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Horrores Humanos: La historia real de Lizzie Borden, la asesina del hacha ¿Culpable o Inocente?

Horrores Humanos: La historia real de Lizzie Borden, la asesina del hacha ¿Culpable o Inocente?

Un hacha, dos cadáveres y un juicio que expuso los prejuicios de una época. Conoce el espeluznante caso de Lizzie Borden, un juicio que estremeció a la sociedad victoriana y una mujer que desafió todas las expectativas… ¿culpable o inocente? La verdad detrás del mito te sorprenderá.

La mañana del 4 de agosto de 1892 amaneció sofocante en Fall River, Massachusetts. El termómetro marcaba casi 40 grados, pero nada podría haber preparado a esta próspera ciudad industrial para el horror que estaba a punto de desatarse en el número 92 de la Segunda Calle.

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En aquella residencia victoriana de dos plantas, envuelta en el silencio matutino, alguien empuñaba un hacha pequeña con una determinación helada. Los golpes resonaron en el aire espeso del verano, uno tras otro, hasta diecinueve veces para Abby Borden y diez más para su esposo Andrew. Cuando el último eco se desvaneció, Fall River se convirtió en el epicentro del crimen más desconcertante de la época dorada estadounidense.

Una familia marcada por el resentimiento

Andrew Jackson Borden, de 69 años, era todo lo que representaba el éxito estadounidense de finales del siglo XIX. Un empresario astuto que había acumulado una fortuna considerable en bienes raíces y negocios bancarios, pero cuya tacañería era legendaria incluso entre sus vecinos. Su hogar, a pesar de su riqueza, carecía de las comodidades básicas de la época: no tenía electricidad ni fontanería interior, algo inusual para una familia de su posición social.

Las tensiones familiares habían estado hirviendo a fuego lento durante años. Lizzie, de 32 años, y su hermana mayor Emma, de 41 años, nunca aceptaron verdaderamente a Abby Durfee Gray, quien se había convertido en su madrastra tras contraer matrimonio con Andrew en 1865, solo 3 años después de haber enviudado. Y el hecho es que la relación entre las hermanas y su padre tampoco era precisamente cálida. Los desacuerdos sobre el dinero y las propiedades familiares crearon un ambiente doméstico cargado de hostilidad silenciosa.

Apenas dos semanas antes de los asesinatos, Andrew había traspasado una propiedad a Abby y su hermana, lo que enfureció a Lizzie y Emma. En una clara muestra de desafío, las hermanas exigieron una compensación económica y recibieron $2.500 cada una. Sin embargo, este gesto no logró apaciguar el resentimiento que carcomía los cimientos de la familia Borden.

Una mañana de muerte

El 4 de agosto comenzó como cualquier otro día en el hogar de los Borden. John Morse, hermano de la primera esposa de Andrew, había pasado la noche como huésped y desayunó con la familia antes de salir para hacer unas compras alrededor de las 8:48 a.m. Andrew partió poco después a dar su paseo matutino, dejando en casa a Abby, Lizzie y la criada irlandesa Bridget Sullivan.

En algún momento entre las 9:00 y las 9:30 a.m., Abby subió al cuarto de huéspedes del segundo piso para hacer la cama. Según la investigación forense, se encontraba de cara a su asesino cuando recibió el primer golpe. El hacha la alcanzó justo por encima de la oreja, haciéndola girar y caer boca abajo sobre el suelo de madera. Su atacante no se detuvo allí: descargó dieciocho hachazos más sobre la parte posterior de su cabeza y cuello, ensañándose con una brutalidad que iba mucho más allá de lo necesario para causar la muerte.

Aproximadamente una hora y media después, Andrew regresó a casa. Su llave no funcionó en la puerta principal, algo que lo obligó a llamar. Bridget acudió a abrir, pero encontró la puerta atascada. Mientras forcejeaba con la cerradura, la criada murmuró una maldición. En ese momento preciso, según su testimonio, escuchó la risa de Lizzie proveniente de la parte superior de las escaleras. Un detalle escalofriante: para entonces, el cuerpo de Abby ya yacía sin vida en el segundo piso, visible para cualquiera que se encontrara en esa área de la casa.

Andrew se instaló en el sofá del salón para descansar. Sería su último momento de paz. Alrededor de las 11:00 a.m., mientras dormía una siesta, su asesino se acercó sigilosamente. Los golpes del hacha fueron precisos y devastadores: diez hachazos que le destrozaron el rostro hasta hacerlo irreconocible, reventando su ojo izquierdo y exponiendo partes de su cráneo.

El descubrimiento que conmocionó a una ciudad

«¡Maggie, baja! ¡Baja rápido! ¡Papá está muerto; alguien entró y lo mató!»

