Roberto R. Aramayo, Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)
En 1912 Thomas Mann visita, acompañando a su mujer, un sanatorio suizo en Davos. Ese recinto le inspira y se convierte así en el escenario ficticio de La montaña mágica, novela que describe las relaciones de los internos en un hospital para tratar la tuberculosis.
El protagonista, Hans Castorp, narra sus amoríos y amistades durante siete años, un periodo que concluye por la irrupción de la Gran Guerra. En la parte central del relato se describen unos apasionados diálogos entre Naphta y Settembrini, los accidentales mentores de la educación sociopolítica de Castorp.
Resulta harto significativo reparar en las coincidencias que los argumentos esgrimidos por esos personajes literarios guardan con el duelo filosófico que mantienen Ernst Cassirer y Martin Heidegger en 1929, sólo cinco años después de publicarse la novela. Este diálogo legendario es conocido como el coloquio de Davos por haber tenido lugar en la localidad helvética célebre ahora por sus foros económicos.
Dos interpretaciones de Kant
Los dos prominentes pensadores germanos encarnan dos maneras antagónicas de afrontar el nazismo. Cassirer, aunque no profesa credo alguno, proviene de una familia judía y acaba por defender al judaísmo convertido en chivo expiatorio por la propaganda nazi, como testimonia significativamente su conferencia titulada Judaísmo y los mitos políticos modernos.
Por el contrario Heidegger nunca oculta su simpatía por el régimen de Hitler, como muestra su discurso al tomar posesión del cargo de rector en Friburgo. Y lo hace justo cuando Cassirer tiene que abandonar el rectorado de Hamburgo para partir al exilio en 1933.
Cassirer opta por combatir la ideología nazi desde la historia de las ideas recurriendo a autores como Rousseau, Kant o Goethe, al entender que la Ilustración es el antídoto más eficaz contra el veneno del fanatismo propio de los totalitarismos.
Ambos han pasado por la escuela neokantiana de Marburgo y son acreditados intérpretes de Kant. El debate de Davos gira en torno a sus divergentes interpretaciones del kantismo y por tanto a dos cosmovisiones filosóficas con acentos muy diferentes, que llevan asociadas compromisos políticos totalmente opuestos.
A Heidegger le preocupan primordialmente las cuestiones ontológicas y destaca la finitud humana. Subraya el hecho de que según sus premisas nos vemos arrojados al mundo y, al estar inexorablemente sumidos en la corriente del tiempo, sólo nos cabe aceptar nuestro fatídico destino.
En cambio Cassirer rescata el concepto kantiano de libertad para ensanchar nuestra esfera de acción, al poner el acento en la importancia del simbolismo como algo que nos hace propiamente humanos y nos permite acceder a una infinitud inmanente. La libertad viene a configurar nuestra principal característica como especie y no conoce límites a la hora de proponerse metas prácticas. Para Cassirer hay funciones de los planteamientos kantianos que merecen verse reivindicados, como señala en Filosofía moral, derecho y metafísica.
A la sombra de La montaña mágica
Un cronista del encuentro evoca en su noticia una consideración que integra en ese momento el imaginario colectivo de los asistentes: los ya mencionados diálogos que intercambian Naphta y Settembrini en La montaña mágica. De algún modo esta novela viene a ser el contrapunto sombrío de la nostálgica biografía generacional que nos brinda Stefan Zweig en El mundo de ayer, dos libros de lectura obligatoria para comprender los radicales giros históricos acontecidos hace un siglo.
El paralelismo que se puede trazar entre la ficción literaria y los argumentos del debate filosófico resulta sumamente sugestivo. Por supuesto no cabe identificar por completo a los dos pensadores alemanes con sus presuntos correlatos literarios. Primero porque no hay estrictamente actas de un coloquio que sólo se conoce gracias a las notas tomadas por algún asistente y los testimonios orales del mismo. Además, como es lógico, los matices del diálogo literario y del debate filosófico son demasiado complejos como para simplificarlos en aras de subrayar esa comparación.
Pero en cualquier caso resulta inevitable acordarse de Martin Heidegger cuando leemos las tesis expuestas por Naphta, en tanto que los razonamientos de Settembrini nos parecen absolutamente idóneos para endosárselos a Ernst Cassirer. El primero defiende la disolución del individuo en el grupo social, apostando por un fuerte liderazgo comunitario cuyas directrices no cabe discutir y son ley. Por contra, su interlocutor defiende los valores de la Ilustración y aboga por la responsabilidad individual.
Rüdiger Safranski lo sugiere así en su biografía sobre Heidegger:
“En un lado estaba Settembrini, hijo impenitente de la Ilustración, un liberal y anticlerical, un humanista de enorme elocuencia. Y en el ala opuesta se hallaba Naphta, el apóstol del irracionalismo y la inquisición, enamorado del eros de la muerte y de la fuerza. A muchos participantes de la semana universitaria de Davos les vino a la memoria ese suceso imaginario. ¿Acaso estaba detrás de Cassirer el fantasma de Settembrini y detrás de Heidegger el de Naphta?”.
La cultura como emancipación
Esta fusión entre literatura y filosofía no deja de ser una constante histórica. Después de todo, las creaciones literarias y los discursos filosóficos interactúan y se nutren mutuamente. Ambos reflejan y condicionan un determinado clima político-social. Los factores culturales influyen decisivamente sobre nuestro ambiente tanto como la economía modula el acceso al universo cultural, y con ello se cincela nuestra forma de ser y actuar.
Para Cassirer, el ser humano es un animal simbólico que se configura dentro del universo cultural creado por él mismo. Su identidad resulta incomprensible sin atenerse a las manifestaciones míticas, religiosas, artísticas, filosóficas y lingüísticas que constituyen su entorno.
Habría que añadir ahora los logros tecnológicos y las circunstancias económicas. Pero sin duda el rico bagaje de nuestros imaginarios colectivos, moldeados por la literatura, el cine o los argumentos filosóficos, entre muchas otras cosas, continúa siendo fundamental, y deberíamos preservarlo como se merece si queremos conservar nuestra identidad.
Al final de su Antropología filosófica: Introducción a una filosofía de la cultura escribe Cassirer:
“La cultura humana tomada en su conjunto puede ser descrita como el proceso de la progresiva emancipación o autoliberación del ser humano. El lenguaje, el arte, la religión o la ciencia constituyen distintas fases de ese proceso. En todas ellas el ser humano descubre y prueba un nuevo poder, el de edificar un mundo propiamente suyo. La filosofía no puede renunciar a la búsqueda de una unidad fundamental en este mundo ideal”.
Roberto R. Aramayo, Profesor de Investigación IFS-CSIC (GI TcP Etica, Epistemología y Sociedad). Historiador de las ideas morales y políticas, Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
--
--