Misael Arturo López Zapico, Universidad Autónoma de Madrid y Mauro Hernández, UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia
A menudo los historiadores sentimos –obviamente, sin razón– que no servimos para gran cosa. En una situación tan dramática como la creada por la pandemia de la COVID-19 nos recuerdan, además, que no somos esenciales: ni sabemos curar enfermos, ni investigar virus, ni vigilar las calles en la cuarentena, ni siquiera reponer en un supermercado. Sin embargo, la lectura de buenos libros de historia puede arrojar mucha luz sobre nuestro presente.
Estas líneas nacen de alguna de esas lecturas. En concreto dos relecturas: el delicioso ¿Quién rompió las rejas de Monte Lupo?, de Carlo M.Cipolla, y Plagas y pueblos, de William Mc Neill; y otras dos de obras más recientes: El jinete pálido (Crítica, 2017) de Laura Spinney sobre la gripe española de 1918 y Life in a Time of Pestilence. The Great Castilian Plague of 1596–1601 (Cambridge, 2019) de Ruth MacKay. De esas lecturas hemos extraído, bajo nuestra única responsabilidad, un puñado de lecciones. Son estas:
Primera lección: Las epidemias siempre han existido
La historia es inequívoca al respecto, y el libro de McNeill nos proporciona un buen catálogo. Desde antes incluso de que la convivencia con los animales domesticados en el Neolítico incrementara dramáticamente nuestra exposición a nuevos patógenos, ya los cazadores recolectores sufrían de la acción de ciertos parásitos. De hecho, no hay que subestimar al enemigo porque sea invisible. Es cierto que virus y bacterias no son macroparásitos como los aliens de Ridley Scott o como los leones de la sabana, pero los microparásitos son quizá más letales gracias a su invisibilidad.
De hecho, la humanidad tuvo que esperar hasta finales del siglo XVII para saber de la existencia de las bacterias, y hasta fines del XIX para los virus. ¿Quiere esto decir que siempre existirán las epidemias? Decidan ustedes: los historiadores tenemos prohibido hacer predicciones.
Segunda lección: Hay que estar preparados (mentalmente, al menos) para lo peor
La letalidad de algunos de estos microparásitos es lo que los hace tan temibles, especialmente si las poblaciones no están inmunizadas. Así ocurrió con la Gran Mortandad de las poblaciones indígenas de América al contacto con los patógenos que portaban los españoles. Algunas estimaciones dicen que la gripe, el sarampión, la viruela y otras redujeron en un siglo la población de 60 a 6 millones de americanos.
A menor escala, aunque más concentrada en el tiempo, la gripe de 1918-20 segó la vida de entre 50 y 100 millones de personas, según Laura Spinney, probablemente tantas como las dos guerras mundiales juntas.
Y aunque nunca se está preparado para una epidemia seria –no se puede vivir como si lo extraordinario fuera cotidiano– hay que actuar. Parece obvio, pero es importante. Aunque sea dando palos de ciego, los seres humanos no se han resignado nunca al curso de la epidemia, sino que las han combatido con las herramientas y conocimientos que han tenido a su alcance. Por cortas y equivocados que fueran.
Tercera lección: ¿cómo actuar?
Creemos que hay cuatro aspectos básicos: actuación basada en la evidencia, coordinación, prudencia y transparencia.
En primer lugar, hay que actuar sobre la base de la evidencia científica. Una de las ventajas con que contamos sobre nuestros antepasados es el formidable desarrollo del conocimiento científico. En la Toscana del siglo XVII, las autoridades creían que las criaturas con pelo transmitían la peste. No sabían bien qué provocaba la peste. Por eso se equivocaban de bicho: mandaron matar a perros y gatos, lo que favorecía la proliferación de ratas, auténtico vector del bacilo.
Hay que actuar de forma coordinada. Era habitual que en tiempos de epidemia se delegasen grandes poderes en las autoridades sanitarias, con la idea clara de que se hablara con una sola voz y se actuara por una sola mano. La división de los responsables es en estos casos sumamente inconveniente, como bien sabía el padre Dragoni, de Monte Lupo.
Pero estas autoridades, precisamente porque tienen un gran poder, deben actuar con prudencia. Eso significa que el principio que debe regir es la eficacia en el combate de la enfermedad, pero que en la duda es preferible pasarse a quedarse corto. En la Toscana del XVII las cuarentenas duraban 40 días, cuando hoy sabemos que hubiera bastado con menos. Haber reducido esta duración habría aminorado mucho el sufrimiento de la población, pero, en la duda… prudencia.
Y también por ese poder de que disponen, deben actuar con la mayor transparencia posible. Lo único que da legitimidad a las autoridades es que los ciudadanos (o incluso los súbditos) crean que genuinamente se actúa por su bien. Y eso exige transparencia y honestidad. La historia está repleta de casos en que las autoridades no obtuvieron la obediencia buscada precisamente por falta de legitimidad (lean a Cipolla). Y no hablamos sólo de Gobiernos centrales, que en realidad pintaban poco hasta hace un siglo, como nos cuenta Laura Spinney.
Cuarta lección: No hay que menospreciar las consecuencias de la epidemia sobre las vidas de la gente
Estos efectos son terribles: dejando aparte los muertos y enfermos (y es mucho dejar), sabemos bien que hay consecuencias económicas, sobre el sistema sanitario, sobre los derechos fundamentales, en la política. No son asuntos menores.
Hay que asumir esos costes sociales y económicos. Aunque hay que intentar minimizarlos, claro. Pero, teniendo en cuenta que no se pueden evitar del todo, debe primar el principio de eficacia (controlar la pandemia) sobre el de eficiencia (hacerlo al menor coste posible). Se ha de recordar, además, que estos costes son menores –al menos en cierto modo– de lo que eran en el pasado: lo que hoy es desempleo y pobreza, antaño eran brutalmente hambre y miseria.
En cuanto a los costes políticos, raro es el Gobierno que se ha librado de una factura en términos de popularidad o legitimidad. Pero deben estar dispuestos a pagarla por un bien superior, que es la salud pública. A largo plazo, se lo agradeceremos.
Quinta lección: La vida sigue
Esta lección es el núcleo del libro de Ruth MacKay, que nos muestra cómo los castellanos del siglo XVI, en medio de la peor epidemia de la Edad Moderna, seguían litigando, conspirando, casándose, comprando y vendiendo, evadiendo impuestos y, por supuesto, trabajando.
Se trata, a nuestro entender, de una hermosa enseñanza: en medio de la plaga, es posible y hasta necesario amar, reír, leer la prensa, emborracharse y hasta trabajar. No hay que consentir, de ninguna de las maneras, que la enfermedad venza a la vida.
Misael Arturo López Zapico, Profesor Ayudante Doctor de Historia Contemporánea, Universidad Autónoma de Madrid y Mauro Hernández, Profesor Titular de Historia Económica, UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original. / Imagen: Wikimedia Commons
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