Este grito desesperado de Lizzie Borden rompió el silencio de la mañana y marcó el inicio de uno de los casos criminales más controvertidos de la historia estadounidense. Bridget Sullivan, que descansaba en su habitación del ático después de lavar las ventanas exteriores, bajó corriendo para encontrar una escena que la perseguiría para siempre.

El cuerpo de Andrew yacía en el sofá del salón, con el rostro prácticamente irreconocible debido a la ferocidad del ataque. La sangre había empapado los cojines y goteado hasta el suelo de madera pulida. La habitación, normalmente impoluta según los estándares victorianos, se había convertido en una macabra escena de violencia.

Pero lo más perturbador estaba por venir. Cuando la vecina Adelaide Churchill preguntó por el paradero de Abby, Lizzie sugirió que había salido tras recibir una nota de alguien que estaba enfermo. Al no encontrarla en la planta baja, Mrs. Churchill y Bridget subieron al segundo piso. A medio camino de las escaleras, con sus ojos a la altura del suelo del cuarto de huéspedes, encontraron el cuerpo de Abby tendido boca abajo en un charco de sangre coagulada y oscura.

En cuestión de minutos, la noticia se extendió por Fall River como la pólvora. Los curiosos comenzaron a congregarse fuera de la casa, formando una multitud que no se dispersaría en horas. La policía local, poco preparada para un crimen de tal magnitud, comenzó una investigación que más tarde sería criticada por su falta de profesionalismo y rigor.

Las pruebas que no cuadraban

Desde el primer momento, las declaraciones de Lizzie presentaron inconsistencias alarmantes que hicieron sospechar a los investigadores. Inicialmente afirmó haber escuchado un gemido o un ruido antes de entrar a la casa. Dos horas después, cambió su versión y aseguró que no había escuchado nada y que entró sin darse cuenta de que algo estaba mal.

Los detalles se volvían cada vez más extraños. Lizzie afirmó que durante el asesinato de su madrastra se encontraba en la planta baja leyendo una revista, pero no escuchó los diecinueve hachazos que resonaron en el piso superior. Más tarde cambió su historia, diciendo que estaba en el granero buscando plomo para hacer señuelos de pesca, una actividad inusual para una mujer de clase alta en la época victoriana.

La investigación forense reveló datos inquietantes. La sangre de Abby estaba oscura y coagulada, mientras que la de Andrew aún estaba fresca, confirmando que había una diferencia de aproximadamente noventa minutos entre ambos asesinatos. Esto significaba que el asesino había permanecido en la casa o en sus alrededores durante todo ese tiempo sin ser detectado.

En el sótano, la policía descubrió cuatro hachas. Una de ellas, con el mango roto, llamó especialmente la atención de los investigadores. La fractura de la madera parecía reciente, y la cabeza del hacha estaba cubierta con cenizas y polvo que parecían haber sido aplicados deliberadamente para simular que había estado allí durante mucho tiempo. Sin embargo, no se encontraron rastros de sangre en ninguna de las herramientas, lo que agregó otro misterio al caso.

El veneno, el vestido y las mentiras

Tres días antes de los asesinatos, algo inquietante había ocurrido en la farmacia Smith de Fall River. Eli Bence, el dependiente, identificó a Lizzie como la mujer que había intentado comprar ácido prúsico, un veneno mortal, alegando que lo necesitaba para limpiar una capa de piel de foca. El farmacéutico se negó a vendérselo sin receta médica, pero el incidente quedó grabado en su memoria.

La mañana de los crímenes, toda la familia Borden había sufrido problemas estomacales. Abby incluso había visitado al Dr. Bowen, temiendo que alguien hubiera envenenado su comida. Las autoridades analizaron los estómagos de las víctimas en busca de toxinas, pero no encontraron evidencia de envenenamiento. ¿Había sido el intento de comprar veneno un primer plan fallido?

Pero quizás el episodio más incriminatorio ocurrió tres días después de los asesinatos. Alice Russell, una amiga íntima de la familia que se había quedado para acompañar a las hermanas Borden, presenció algo que la perturbó profundamente. El domingo por la mañana, vio a Lizzie quemar un vestido azul en la estufa de la cocina. Cuando le preguntó qué hacía, Lizzie respondió tranquilamente: «Voy a quemar este vestido viejo; está cubierto de pintura».

Este detalle se volvió crucial porque varios testigos recordaban que Lizzie llevaba un vestido azul la mañana de los asesinatos. En una familia tan tacaña que convertía la ropa vieja en trapos para limpiar, quemar una prenda parecía extremadamente sospechoso. Para colmo, la supuesta nota que explicaba la ausencia de Abby nunca fue encontrada, a pesar de que se registró minuciosamente toda la casa.

El juicio del Siglo

El 5 de junio de 1893, Fall River se paralizó cuando comenzó el juicio más seguido de la época. Lizzie Borden se enfrentaba a tres cargos de asesinato: el de su padre, el de su madrastra, y un cargo conjunto por ambos crímenes. El caso había captado la atención nacional, convirtiendo a esta mujer soltera de clase media en el centro de un debate que trascendía lo meramente criminal.

