Por Pónganse a Leer | La escritora y poeta colombiana Piedad Bonnett dice en un libro lapidario, que «cuando se mueren tus padres, eres huérfano; cuando se muere tu esposo, eres viuda, pero cuando se muere tu hijo, y ese hijo muere porque se lanza voluntariamente desde un quinto piso, eso no tiene nombre», a mi esa frase me quedó retumbando en la cabeza por meses.
Este episodio está dedicado al libro de Piedad Bonnett y a la salud mental, que pareciera que al día de hoy sigue siendo un tabú, no se habla de eso, aunque haya ruido de vez en cuando por ahí.
Piedad Bonnett, la autora
Piedad Bonnett nació en Amalfi, un pueblo del departamento de Antioquia, en Colombia, en 1951, en una familia de maestros, por lo que estuvo expuesta a las letras desde niña.
En una entrevista confesó que empezó a subvertir el orden, fue una niña díscola pero muy creativa, una líder nata, era graciosa y atrevida. Ha dicho que cuando estudió en una escuela de monjas, las retaba constantemente.
Estudió Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes. También estudió una maestría en Teoría del Arte, la Arquitectura y el Diseño en la Universidad Nacional de Colombia.
Trabajó como profesora en filosofía y lenguas en la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de Los Andes de 1981 a 2010.
En 1994 se ganó el Premio Nacional de Poesía otorgado por Colcultura con el libro “El hilo de los días”. Una joya llena de intimidad, de angustia y retornos a la seguridad de la familia.
A Bonnett le interesa escribir sobre lo incómodo, pero de una forma tan poética que lo hace digerible siempre. Es esencialmente una poeta prodigiosa, su obra poética ha sido traducida a lenguas como: el inglés, el italiano, el griego o el sueco.
Esa poesía se siente en “lo que no tiene nombre”, el libro que escribió sobre el suicidio de su hijo Daniel, que fue diagnosticado de esquizofrenia a los 18 años y una década después se suicidó en Nueva York donde estudiaba gestión del arte.
Esta experiencia la llevó a reflexionar sobre el suicidio y el desconcierto que provoca la muerte de un hijo. Bonnet ha dicho que “uno nunca se consuela, pasan los años y la ausencia siempre está ahí”.
Bonnet, ya había dejado constancia del temor que sentía al pensar en la muerte de su hijo en algunos de sus versos, hay uno particularmente que dice “No tengo cuerda ni red para salvarte. Ni siquiera tengo orilla certera”, esto lo escribió en el año 2008, su hijo saltó al vacío en el 2011.
Desde el 2012 Bonnett trabaja como columnista del periódico El Espectador. El año pasado publicó una novela que se llama “Qué hacer con estos pedazos”, en donde se mete en los mares de la insatisfacción, la vida matrimonial, la vejez, las relaciones familiares.
Bonnet construyó una relación con Dios en su infancia, cuando estaba internada en un colegio de monjas, y dice que cuando salió de ahí se encontró con que Dios no seguía con ella, había desaparecido, entonces ella aprendió a asumir su ausencia. Es una mujer espiritual, pero no es religiosa, es decir ella agradece el milagro de la naturaleza, pero no cree en la figura del Dios cristiano.
A Piedad Bonnett le interesa mucho la literatura que está siempre a punto de sobrepasar la línea delgada entre la ficción y la realidad, y eso es precisamente lo que hace en “lo que no tiene nombre”. Este no es un libro confesional, es en todo caso, un ejercicio literario.
Lo que no tiene nombre
Piedad Bonnet empezó a escribir el libro después de la muerte de Daniel, a partir de unas notas que al revisarlas descubrió que tenía una tremenda potencia dramática e intuyó que con esta historia podía hablar por otros que sufren lo mismo.
En “Lo que no tiene nombre” la autora como ya mencioné cuenta cómo vivió el suicidio de Daniel, que tenía 28 años. Pero también nos cuenta la vida de Daniel, la de ella, y el duelo que sobrevino a la muerte del hijo.
