Por Crónicas de Ares | Hiroo Onoda fue un oficial de inteligencia del Ejército Imperial Japonés que luchó en la Segunda Guerra Mundial y no se rindió hasta 1974.
La historia nos ha vendido al combatiente japonés de la Segunda Guerra Mundial como un luchador incondicional, fanático, cegado, capaz de dar la vida por su emperador, por su patria.
Así nos muestran los ataques de los pilotos kamikaze, las cargas suicidas de la infantería al grito de «¡Banzai!» y el oficial que realiza el harakiri con su espada, pero la realidad era otra, el estereotipo no era tal: eran personas con miedos, que querían desesperadamente vivir.
Sin embargo, hubo uno que sí se mantuvo firme ante la orden superior de batallar hasta la muerte, sin rendirse, y que permaneció luchando hasta 30 años después de finalizada la guerra en las selvas de Filipinas. Es la historia de Hiroo Onoda, el último japonés en rendirse.
El Bushidō y el nacionalismo japonés
Desde el punto de vista político y en los años que condujeron a la Segunda Guerra Mundial, los fundamentos políticos e ideológicos en los que se basaban las actuaciones del Ejército y la Marina Imperial japonesa se podrían denominar como ideología nacionalista japonesa, que implicaba doctrinas ultranacionalistas similares al fascismo. Se trataba de una combinación de elementos filosóficos, nacionalistas, culturales y religiosos.
El Bushidō (el camino del guerrero) se conoce también como código samurái y fue parte importante en la formación militar de los japoneses antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando el Emperador abolió el sistema feudal, este código se adoptó con propósito ideológico y doctrina militarista. El Ejército Imperial japonés, a través de su ideólogo Sadao Araki, analizó en profundidad el bushido para su adaptación en el entrenamiento militar contemporáneo como doctrina de formación espiritual para las Fuerzas Armadas. Como Ministro de Educación, Sadao apoyó la integración del código samurái en el sistema educativo japonés. Los oficiales y comandantes de las Fuerzas Imperiales portaban la katana, la espada samurái.
El Bushidō o «camino del guerrero» es un código de conducta militar y personal, adoptado por los guerreros japoneses. Partiendo de principios budistas y confucionistas, los adapta a la casta guerrera exigiendo siempre a esta honestidad, lealtad, justicia, piedad, deber y honor. Hasta la muerte. Incumplir estos principios lleva al deshonor, que únicamente puede ser borrado con el seppuku, es decir, con un ritual de suicidio. El samurái debe guiar toda su vida, tanto personal como militar, basándose en este código.
A partir de 1866 el Bushidō tomó como punto central el respeto máximo a la autoridad del emperador y se convirtió en parte del nacionalismo japonés. También en este código hay que buscar una explicación a los terribles tratos y torturas que aplicaron los soldados japoneses a los enemigos capturados durante la Segunda Guerra Mundial.
El Bushidō desprecia al guerrero que se rinde y por ello el valor de un soldado capturado que se había rendido era nulo. Bajo estos preceptos eran formados militarmente todos los miembros del Ejército Imperial japonés antes y durante la Segunda Guerra Mundial. El orgulloso código moral que regía la conducta de la oficialidad japonesa, que en parte la transmitió a sus soldados, una de cuyas reglas era que el honor residía en la victoria o en la muerte en combate, mientras que la rendición era personal y familiarmente deshonrosa.
Japón en la Guerra
Tras su espectacular entrada en guerra, arrasando la base norteamericana de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, Japón avanzó vertiginosamente hacia sus grandes objetivos en la contienda: la prosperidad (las materias primas) y la seguridad (las bases que debían garantizar su dominio sobre un imperio marítimo de 7,5 millones de kilómetros cuadrados).
Después de las batallas de Midway y Guadalcanal en 1942, Japón adoptó una posición defensiva en la guerra tras el repunte norteamericano en recuperar territorio perdido luego de Pearl Harbor. Así, Japón organizó un inmenso cinturón defensivo con el objetivo de mantener la metrópoli segura y alejada de la guerra y ensangrentar tanto el avance estadounidense que Washington juzgara preferible alcanzar una paz negociada.