La defensa, liderada por el ex gobernador George Robinson, construyó su estrategia alrededor de los prejuicios de la época. ¿Cómo podía una mujer cristiana, educada y de buena familia, cometer un crimen tan brutal? Los abogados argumentaron que Lizzie carecía de la fuerza física necesaria para infligir heridas tan devastadoras y que no existían pruebas físicas que la conectaran directamente con los crímenes.

Además, recalcaron la falta de sangre en su ropa y la ausencia del arma homicida. También mencionaron que dos testigos afirmaron haberla visto saliendo del granero a las 11:03 a.m., lo que supuestamente le daba una coartada para el asesinato de su padre.

La fiscalía, por su parte, presentó un caso basado principalmente en evidencia circunstancial. Destacaron las contradicciones en las declaraciones de Lizzie, su comportamiento extraño después de los crímenes, y el hecho de que era la única persona con oportunidad de cometer ambos asesinatos. También enfatizaron la conveniencia del momento: si Andrew hubiera muerto primero, toda su fortuna habría pasado a Abby y, posteriormente, a su familia. Al morir ella primero, las hijas fueron las herederas.

Prejuicios, clase social y el veredicto

El momento más dramático del juicio llegó cuando el Dr. Edward Wood anunció que mostraría los cráneos de las víctimas para demostrar cómo el hacha había penetrado en ellos. Al escuchar esto, Lizzie se desvaneció. Los caballeros del jurado, fieles a las convenciones victorianas, interpretaron esto como una muestra de la delicada sensibilidad femenina, totalmente incompatible con la brutalidad de los crímenes.

La decisión de los jueces de excluir testimonios cruciales resultó determinante. No se permitió que el jurado escuchara sobre el intento de comprar veneno ni las declaraciones contradictorias que Lizzie había hecho durante la investigación preliminar. Su testimonio en la audiencia judicial inicial, lleno de contradicciones e inconsistencias, fue declarado inadmisible porque no había tenido representación legal en ese momento.

El 20 de junio de 1893, después de deliberar apenas sesenta y siete minutos, el jurado declaró a Lizzie Borden inocente de todos los cargos. El veredicto fue recibido con aplausos en la sala. Lizzie se echó a llorar y pidió regresar inmediatamente a casa.

Una vida en el ostracismo

A pesar de su absolución legal, Lizzie Borden nunca recuperó su lugar en la sociedad de Fall River. La ciudad que una vez la había conocido como una mujer piadosa y caritativa ahora la veía con desconfianza y temor. Sus antiguos amigos la evitaban, y los chismes la seguían por las calles empedradas.

Con su herencia, Lizzie y Emma se mudaron a una mansión en la exclusiva zona de The Hill, que Lizzie bautizó como «Maplecroft». Allí intentó reinventarse, adoptando el nombre de Lizbeth y llevando un estilo de vida más liberal que escandalizó aún más a sus conservadores vecinos. Su hermana Emma, incapaz de soportar la tensión constante, se marchó de la casa en 1905, rompiendo así el último vínculo familiar que le quedaba.

Lizzie murió en 1927, a los 66 años, de neumonía. Irónicamente, Emma falleció apenas unos días después. Ambas fueron enterradas en el panteón familiar, junto a los padres que las habían llevado a la fama más siniestra. Hasta el final, Lizzie mantuvo su inocencia, pero los rumores y las especulaciones nunca cesaron.

El misterio que perdura

Más de 130 años después, el caso Lizzie Borden sigue fascinando a criminólogos, historiadores y aficionados al true crime. Las preguntas fundamentales permanecen sin respuesta: ¿Fue realmente Lizzie la asesina? ¿Pudo alguien más haber cometido estos crímenes brutales sin dejar rastro? ¿O acaso la verdad se perdió para siempre entre los prejuicios de una sociedad que no podía concebir que una «dama» fuera capaz de tal violencia?

Los expertos continúan debatiendo las evidencias. Algunos argumentan que Lizzie planificó cuidadosamente los asesinatos, quizás protegiéndose con un abrigo de su padre puesto al revés para evitar mancharse de sangre. Otros sugieren que pudo haber un cómplice o incluso un asesino completamente diferente que aprovechó las tensiones familiares para cometer el crimen perfecto.

Lo que permanece incuestionable es el impacto que estos asesinatos tuvieron en la sociedad estadounidense de finales del siglo XIX. El caso desafió las nociones victorianas sobre la feminidad, la clase social y la justicia. También marcó un punto de inflexión en la cobertura mediática de los crímenes, convirtiendo a Fall River en el escenario de uno de los primeros «juicios del siglo» ampliamente seguidos por la prensa nacional.

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