Por Crónicas de Ares | Uno a uno y a sangre fría, 22.000 polacos, incluidos políticos, oficiales del ejército, artistas e intelectuales, fueron ejecutadas con un tiro en la nuca entre los meses de marzo y mayo de 1940. Tras recibir el «tiro de gracia», los cuerpos fueron arrojados en fosas comunes en territorio de lo que entonces era la Unión Soviética. En contra de lo que quiso hacer creer el gobierno de Stalin, aquellas personas fueron víctimas de la policía secreta soviética, la temida y siniestra NKVD. La tristemente conocida como «matanza de Katyn» (un bosque próximo a la ciudad soviética de Smolensk donde fueron hallados los primeros cadáveres), supuso el exterminio, en menos de un año, de toda la élite polaca. Durante medio siglo, el crimen fue censurado por el régimen comunista, que siempre acusó a la Gestapo, la policía secreta del régimen nazi, de esa terrible carnicería.
Katyn, la que fue una de las mayores operaciones de falsa bandera de la historia (hasta finales del siglo XX todavía se dudaba de su autoría) tuvo su origen en septiembre de 1939. Por aquel entonces, un todavía poco conocido Adolf Hitler (Alemania) y Josef Stalin (URSS) firmaron un pacto secreto por el cual invadirían Polonia, el llamado pacto de no agresión Molotov – Ribbentrop. Los primeros lo harían desde el oeste, mientras que los segundos accederían al país desde el Este pocos días después. En esos días, por tanto, nazismo y comunismo (futuros enemigos) iban de la mano hacia el dominio de Europa. El resultado de aquel tratado es conocido por todos nosotros: germanos y rusos conquistaron la región y se la dividieron a medias.
El Ejército polaco ya había sido aplastado por Hitler en las dos primeras semanas de la guerra y, por tanto, Polonia no significaba peligro alguno para la URSS, por lo que el pretexto de Stalin fue «defender los intereses de las regiones soviéticas fronterizas que las derrotadas autoridades polacas ya no podían garantizar». Con mínimo esfuerzo y pérdidas, el Ejército Rojo se apoderó de 180.000 kilómetros cuadrados de Polonia, capturando a 227.000 soldados, entre los que había cerca de 30.000 militares profesionales. Jefes, oficiales y policías fueron políticamente filtrados: los comunistas y simpatizantes pasaron a colaborar con las autoridades soviéticas; el resto quedó repartido por diferentes campos de prisioneros donde sufrieron las habituales penalidades de tales centros: alimentación escasa, mucho frío, humillaciones, ninguna libertad y escasa correspondencia con sus familias, que pese a estar vigilada y censurada, se mantuvo hasta la primavera de 1940. A partir de entonces, nada.
Sin embargo, lo que no es tan de dominio público es que Stalin guardaba mucho rencor contra los polacos debido a que estos habían humillado a sus tropas en la guerra polaco-soviética de 1919. Quizá por eso, o simplemente por quitarse de en medio a un ejército que podía darle más quebraderos de cabeza en un futuro cercano, es por lo que ordenó a su lugarteniente más sanguinario (Lavrenti Beria, jefe del servicio secreto de la URSS – NKVD -) que se pusiera manos a la obra y creara una serie de campos de concentración a los que pudiera deportar a los miles y miles de reos que había hecho durante la contienda. Dichos centros fueron Jukhnovo, Yuzhe, Kozelsk, Kizelshchyna, Oranki, Ostashkov, Putyvli, Starobielsk, Vologod y Gryazovets.
Poco después comenzaron los problemas para los soviéticos cuando se complicaba sostener la manutención de todos esos reos. En principio se pensó en deportar a un gran número de los mismos. Pero a Piotr Sopunenko, subalterno de Beria, se le ocurrió otra cosa: «descongestionar» los campos de concentración. En un documento secreto en el que Beria (siguiendo el consejo de su subordinado) aconsejó al mismísimo Stalin ejecutar a los reos por formar parte de diferentes «organizaciones rebeldes» y estar «llenos de odio hacia el sistema soviético».
