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Reflexión: Por fortuna, de la maternidad no se regresa

Reflexión: Por fortuna, de la maternidad no se regresa

Cuando elegimos, o la vida nos elige para ser madres, tal vez no dimensionamos todo el cambio que esto significa. Y es que por más que se asuma como el más natural de los acontecimientos, en muchos casos sucede -salvando las distancias- como cuando nos anuncian la partida inevitable de algún ser querido: por más que nos preparemos, no siempre estamos del todo listas para afrontarlo.

La felicidad indescriptible de la llegada de un bebé o la tristeza enorme que supone la certeza de que alguien físicamente ya no estará más, son experiencias capaces de remover cimientos inimaginables al momento de afrontarlas. Hay pérdidas que pueden llegar a cambiarnos la vida, y en el caso de las llegadas, como la de los hijos, se generan transformaciones que nos hacen distintas para siempre.

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Los grandes cambios la mayoría de las veces producen miedo, pero también otras emociones poderosas y motivantes, capaces de dotarnos de la fuerza necesaria para remover lo que se precise y dar paso a todo lo que viene lo mejor que se pueda.

 Ese proceso, en el que parece que toda la vida se da vuelta, es casi inevitable no experimentar una especie de duelo que nos asalta al sentir que “el retorno a la normalidad” nunca va a llegar. Y es que hay un momento, en cual es demasiado evidente que, por fortuna, de la maternidad no se regresa. Entonces, una se va dando cuenta de que no se “hizo” sino que se fue transformando en Madre.

Es tan complejo y sencillo como sembrar un huerto. Para hacer que de la tierra nazca una planta, primero hay que acondicionar el terreno. Eso significa limpiarlo, removerlo, librarlo de maleza, despojarlo de mucho de lo que había antes de plantar, y aunque parezca que queda desolado y sin un verde, es allí donde se abre paso lo nuevo.

Con la maternidad ocurre algo similar, hay una parte nuestra de la cual nos despojamos y como individualidad se transita un duelo a veces incomprendido, cuando advertimos que —por más que logremos recuperar empleos, rutinas (complicado por no decir imposible), pareja, vida social y ¡energía!— ya no somos las de antes. Al igual que ocurre con las plantas, una nueva Mujer va a aparecer después de mover la tierra. Lograr que esa Mujer crezca sana, fuerte y a nuestro gusto, supone todo un reto.

A veces se olvida, quizá con demasiada frecuencia, que por muy sabia que sea la Naturaleza, si no apreciamos lo que ésta nos da en su forma original, difícilmente ella nos proporcione los frutos esperados. Los hijos tienen su ritmo y nosotras también, buscar adelantar o evadir procesos tal vez sólo logre alejarnos de nuestro propio tiempo.

Respetar que hay mucho que se extraña y reconocer que en ese proceso se está abriendo paso la vida, hace que valga la pena permitirse que ese duelo madure, caiga y no se contradiga con la felicidad. Se aprende pues a sentir lo que ha de pasar la tierra para renovarse. El terreno se mueve, cruje, se despoja, nace nueva yerba, y con las nuevas plantas vienen nuevas flores. En un tránsito así, lento, impredecible, se descubre además, de cuantas nuevas formas puede nacer una mujer que se convierte en Mamá.

Por Mamá Periodista

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