El cinturón defensivo japonés exigió un formidable esfuerzo que Tokio pudo mantener poco tiempo, sobre todo porque la progresiva superioridad aeronaval estadounidense fue doblegando sus bastiones estratégicos acercando el peligro a la metrópoli y condenando a decenas de guarniciones esparcidas por el Pacífico a la inoperancia y a la desesperación por falta de medios de transporte y combate, de alimentos, de ropa, de atención médica y de información. Tras su victoria, uno de los problemas que tuvo que afrontar EE UU fue la repatriación de las tropas japonesas diseminadas por Asia y Oceanía.
Para evitar problemas se utilizaron los servicios de los príncipes imperiales Takeda, Asaka y Kanin, que se trasladaron con las órdenes de rendición a sus cuarteles generales de China, Corea, Indochina, Malasia y Singapur. Para las restantes tropas bastaron copias de la capitulación y las órdenes de desmovilización llevadas por oficiales del Estado Mayor japonés. De esta forma, el general Douglas MacArthur pudo presumir el 15 de octubre de 1945 de que su perfecta organización había desarmado a siete millones de soldados sin disparar un tiro y de estar organizando las repatriación de más de tres millones. Sin embargo, hubo pequeños destacamentos que tardaron meses en conocer o aceptar la rendición, suponiendo que se trataba de un truco del enemigo para terminar con ellos.
¿Quién fue Hiroo Onoda?
La aviación estadounidense lanzó millones de octavillas sobre las zonas donde se suponía la existencia de soldados japoneses, comunicándoles el final de las hostilidades y, paulatinamente, fueron entregando las armas hasta que el problema se dio por finalizado, aunque de tarde en tarde, gentes de aldeas perdidas en la selva aseguraban haber visto a algún superviviente, denunciaban algún robo y, en varios casos, policías locales informaban de tiroteos con fugitivos japoneses o, peor, de haber sufrido emboscadas y bajas en choques con ellos, como ocurrió en la filipina isla de Lubang, a 150 kilómetros al oeste de Manila, donde el teniente Hiroo Onoda, se mantuvo en armas hasta finales de 1974.
Nacido en Kamegawa el 19 de marzo de 1922, Onoda comenzó a trabajar con solo 17 años como obrero en la China ocupada por el ejército imperial, pero solo tres años después iba a cambiar su vida diametralmente. Con solo 20 años, tras conocer que Estados Unidos había entrado en la Segunda Guerra Mundial, Hiroo Onoda no dudó en alistarse en el ejército.
Cuando llegó a Filipinas, la misión principal que Onoda recibió fue tratar de destruir todas las instalaciones y comunicaciones tanto marítimas como aéreas de la isla de Lubang. Durante varios meses, ese fue su cometido principal hasta que, repentinamente, sus superiores cambiaron las órdenes: ya no había que debilitar al enemigo, el objetivo principal no era otro más que preparar la evacuación de todas las tropas japonesas de la isla. Sería en febrero de 1945 cuando los norteamericanos llegaron a Filipinas, momento en el que se acabó con la resistencia de las tropas niponas: los que no se habían marchado, fueron detenidos por EEUU.
Sin embargo, Hiroo Onoda recibió una extraña orden: el mayor Yoshimi Taniguchi, jefe de este lugarteniente, le ordenó que se escondiera en la isla y que siguiera luchando hasta el final de su vida, prometiéndole que en algún momento volverían para rescatarlo. Dicho y hecho, Onoda se escondió en la jungla con otros tres soldados japoneses, cuyo objetivo principal pasó a ser hacer pequeños actos de sabotaje. Así, aunque la Segunda Guerra Mundial acabó oficialmente en septiembre de 1945, un pequeño grupo de cuatro soldados continuaban luchando por Japón escondidos en Filipinas.
Onoda, del Servicio de Información Militar, había sido enviado a Lubang para reforzar la guarnición y organizar operaciones de sabotaje cuando se produjera el desembarco norteamericano. A comienzos de 1945, la guarnición japonesa fue aniquilada, salvo a Onoda, un cabo y dos soldados que se refugiaron en lo más abrupto de la isla, de 125 kilómetros cuadrados y un millar de habitantes, mayoritariamente pescadores.
Y Japón, consciente de que contaba con numerosos grupos de soldados como el de Onoda repartidos por diversos puntos del planeta, comenzó una campaña de comunicación para hacer saber a sus soldados que había terminado la guerra. Hiroo Onoda recibió la noticia, pero no se la creyó, pensando que se trataba de propaganda norteamericana para acelerar su rendición. Meses después encontraron otras nuevas con la orden del general Yamasita de bajar de las montañas porque la guerra había terminado y, con ella, su misión. Nuevamente rechazaron el mensaje, salvo uno de los soldados que se las arregló para «perderse» y entregarse en 1950. Por esa razón, siguieron robando alimentos, saboteando puntos estratégicos y eliminando enemigos. Se calcula que el grupo de Onoda acabó con la vida de unos 35 aldeanos.