Para justificar la masacre, el entonces jefe de la policía secreta soviética, Lavrenti Beria, calificaba a los polacos, en una carta clasificada como «ultrasecreta», fechada el 5 de marzo de 1940, de: «Permanentes e incorregibles enemigos del poder soviético». En ella se ordenaba a la NKVD, precursora del KGB, «juzgar a los detenidos en tribunales especiales, sin contar con su comparecencia y sin acta de acusación, mediante la mera producción de certificados de culpabilidad y que se les aplique el castigo supremo: la pena de muerte por fusilamiento». Iosif Stalin firmó la orden con un lápiz de color azul junto a la palabra «za», que significa «a favor».
Para llevar a cabo las ejecuciones, los soviéticos emplearon pistolas alemanas Walther, armas que los germanos habían entregado en grandes cantidades a sus aliados soviéticos durante la invasión de Polonia en 1939. El Ejército Rojo consideraba más fiables y cómodas las pistolas alemanas que las Tokarev TT-30 soviéticas, además las Walther eran el arma reglamentaria de la Gestapo alemana por lo que en el caso de que la masacre fuera descubierta las pruebas balísticas delatarían al régimen nazi como el autor de aquel crimen. Así pues se trataba de una operación de bandera falsa: una masacre planificada por los soviéticos, pero llevada a cabo con armamento alemán.
Con horarios especiales para no llamar demasiado la atención, se comenzó a desplazar a los prisioneros para su ejecución. Allí esperaban 53 unidades a las órdenes de Vasily Blojin , el verdugo del camarada Stalin. El método era siempre el mismo. En primer lugar, los soldados del Ejército Rojo llevaban a cada preso a un pequeño búnker ubicado en el bosque. Este estaba «forrado» en su interior de varios cientos de sacos terreros para amortiguar el sonido de los disparos. Cuando accedían a la estancia, los reos eran interrogados por un oficial del NKVD que les solicitaba datos como su nombre, su graduación, y un largo etc.
Por si aquello no era lo suficientemente desconcertante para el reo, después se le exigía que se desembarazara de sus objetos de valor. En ese instante, la mayoría de polacos entendían que se había terminado su estancia en este mundo. Finalmente, los soviéticos esposaban a la víctima con las manos a la espalda y la llevaban hasta una sala contigua ubicada dentro del búnker, la cual estaba pintada de rojo (quizá para mitigar los efectos de la sangre). Posteriormente, el cuerpo era retirado por una puerta trasera, para evitar que el siguiente prisionero lo viera.
El traslado hasta el lugar de ejecución de los condenados se realizaba en camiones con diez presos en cada vehículo. Los prisioneros de guerra del campo de Kozielsk fueron conducidos a Katyn; el resto de prisioneros retenidos en otros campos fueron trasladados a otras ubicaciones donde les esperaba el mismo destino. Por orden aleatorio, dos guardias iban sacando a los presos uno a uno del camión. Lo agarraban de los brazos, lo retenían, y entre llantos (en muchos de los casos) eran obligados a acudir al punto en el que otro guardia los esperaba, vestido como un carnicero, junto con una pistola. Una vez llegaban al punto, los arrodillaban, los colocaban y de un disparo los fulminaban en un baño de sangre propio de la crónica negra más cruel jamás escrita. Uno a uno eran asesinados y colocados en cada una de las tumbas que previamente habían sido cavadas para ellos. Vasili Blojin, el mismo que se vanagloriaba de haber ejecutado en persona a 7.000 prisioneros polacos en 28 días, cubría su uniforme con un delantal de cuero negro, casco y guantes para evitar que la sangre y los restos del cerebro de sus víctimas pudieran mancharle
Las cifras varían atendiendo a los historiadores, pero se cree que fueron trasladados y asesinados entre 17.000 y 22.000 polacos. Se llegaron a asesinar a entre 250 y 300 personas al día.
El 22 de junio de 1941, durante la invasión alemana de la Unión Soviética, Stalin asistió desconcertado al avance del ejército alemán, que cruzó la frontera soviética haciendo caso omiso del pacto de no agresión firmado entre Hitler y el propio Stalin. La guerra entre ambas potencias se convirtió, así, en el centro de todas las miradas dejando el trágico genocidio polaco en el olvido.
