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Culpa y enajenación del yo

Culpa y enajenación del yo

Por Juan Pablo Quintero Calcaño | Las personas somos seres éticos. El don de la consciencia está acompañado del deber moral de rendir cuenta de nuestros actos o comportamiento ante los demás y, más importante aún, frente a nosotros mismos. Detrás de esa obligación de dar justificación racional de todo cuanto hacemos se oculta una verdad densa y difícil de eludir. Hablamos del vínculo o nudo gordiano que ata la propia identidad a las acciones emprendidas de forma voluntaria o involuntaria. Somos responsables hasta de decidir no hacer nada. Modelamos el “yo” a partir de los actos de nuestra voluntad y las omisiones del alma titubeante.

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Quien somos es el resultado de nuestro hacer cotidiano. La huella impresa sobre el mundo puede ser resultado de la deliberación consciente o de la absoluta irreflexión. Jean Paul Sartre definía el mundo como un teatro donde somos actores y espectadores en equivalente proporción. Ese rol dual determina nuestra proyección hacia el mundo y los términos de intercambio en las relaciones humanas. Hannah Arendt, en su libro La vida del espíritu, hace exégesis de esa propuesta existencialista, hasta desarrollarla con mayor profundidad. Según la filósofa alemana los actores están limitados en su capacidad de entender sus propias acciones y deben hallar el significado o repercusiones de todo acto personal en la mirada del otro. Los espectadores con su juicio y testimonio revelan el sentido de la vida propia. En el teatro del mundo, la perspectiva de los demás juega un papel determinante en la construcción de la identidad del yo.

Por otro lado, Thomas Hobbes defendía que el instinto de autopreservación es la ley natural del hombre. De hecho, es casi imposible de eludir en momentos de crisis o amenaza, la lógica de la supervivencia se activa como resorte instintivo. Cualquier dilema ético nos empuja a la encrucijada de un conflicto interno entre la defensa del interés propio y la obligación moral sensibilizarse por el bienestar de los demás. Condolerse del sufrimiento implica el abandono de la propia comodidad y cuotas importantes de autosacrificio. Esa empatía hacia la alteridad o el destino de los demás exige desdoblarse hasta olvidarse momentáneamente de sí mismo.

Aristóteles llegó a definir tres tipos de amistad a partir de las motivaciones detrás del vínculo. Las amistades, es decir, la búsqueda de la compañía del otro, puede tener por móvil el interés mutuo o principio utilitario, la diversión del placer mutuo o en casos excepcionales la genuina preocupación por el bienestar del amigo. En ese último caso nos topamos con la genuina amistad. La amistad auténtica es definida por Aristóteles como un alma en dos cuerpos. Es entender la asociación a los demás en términos de devoción voluntaria y compromiso responsable. A cierto círculo de elegidos se les otorga la misma incondicionalidad y lealtad que solo se encuentra en la esfera íntima del amor propio. Es tratar al amigo como un segundo “yo”. Desear para al otro lo que desearías para ti mismo. Es asumir de forma natural la misión de resguardar el bienestar del otro, más allá de cualquier cálculo de interés o maximización de beneficios personales de las leyes de la reciprocidad.

Asimismo, la tradición filosófica del dualismo metafísico ha sobrevivido, de alguna manera, hasta nuestros días en el imaginario moderno. La escisión o factura de la identidad propia en cuerpo y alma reitera la inclinación histórica de definir la vida interior en términos de conflicto. En la esfera íntima de cada sujeto está internalizada el impulso de fuerzas contradictorias. Existe una dialéctica o pulso persistente entre lo subjetivo y lo objetivo, lo material y lo espiritual, lo físico y lo metafísico, lo sensible y lo inteligible. La síntesis plena de nuestra identidad requiere aceptar esa doble condición de la existencia humana. Sin embargo, la interdependencia entre el alma racional y el cuerpo biológico suele aceptarse como factor determinante en la relación del yo con el yo. Ese diálogo aspira al equilibrio o balance en la gestión de ambas fuerzas.

El gobierno de sí mismo puede explicarse desde la perspectiva del duelo entre los mandatos racionales y las dudas sembradas por las pasiones del corazón. El cuidado del alma. De esta concepción la usual visión del cuerpo como prisión del alma o sepultura de la libertad espiritual. El cuerpo nos somete y esclaviza. La muerte era concebida por Sócrates como purificación o liberación definitiva. Es la cura contra todos los males del mundo. Esa visión de la vida como enfermedad abre el debate sobre la posibilidad de entender la reflexión filosófica como camino hacia la moderación de la dependencia al cuerpo. La filosofía nos prepara para la muerte y despedirnos del mundo antes de la despedida definitiva. El desapego a la dimensión material, es decir, la regulación racional de las pasiones, aligera en el abandono del entorno mundano y la aceptación del fin de la vida.