Sería en el año 1950 cuando uno de los tres soldados a las órdenes de Onoda, Yuichi Akatsu, decidió huir de su grupo y entregarse a las fuerzas filipinas, creyendo que efectivamente había acabado la contienda. Tras dar a conocer la existencia de su grupo, los soldados filipinos no dudaron en buscar a los otros tres refugiados, que sobrevivían de lo que les proporcionaba la naturaleza: plátanos, cocos, algo de caza y el arroz que robaban a los campesinos; pasaron hambre y necesidades múltiples, pero, increíblemente, no enfermaron y conservaron sus dentaduras.
No sería hasta 1954 cuando conseguirían abatir a otro de los miembros de este comando. Increíblemente, sería en 1972 cuando las fuerzas armadas consiguieron también acabar con la vida del tercero de los soldados, quedando solo vivo Onoda, oculto en la jungla.
En su larguísima guerra solitaria, Hiroo Onoda, fiel a las órdenes recibidas, no perdía la ocasión de dañar instalaciones y propiedades locales; Dos años después, en febrero de 1974, Onoda observó desde su escondrijo a un personaje inusitado: ni pescador, ni agricultor, ni policía, era un japonés, un aventurero que conocía su existencia y le buscaba aunque oficialmente se le creía muerto. Era un japonés llamado Norio Suzuki, amante de este tipo de historias, que decidió emprender un viaje hacia Filipinas para tratar de descubrir si Onoda existía o no y no solo lo descubrió, sino que fue capaz de encontrarle. Tras comunicarle que la Segunda Guerra Mundial había acabado casi 30 años antes, el soldado nipón se negó a abandonar el lugar hasta que su superior diera la orden. Por esa razón, Suzuki tuvo que volver a Japón en busca del mayor Taniguchi, uno de los antiguos jefes de Onoda a quien llevó a Filipinas para dar la orden: ‘Soldado, deponga las armas, la guerra ha terminado’.
Con la presencia de Taniguchi en Lubang, Onoda se entregó el 9 de marzo de 1974, tras haber solucionado con el Gobierno del Presidente Ferdinand Marcos el delicado asunto de los 30 policías y paisanos muertos desde 1945. Onoda regresó a Japón con 52 años, delgado, curtido por mil intemperies y en excelente forma. Su explicación fue que no podía creer la derrota del Japón y, por tanto, las octavillas solo podían ser propaganda enemiga y aunque muchas veces se sintió desanimado y tentado a entregarse, reaccionó de acuerdo al Bushido: «Era un oficial y recibí una orden, hubiera sido deshonroso desobedecerla».
Onoda regresaba a Japón, donde comprobó con estupor que aquel país que había dejado en 1939 había cambiado por completo: rascacielos, vehículos, tecnología, calles abarrotadas… Su país había perdido los tradicionales valores y había pasado a ser más materialista, algo que no fue capaz de asimilar. Esta situación le llevó a decidir irse a vivir a Brasil, donde estuvo trabajando durante unos años como granjero e incluso llegó a casarse. Solo unos años después, decidió volver a intentar iniciar una vida en su país.
De vuelta en Japón, decidió sacar provecho de su vivencia durante la Segunda Guerra Mundial. Así, en primer lugar, creó una escuela de supervivencia enfocada hacia los más jóvenes, donde les enseñó todo tipo de técnicas que él utilizó durante más de tres décadas para sobrevivir en los lugares más peligrosos y solitarios del mundo; poco después, decidió escribir una autobiografía llamada ‘Sin rendición: mi guerra de 30 años’, en la que contaba su experiencia vital; e incluso llegó a inspirar una película llamada ‘El último soldado imperial’. En 2014, con 91 años, fallecía Onoda, el soldado japonés que se rindió 30 años después de que lo hiciera su país.
Hiroo Onoda falleció a los 92 años, en 2014, y fue el último «rezagado» japonés, pero no el último soldado imperial encontrado, puesto que ocupa Teruo Nakamura, cuyo nombre originario era Attun Palalin, un voluntario originario de Formosa, que se entregó diez meses después.
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