Y aunque el relato es corto, tiene un poco más de 100 páginas apenas, es de una contundencia pasmosa. Es duro, pero no es cruel, es duro a lo bello, a lo hermoso, es desgarrador.
Bonnet nos cuenta que Daniel empezó a sufrir de acné en la adolescencia, era un acné cruento, y eso como es natural melló la autoestima del muchacho, buscando tratamiento médico, llegaron a un medicamento que tenía como efecto secundario generar algunos desórdenes mentales si se tomaba alcohol mientras se estaba expuesto a este medicamento, pero esto nadie se los dijo.
A los 18 años le diagnostican esquizofrenia a Daniel, y aquí Bonnet explica con detalle lo que supuso para la familia enfrentarse a esta enfermedad, el tránsito de Daniel, que a veces avanzaba y otras tantas retrocedía, porque este libro no es solo sobre el duelo, también es sobre la salud mental, las enfermedades mentales y como estas son aún hoy un estigma social.
En un punto, la familia, ella como madre, empieza a dejarse llevar por las esperanzas en el restablecimiento de la salud mental de Daniel, de hecho, hacen planes, porque se está estabilizando. Pero, Daniel muere, trunca esos proyectos.
La autora pone especial atención al antes y el después de la muerte de Daniel.
Los lectores conocemos a Daniel a través de la pluma de su madre, y en cierto modo lo hacemos vivo nuevamente. Daniel era un muchacho culto, inteligente, reflexivo, creativo. Solo que tenía un enemigo dentro, una voz que le agotaba.
Daniel sufre varias crisis. Se sentía un incapacitado y no quería vivir así. Bonnett narra estos episodios duros con una prosa preciosa, nos hace parte del desamparo que sentía su hijo. Y luego, de la desolación que sufre por su suicidio.
Un día, a los 28 años, Daniel se lanza al vacío desde un 5to piso en Nueva York, donde vivía. Había suspendido un examen para el que había estudiado semanas, no se sentía bien.
Con la muerte de Daniel, Bonnett no se dejó arrasar por el dolor, se dedicó a leer textos duros, textos serios en los que se habla del suicidio, no sucumbió a la autoayuda, sino que prefirió enfrentarse desde la realidad. Para ella, que rechaza el sentimentalismo falso y el lenguaje contenido para hablar del duelo, no era beneficioso el falso consuelo. Bonnett considera que el sentimentalismo es un lastre en la literatura.
En el libro, nos encontramos a una madre que intenta explicar lo imposible, dice que “uno no conoce definitivamente a sus hijos”. Aquí hay una madre desnuda, que sabe lo que es capaz de soportar un hijo. Y que al final entiende que ningún amor es inútil, ni siquiera ese que quiere manifestar un hijo quitándose la vida, como una opción para aligerar la carga que representa en los demás. Eso también, puede ser un acto de amor. Todo suicidio encierra un mensaje para los que se quedan y ella trata de descifrar cual es el mensaje que Daniel le deja.
El texto está cargado de momentos duros, como por ejemplo cuando Bonnett hace el ejercicio de revisar y repartir la ropa que había guardado de Daniel, entendiendo que en ese dar él se quedaba con ella.
Bonnett entiende este libro como un canto a la vida, porque a través de cada página ella le devuelve la vida a Daniel desde la escritura. Es un texto valiente y conmovedor, es frontal, y eso se agradece, no hay medias tintas, las cosas son como son.
Bonnett utiliza la figura del epígrafe, es decir, una frase o cita que al comienzo de un escrito o capítulo sugiere su contenido o la idea o pensamiento que lo inspira. Y en los epígrafes encontramos con un escrito del ganador del Nobel de literatura austriaco Peter Handke:
… “esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje” …
Abriendo el primer capítulo que se llama Lo irreparable.
Para el capítulo II, que se llama “Un precario equilibrio”, selecciona un trocito del poema “Ars poética” del venezolano Rafael Cadenas que dice:
“No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es.
Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir verdad.
