaba con los mosquitos, que le contagiaron el paludismo, del que murió en 1558, a los 58 años de edad.

Recientes abdicaciones

Los nuevos tiempos han propiciado curiosos abandonos. El caso más reciente es el del soberano de Liechtenstein Hans-Adam II, quien en 2003 montó un referéndum en el pequeño principado para revisar la constitución y aumentar sus poderes, y amenazó con su partida y la de su familia a Austria si no era aprobado. El 15 de agosto de 2004, delegó las decisiones de gobierno en su hijo, el príncipe Luis, para preparar la transición, aunque oficialmente Hans-Adam continúa siendo jefe de Estado, además de ser dueño del grupo bancario LGT y una fortuna personal de 3.500 millones de dólares, según la revista Forbes.

¿Es normal que los Papas se retiren?

Ni estando enfermos se retiran los pontífices. Ahí está el ejemplo de Juan Pablo II, que aguantó en el cargo hasta su muerte en 2005, con 84 años, pese al deterioro de su salud. Por eso, llama la atención el caso de Celestino V (siglo XIII). Se llamaba Pietro Angelerio y desde joven tuvo vocación por el ascetismo y la soledad de los ermitaños (vivió en una cueva del monte Morrone). Tras la muerte de Nicolás IV en 1292, los cardenales estuvieron más de dos años sin acordar un sucesor. El propio Pietro había profetizado grandes males para la Iglesia si esta no escogía un buen líder.

La profecía llegó a oídos de los cardenales y, de repente, su figura de eremita de vida santa pareció la mejor opción. Pronto se vio que Celestino V –nombre con el que asumió Pietro el papado– era un buen hombre, pero ingenuo e ignorante –apenas sabía latín– para regir la maquinaria política y diplomática eclesial. Duró cuatro meses al frente de la Iglesia, durante los cuales fundó la orden de los celestinos, antes de renunciar al cargo para volver a la vida de ermitaño, cosa que no le fue permitida. Murió asesinado, tal vez por orden de su sucesor Bonifacio VIII.

Abdicaciones en España

En España, la Revolución de 1868 y la huida de la odiada reina Isabel II dieron lugar a un Gobierno provisional presidido por el general Serrano. Tras aprobarse la Constitución de 1869, que establecía como régimen la monarquía parlamentaria, los prohombres del momento tuvieron que buscar un rey que apoyase la democracia. Lo encontraron en el príncipe italiano Amadeo de Saboya, pero el experimento duró poco más de dos años, desde el 16 de noviembre de 1870 al 11 de febrero de 1873. El rechazo de la aristocracia, partidaria de restaurar a los Borbones, las crisis de gobierno y la guerra carlista acabaron por echar a Amadeo, que decidió regresar a Turín. Tras su renuncia, se instauró la I República.

Monarcas sin corona. En 1931, el apoyo popular a la II República empujó a Alfonso XIII a dejar el trono, pero no llegó a abdicar formalmente. “No renuncio a ninguno de mis derechos, porque más que míos son depósito acumulado por la historia, de cuya custodia ha de pedirme un día rigurosa cuenta”, proclamó. Finalmente, en 1941, días antes de morir en su exilio de Roma, abdicó en su hijo don Juan. Este, a su vez, en 1977 transmitió el cargo, sin haber llegado a ocuparlo, a su hijo Juan Carlos, que ya ejercía de rey, pues había sido proclamado por las Cortes dos años antes.

Fuente: Muy Interesante

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