Cuando la muerte espiritual se anticipa a la muerte física te aguarda la muerte en vida. Para Sócrates la muerte moral es peor destino que la muerte biológica. En este sentido, tu alma se estrecha hasta colmarte de vacío. La muerte moral es peor destino que la muerte biológica, porque la mala consciencia acaba con la paz mental y trunca toda posibilidad de estar a solas consigo mismo o dialogar en buenos términos. La soledad se torna suplicio insoportable.  El diálogo truncado del yo con el yo se torna conflictivo porque las malas decisiones nos envilecen o conducen a lugares indeseables.

Según el sentir socrático: “El alma es lo que está dentro de nosotros en virtud de lo cual se nos dice sabios o necios, buenos o malos”. En la Apología de Sócrates, El Banquete, Fedón y Critón abundan referencias a la teoría del daimon. Esa suerte de demonio interior o espíritu protector que habita en la mismidad de cada persona. Puede entenderse como la voz de la consciencia que recuerda la senda del buen camino hacia el cuidado de sí mismo. Sócrates identificaba personalmente el “daimon” con la voz íntima o demonio interior a la que se escucha y obedece. Era voz divina que se manifestaba para darle a entender lo que debe hacer o indicarle qué es lo correcto en cada ocasión. El “buen daimon” socrático era combinación de buena fortuna y buen carácter. Nos ayuda a deducir el bien en cada situación y nos orienta en el proceso de deliberación.  La prudencia encuentra en ese diálogo del yo con el yo una guía para obrar de forma acertada.

Según la interpretación moderna de Hannah Arendt, quien ignora a su daimon renuncia a pensar, apuesta por la irreflexión y se entrega al gobierno de los impulsos. La pasividad interior frente las fuerzas exteriores puede apartarte de la adecuada gestión de la vida propia y abusar de forma negligente del don natural de la libertad. Tu voluntad termina sometida a los mandatos del mundo contingente. Oír al daimon equivale a cuidar del alma.  El deber de toda persona, poseedora de un alma racional, es “dar cuenta” de su obrar en el mundo, en otras palabras, tener una justificación racional de lo que se cree y se hace (fundamento racional de pensamientos y acciones). Cuando se actúa o se afirman ideas, sin poder ofrecer ninguna justificación racional, somos indiferentes a ese deber de cuidar del alma propia o desenvolvernos responsablemente entre los hombres.

Otra opinión socrática, incluida en el diálogo Critón, nos advierte que es peor hacer daño que recibirlo. La víctima que sufre el mal o resulta agraviada tiene la ventaja del tiempo y los efectos del olvido. La posibilidad de perdonar y sanar gracias el inexorable paso de la desmemoria. Sin embargo, el perpetrador vive asediado por el recuerdo de su crimen y la mala consciencia que perturba la relación consigo mismo. Las malas acciones lo corrompen y trastornan su identidad posterior. En momentos de soledad resurge el remordimiento y la plena consciencia del mal ocasionado en otros, perseguido por la paranoia de haberse ganado la animosidad de muchos enemigos vive a la sombra de su propia locura, la pérdida de la serenidad interior y asfixiado por el asedio de la desconfianza hacia todos.

El miedo puede ser entendido como falta de moderación o debilidad de carácter en el dominio de las pasiones. Huyes de tu responsabilidad por miedo a asumir las consecuencias. Entre el interés propio y el deber moral, puede flanquear la voluntad. Existe un abismo entre la voluntad y el acto. En esa distancia habitan los pensamientos. La deliberación interior puede dar rienda suelta a escenarios hipotéticos indeseables. Y obligarte a tomar decisiones precipitadas. De alguna manera, el conflicto entre cerebro y corazón participa activamente en la resolución de los dilemas morales Y el bien y el mal dejan de ser categorías absolutas dentro de un mundo compuesto por zonas grises. La mente es un lugar inhóspito donde la víctima y el victimario pueden intercambiar de roles.

Según Jean Paul Sartre hay dos maneras de experimentar la muerte. La muerte de los demás de que somos espectadores pasivos, testigos sensibles y espectadores silentes. Y la propia muerte de la que nunca seremos conscientes. Al morir nuestra facultad de pensamiento se ve comprometida y resulta inexistente. Para Sartre nadie experimenta su propia muerte, solo padece la agonía. El miedo a la muerte es en realidad temor a sufrir demasiado en proceso de deterioro del cuerpo o la degradación gradual de la enfermedad.

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