Seamos reales.
Quiero exactitudes aterradoras.”
En el capítulo III, que se llama “La cuarta pared”, Bonnett abre con:
“Todo entender es un malentendido”.
De otro ganador del Nobel de literatura, el húngaro Imre Kertész.
Es en este capítulo escribe la autora:
“Comprender de qué magnitud sería la liberación quizá le dio la paz momentánea y la fuerza para abandonarse y abandonar el mundo. Dicen que, así como el dolor físico extremo puede hacer perder conciencia del espíritu, así el dolor espiritual puede hacer que olvidemos el sufrimiento del cuerpo.
Quiero pensar, como el médico, que Daniel no dio conscientemente esas batallas; quiero pensar, con Renata, que Daniel no saltó, sino que voló en busca de su única posible libertad”.
Y luego remata escribiendo: ‘porque, como dice Salman Rushdie, “La vida debe vivirse hasta que no pueda vivirse más”’.
En el capítulo IV, llamado “El final”, nos encontramos al inicio con un trocito de una copla flamenca que se llama “canción de cuna”, que dice:
“Hoy me acuerdo de tus manos de tu risa y de tus ojos que sé que fueron dos truenos y ahora son dos cielos rotos”.
En una entrevista que le hace Anatxu Zabalbeascoa a Piedad Bonnett, en enero de 2019, le pregunta ¿Va a estar Daniel ya siempre en lo que haga?
Y ella responde:
“Sí. En un momento digo: no me quiero perpetuar como la mamá que perdió un niño. Soy una entre miles y mi labor no es misionera. Hablé con madres, contesté cartas porque el libro me lo pidió. Pero eso lo tienes que parar porque te arrolla. La literatura es el camino también para salvarme, ¿cierto? Entonces decido salir de mí, pensar en colectivo. En Los habitados hablo de Hölderlin, de Sylvia Plath, de otros que han estado atormentados. Paso de lo íntimo a lo colectivo. Esta nueva novela nace de una frase que nos dijo Daniel. Nos pidió que lo dejáramos, que iba a vivir como un indigente. Yo siempre tuve inquietud por el indigente. Siempre me pregunto cuándo se perdieron estas personas”.
Se refiere al episodio que cuenta en el capítulo I, en el que, regresando de un viaje familiar a Brasil, Daniel decide quedarse en Lima, Perú para vivir como un indigente ahí.
El suicidio y mi relación con él
En este espacio hemos hablado de suicidio en los episodios que le dedicamos a las escritoras suicidas y recuerdo que en ese entonces mencioné algunos datos de la OMS, como que cada año se suicidan cerca de 700.000 personas, o que el suicidio es la cuarta causa de muerte entre los jóvenes de 15 a 29 años.
Y la cosa es que los suicidios no solo ocurren en los países de altos ingresos, sino que es un fenómeno que afecta a todas las regiones del mundo. Por ejemplo, en la ciudad en la que yo vivo, en Mérida, Venezuela, al momento de preparar este episodio, durante el mes de agosto de 2023 más de 20 personas se habían suicidado, desde un adolescente de 14 años hasta un adulto de casi 60.
Ese acto de quitarse deliberadamente la vida por mano propia, es un proceso, por cada suicidio consumado hay muchas tentativas de suicidio dice la OMS. En la población general, un intento de suicidio no consumado es el factor individual de riesgo más importante.
Hay un vínculo entre el suicidio y los trastornos mentales, como la depresión, por ejemplo, o el consumo de alcohol, en los países que como los llaman las Naciones Unidas tienen altos ingresos, que me parece menos antipático que eso de más desarrollado o menos desarrollado, están bien documentado los casos de personas que lo cometen impulsivamente en situaciones de crisis en las que su capacidad para afrontar las tensiones de la vida, como los problemas económicos, las rupturas de relaciones o los dolores y enfermedades crónicos, está mermada.
