David Recuenco Serrano, Universidad Nebrija
Sentir dolor es una experiencia bien reconocida por todos. Basta poner la mano en el fuego para generar una respuesta nocioceptiva –los nocioceptores son terminaciones nerviosas que responden a estímulos “nocivos”– la cual, a través de un procesamiento correcto de dicha información, nos hará retirar la mano y, por lo tanto, protegernos de un estímulo peligroso.
Sin embargo, son muchas las personas que experimentan dolor a pesar de que las pruebas médicas que les han realizado apuntan a que no tienen ninguna lesión. Tampoco es raro sentir un dolor (de espalda, por ejemplo) sólo durante ciertas situaciones de la vida (quizás trabajando). Y otras tantas veces un dolor sin causa aparente se cronifica en el tiempo y no desaparece.
Por lo tanto, la respuesta a la pregunta que encabeza este artículo es un rotundo sí. Podemos experimentar dolor sin necesidad de tener una lesión. Vamos a explicar, de forma sencilla, en las siguientes líneas, por qué sucede esto en relación al dolor musculoesquelético. Y lo mejor de todo, a ofrecer una posible solución al problema.
Entendiendo el dolor
Tradicionalmente –y así se mantiene habitualmente en la mayor parte de nuestra sociedad– el dolor es entendido como un síntoma asociado a una enfermedad o lesión. Es decir, cuando aparece un dolor, damos por supuesto que se debe a un problema previo, a una lesión en una estructura de nuestro cuerpo. Si un día sentimos dolor en la rodilla, entendemos que ésta genera dolor, y nuestra lógica nos hace pensar que el problema y el dolor están en dicha estructura. Nada más lejos de la realidad. El dolor es una experiencia compleja que depende de múltiples factores.
La ciencia nos ha mostrado que lo primero que debemos entender es que el dolor es producido por nuestro cerebro, no por nuestra rodilla u otra estructura física. Los tejidos sólo contienen nocioceptores, que no es lo mismo que receptores de dolor. Eso implica que un tejido sólo puede informar al cerebro acerca de un posible daño, para que este lo interprete. En otras palabras, el dolor es una respuesta de nuestro cerebro ante una amenaza.
Llegados a este punto, el segundo aspecto a tener en cuenta es que el principal objetivo de nuestro cerebro es la supervivencia. Al cerebro le importa poco nuestro rendimiento laboral, deportivo o académico. Su prioridad es mantenernos a salvo, y el dolor es una herramienta sencilla y potente para conseguirlo. De hecho, le sirve a nuestro cerebro para hacernos cambiar de hábitos (malos hábitos). Dado que el dolor forma parte del sistema de supervivencia, cualquier amenaza, ya sea física, psicológica o emocional, puede ser un estímulo suficiente para generar dolor.
El dolor es una experiencia individual
Finalmente, es de gran relevancia mencionar que el dolor es una experiencia individual. Funciona como un recipiente en el que se van introduciendo diferentes elementos de carácter personal. En un momento dado podría rebosar y generar la aparición del dolor. De hecho, la activación de ciertas áreas del cerebro relacionadas con el dolor depende de las experiencias personales, las creencias propias, el estrés, el trabajo, la nutrición, la calidad del sueño, la realización o no de actividad física, etc. Por lo tanto, estamos hablando de que sentir dolor o no, depende de un amplio número de factores que tras ser interpretados en nuestro cerebro desencadenan una respuesta ante la o las amenazas.
En otras palabras, el dolor que sentimos en la rodilla, va a estar condicionado por factores como la alarma o miedo que nos genere un problema (lesión reciente o no), el estrés, la importancia que le demos, el estado de ánimo… Ante una misma situación podemos sentir o no dolor, y éste puede permanecer en el tiempo o desaparecer.
El dolor como un sistema de alarma
Expliquémoslo con una metáfora. Vivimos en una casa que tiene instalada una alarma. Un buen día, entra un ladrón en la casa y la alarma salta. La policía llega, investiga lo sucedido y, una vez hechas sus indagaciones, se va. Lo normal es que, una vez el problema se ha resuelto, dicha alarma vuelva a la calma.
Nuestra alarma interna (el sistema nervioso) funciona de manera similar. Está constantemente evaluando y monitorizando posibles amenazas. Por ejemplo, si pongo la mano en el fuego o sufro una torcedura de tobillo, la alarma se enciende y nos protege. Es su funcionamiento normal. Cuando la amenaza desaparece, vuelve gradualmente a la normalidad.
Sin embargo, en ocasiones, dicha alarma se mantiene encendida y sobreestimulada debido a pensamientos negativos, miedos, inflamación o irritación, malas experiencias con lesiones en el pasado, altos niveles de estrés… De esta forma el dolor podría no desaparecer y mantenerse incluso si la lesión que lo originó desaparece, o mostrarse en situaciones que no tengan un sentido aparente. Volviendo a la metáfora original, la alarma, en lugar de sonar cuando vuelve a entrar un ladrón, se activaría cada vez que pasa un vecino por la puerta o se cae una hoja cerca de la ventana.
Así, y en resumen, en función de la interpretación que haga nuestro cerebro del nivel de amenaza, aunando para ello todos los elementos disponibles (el nivel de estrés, la carga de los entrenamientos, un movimiento “extraño”, la importancia que se le dé a dicho movimiento, los conocimientos de los que disponga acerca del dolor, etc.) podremos o no sentir dolor. Lo que no necesariamente implica que tengamos un problema físico real.
Terapia contra el dolor
Si tenemos que seleccionar un tratamiento contra el dolor músculo esquelético de carácter crónico, ese es sin duda el ejercicio físico. Diversas investigaciones han mostrado su eficacia ante problemas de salud tan complejos como la fibromialgia. Al parecer se debe a que el ejercicio genera analgesia y adaptaciones estructurales y funcionales en el cerebro, además de disminuir el miedo al dolor y la ansiedad.
Hablar sobre cómo debería ser dicha actividad física sería tema de otro artículo. De momento, sin embargo, dejo aquí un par de consejos.
En primer lugar, ante un dolor musculoesquelético debemos movernos. El reposo no suele ser buena idea salvo en situaciones de gravedad extrema. El cuerpo está diseñado para el movimiento, y eso debemos tenerlo muy presente.
En segundo lugar, movernos sin dolor. Esto es debido a que cuando comprobamos constantemente si algo nos duele o no, y reproducimos ese dolor, estamos, por así decirlo, reentrenando los mecanismos que lo producen y haiéndolos más eficientes. Para ello, se pueden usar diversas estrategias. Por ejemplo, en el caso de que nos duela la rodilla tras cinco minutos de carrera, quizás el dolor desaparezca al montar en bicicleta y pueda ser nuestra actividad objetivo durante un tiempo. O es posible que nos funcione alternar el entrenamiento de carrera (menos de cinco minutos para no reproducir el dolor) con trabajo de pesas.
En caso de que no sea posible ejercitarnos sin dolor, busquemos estrategias (modificaciones del movimiento, fisioterapia…) para que dicho dolor se mantenga en niveles muy bajos y soportables durante la actividad. Teniendo en cuenta siempre, buscar el asesoramiento de profesionales cualificados para avanzar de forma satisfactoria en este proceso.
David Recuenco Serrano, Director del Grado en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte. Director del Doble Grado en CCAFYD y Fisioterapia, Universidad Nebrija
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original. / Imagen: Shutterstock
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