En la antigua Roma, cuando se quería erradicar el recuerdo de una persona considerada enemiga del estado se eliminaba todo aquello que hiciese referencia al condenado –imágenes, monumentos, inspcripciones–. A esto se ha denominado –a posteriori, como advierte Edgar Straehle– damnatio memoriae.
Diversas suertes de damnatio memoriae han sido practicadas por numerosos pueblos desde la Antigüedad, caso de hititas, babilonios o egipcios.
Así destacan las referencias que hace Tito Livio en su Ab Urbe Condita a la furia iconoclasta de los atenienses respecto a las estatuas, retratos e inscripciones de Filipo de Macedonia. Y todavía lo son más las diversas formas de «condena de memoria» que practicaron sus conciudadanos con aquellos cuya nefasta actuación los hacía acreedores a que desapareciese toda huella física de su paso por el mundo, paso previo para que su recuerdo se perdiera en la nebulosa de los tiempos.
La gestión de la memoria colectiva, al menos en aquella parte que tiene que ver con la relación entre presente y pasado, es algo que siempre ha seducido a los detentadores del poder.
Algunos, como Clístenes, el gran legislador ateniense, en su deseo de construir un nuevo estado basado en la igualdad de los ciudadanos ante la ley, podían actuar movidos por el plausible deseo de borrar todo rastro de oligarcas o tiranos. De hecho, no falta quien sugiere que la damnatio memoriae era también una forma de llamar la atención –de evocar al pasado desde el presente, diríamos en la actualidad– sobre actuaciones funestas o execrables que no debían ser olvidadas. Así, la destrucción de los vestigios de ese pasado cumpliría también una misión profiláctica y educativa, y esta solo puede ser eficaz cuando se hace visible.
De Roma a la URSS
Esta doble lectura explica que no exista unanimidad a la hora de considerar, como sin ir más lejos sugiere Enzo Traverso, que la eliminación de determinados personajes de las imágenes oficiales soviéticas bajo el estalinismo constituya otra forma de damnatio memoriae.
Charles W. Hedrick, por ejemplo, al destacar el olvido y el recuerdo selectivo de las acciones de V. N. Flavianus por las élites romanas, rechaza tal asociación y subraya los diferentes objetivos que perseguían ambas prácticas en el mundo romano y en la Unión Soviética.
Lo cierto es, sin embargo, que tales propósitos no tenían por qué ser idénticos dentro de una misma cultura, como tampoco lo eran los tiempos ni los contextos. Unas veces lo que primaba era la búsqueda de legitimación del nuevo gobernante; en otras se mezclaba lo público y lo privado, como cuando lo que subyacía era la disputa por el poder entre familias diversas; en otras, en fin, el deseo de apropiarse de los logros del antecesor.
Tampoco, como sugiere el propio Hedrick, podían ser comparables los medios de que disponía el Estado romano con los de un régimen totalitario como el soviético: muy limitados a la hora de garantizar la efectividad de la «condena de memoria» en el primer caso y de mucha mayor amplitud en sus efectos en el segundo. Disparidad de objetivos y de recursos constituyen, a mi juicio, los dos elementos esenciales en los que debemos poner el acento a la hora de interpretar la particular damnatio memoriae del estalinismo, manifestada en los centenares de imágenes recogidas y analizadas por David King.
Lo que hacía Stalin
Como punto de partida habría que distinguir entre la manipulación fotográfica orientada a transmitir una imagen más presentable del líder o de los logros del régimen y aquella que realmente perseguía borrar de la historia a quienes le incomodaban. Disimular las arrugas de Iósif Stalin o suavizar su gesto adusto, al igual que ocultar la suciedad de las calles, muros o edificios que envolvían a los jerarcas en su posado, parecería que no fuese más allá de una operación de marketing político.
Sin embargo, incluso en sus aspectos más nimios, estas acciones se integraban en un programa mucho más amplio y fanático: el “culto a la personalidad”, denunciado por Nikita Jrushchov en su famoso discurso del XX Congreso del Partido Comunista.
La obsesión de Stalin a la hora de hacer desaparecer la imagen de León Trotski de muchas fotografías se explica por el enfrentamiento político e ideológico que mantuvieron en su lucha por alcanzar el poder, lo que finalmente conduciría a este último al exilio y la muerte.
No muy diferente fue lo ocurrido con Lev Kámenev, su inicial aliado en su enfrentamiento con Trotski, pero que ya en diciembre de 1925 había llegado a solicitar públicamente la destitución de Stalin del puesto de secretario general. Once años más tarde, en el contexto de la «Gran Purga», iniciada en diciembre de 1934, Kámenev sería ejecutado y su imagen eliminada, a base de escalpelo y aerógrafo, de la famosa fotografía en la que compartía escenario con un Lenin exultante en su arenga a las tropas que partían hacia el frente polaco.
Yezhov, el Comisario del Pueblo del Interior que había dirigido las grandes purgas de los años treinta, acabó siendo una víctima más de ellas cuando su furia se volvió incómoda para el líder y, en consecuencia, un acompañante poco recomendable en la conocida imagen en la que se lo ve paseando con Stalin y Molotov con ocasión de las obras del canal del Volga.
Otros muchos, como Alexánder Málchenko, Isaac Zelenski, Grigori Zinóviev, Nikolái Bujarin, Karl Rádek, Nikolái Antípov, Serguéi Kírov o Nikolái Shvérnik, «desaparecieron» por las mismas o parecidas razones.
A mayores niveles de autocracia, mayor suele la tentación del déspota por aplicar la «condena de memoria» a quienes se perciben como una amenaza en un momento dado. A veces, incluso después de asesinarlos, porque la mera evocación del ajusticiado puede socavar la idolatría hacia el líder.
Quizá por eso es un lugar común traer a colación los paralelismos entre la realidad imaginada por George Orwell en su distópico 1984 y la Unión Soviética de Stalin. Y por eso conviene permanecer en alerta, hoy como ayer, frente a los aspirantes a funcionarios del «Ministerio de la Verdad», encargados de revisar la historia y de eliminar de ella a los caídos en desgracia.
Julio Prada Rodríguez, Profesor de Historia Contemporánea, Universidade de Vigo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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