También hay registros de que vivir conflictos, catástrofes, actos violentos, abusos, pérdida de seres queridos y sensación de aislamiento puede generar conductas suicidas. Los grupos vulnerables y discriminados, reportan tasas de suicidio elevadas.
Mi relación con el suicidio es compleja, porque como católico creyente, la idea de quitarme la vida y la consecuencia de no irme al cielo, planea como un águila por mi mente constantemente, pero también planea aquel poema de Teresa de Ávila “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero. Vivo ya fuera de mí, después que muero de amor; porque vivo en el Señor” … esa idea del encuentro con el amado que se genera al final de la vida terrenal, pero es que para llegar a él hay que ser obediente y paciente, entendiendo que la muerte por mano propia no es parte de esa obediencia y paciencia.
Lamentablemente, la salud mental es la gran olvidada, porque se invierte en muchas cosas como la ropa, el ocio, belleza, en mi caso los libros. Pero, se invierte poco en terapia. A la gente no le gusta ir a terapia, ya sea con un psicólogo para atender el desarrollo de la persona. O un psiquiatra que es un médico especialista que se encarga de diagnosticar, prevenir y tratar problemas de salud mental, incluyendo también trastornos psíquicos y emocionales. Más tabú hay con los medicamentos para las enfermedades y trastornos mentales, a los que llamamos drogas, como si el tabaco, el alcohol y la cafeína no lo fueran también.
Cada vez que menciono que tengo que tomar un medicamento para dormir, salta algún impertinente a darme consejos de respiración, infusiones de cuanta rama hay en el mundo y ejercicios. A ver, no te los estoy pidiendo, yo ya probé con todo eso, yo no duermo, yo necesito tomarme un medicamento para dormir, que no me hace adicto, que mi cuerpo desecha a las 72 horas por la orina, pero que, si yo no me lo tomo, puedo pasar de largo de la noche al día espabilado. Es insomnio crónico lo mío, desde la adolescencia. Es algo que la gente que duerme no puede entender, ni siquiera lo pueden imaginar.
Yo hablo de esto con naturalidad ahora, porque siento que no tengo nada de qué avergonzarme, yo tengo depresión, como también tengo la insulina alta y tengo que tomar metformina, como tengo dermatitis atópica y no puedo comer embutidos. Ya viene siendo hora de quitarle el lastre que le pusimos a las enfermedades mentales y empezar a naturalizar las cosas.
Si ustedes alguna vez se han sentido mal, si viven entre la melancolía y el frenesí, si tienen que controlar todo en su entorno, si les molestan los ruidos y eso les resta funcionalidad a sus vidas, si no pueden controlar la ira, si escuchan voces o ven cosas que nadie más escucha o ve, si no pueden dormir, si están pasando por un momento de mierda y no quieren seguir luchando, así como Daniel, entonces ustedes tienen que buscar ayuda. Y esa ayuda no se las da una palmadita en el hombro llena de condescendencia. Esa ayuda se las da un profesional de la salud mental. No escatimen en eso, busquen uno bueno, uno con el que se sientan cómodos, si tienen que medicarse, sean responsables y disciplinados con su tratamiento.
Al final de “Lo que no tiene nombre”, Piedad Bonnett escribe un párrafo lapidario, dice:
“Dani, Dani querido. Me preguntaste alguna vez si te ayudaría a llegar al final. Nunca lo dije en voz alta, pero lo pensé mil veces: sí, te ayudaría, si de ese modo evitaba tu enorme sufrimiento. Y mira, nada pude hacer. Ahora, pues, he tratado de darle a tu vida, a tu muerte y a mi pena un sentido. Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme”.
Es la voz de una madre que no quiere regodearse en el dolor de la perdida, sino darle sentido a esa perdida.
Así como yo intento darle sentido a mi existencia con los libros, que siempre están ahí para salvarme.
Yo me quedo con la esperanza de haberles picado la curiosidad con Piedad Bonnett, con su poesía y con su narrativa, y con eso que no tiene nombre, pero que existe. Y como siempre, les recuerdo la consigna, ya la saben ustedes: pónganse a leer.
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