En el mes de abril de 1943, unos conductores polacos que acompañaban a una unidad alemana fueron los primeros en descubrir las inmensas fosas comunes. Se encontraban en un terreno cubierto de pinos situado a unos 400 kilómetros al oeste de Moscú. Según sus testimonios, el lugar servía a la NKVD como escenario de sus ejecuciones. Había sido acotado con alambradas y se hallaba vigilado por centinelas. Tras una búsqueda intensiva, el oficial del ejército nazi Rudolf Christoph Freiherr von Gersdorff dio por fin con las escalofriantes fosas comunes. Más tarde, cuando el gobierno nazi lo consideró oportuno, hizo público el descubrimiento. Algunos investigadores argumentan que los nazis estaban bien informados de la masacre y que tras invadir la Unión Soviética trazaron un plan para hallarlas y usarlas en contra de los rusos.
Con el permiso del ejército alemán, la Cruz Roja polaca examinó la zona e identificó a más de 4.000 oficiales polacos que habían sido capturados por los soviéticos durante 1939. El hallazgo de las fosas provocó un autentico terremoto político en el bando aliado. El Primer Ministro del Gobierno polaco en el exilio, el general Wladyslaw Sikorski, había viajado a Moscú el 3 de diciembre de 1941 y había preguntado a Stalin por el paradero de miles de oficiales polacos que habían sido hechos prisioneros en 1939 y de los que no se tenía noticia. Stalin le mintió diciendo que los prisioneros habían escapado y que se habían refugiado en Manchuria, a ¡más de 6.000 kilómetros de Polonia! Tras conocerse el hallazgo de las fosas de Katyn, la Unión Soviética cambió su versión y culpó a los alemanes de la masacre. Por su parte, Roosevelt y Churchill creyeron la versión soviética acerca del crimen.
A pesar de las presiones de británicos y norteamericanos para que los hechos no fueran investigados, Sikorski pidió que la Cruz Roja Internacional llevase a cabo una investigación a fondo de lo ocurrido. A raíz de esa petición, el presidente Sikorski y la Unión Soviética rompieron relaciones diplomáticas. El 4 de julio de 1943, Wladyslaw Sikorski y su hija morían en extrañas circunstancias al estrellarse el avión en el que viajaban tras despegar de Gibraltar.
Con el fin de la guerra, se clasificó cualquier documento que hiciera referencia a los crímenes cometidos en Katyn. La censura del régimen comunista impedía incluso que se pronunciara ese nombre en público, y quienes lo hacían en privado se arriesgaban a ser incluidos en las listas de la policía política polaca, la SB, y en algunos casos, incluso, acabar en la cárcel.
Una investigación llevada a cabo por la oficina de la Fiscalía General de la Unión Soviética (1990-1991) y de la Federación Rusa (1991-2004) confirmó la responsabilidad soviética en las matanzas, pero se negó a clasificar esta acción de “crimen de guerra”. La investigación se cerró con el argumento de que los autores de la atrocidad ya habían muerto y de que el gobierno ruso no podía clasificar a los muertos como víctimas de la “Gran Purga”.
Para el historiador polaco Ryszard Zelichowski: «Aquella matanza supuso una enorme pérdida para Polonia»; buena parte de la gente más formada murió, y ese episodio siempre ha marcado las relaciones de Polonia con Rusia. A pesar de que tras la caída del bloque comunista se hallaron aún más fosas comunes, todavía se desconoce dónde están enterrados los cuerpos de 7.000 de aquellas víctimas. Moscú ha acabado reconociendo que la matanza se produjo, pero jamás ha admitido que fuera ni un crimen de guerra ni mucho menos un genocidio, un delito que nunca prescribe. Jamás ha rehabilitado a las víctimas y se ha negado a reabrir los archivos. Muchos historiadores consideran que para Rusia es muy difícil abordar este tema porque supone enfrentarse a un oscuro pasado y a los millones de víctimas del estalinismo.
Lo más tristemente irónico es que, al final de la Segunda Guerra Mundial , muchos polacos fueron llamados a unirse al Ejército Rojo para combatir contra el nazismo usando, como argumento principal, la venganza contra esta masacre.
Imagen portada: Shutterstock
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