Hablar sobre el cíborg (ser formado por componentes orgánicos y cibernéticos) en el siglo XXI requiere de algunas precisiones. En especial, si nos proponemos disertar sobre una filosofía que emane de ello, que analice su existencia.
En principio, cuando nos referimos al cíborg lo usual es pensar en tecnología, en dar un salto de lo “natural” hacia lo “artificial”. Es decir, abandonar lo que hasta ahora habíamos entendido como “naturalmente humano” para incorporar a nuestra vida los artilugios electrónicos que hemos diseñado.
Visto así, el cíborg sería una mezcla de carne y metal, de células y circuitos. De esta forma ha sido entendido desde el siglo pasado en la teoría y la ficción. Filmes como The Terminator de James Cameron, RoboCop de Paul Verhoeven y personajes como Cyborg de DC Comics así nos lo presentan.
Aquí nosotros apuntamos hacia otra dirección. Una donde esa dualidad natural-artificial, tradicionalmente atribuida a este “organismo cibernético”, puede sustituirse por una constitución híbrida más ámplia, en la cual cuerpos humanos (de diversos géneros), máquinas, animales, plantas, aire, tierra, galaxias y todo lo que existe estén interconectados. Donde lo anteriormente dividido entre orgánico e inorgánico quede imbricado sin exclusión en un mismo concepto de vida.
El cíborg es parte de la vida
Este no es un planteamiento nuevo. Hoy sabemos que los neandertales y los sapiens estuvieron sexualmente vinculados. También que nosotros, únicos homínidos vivos del planeta, portamos sus genes. Por no hablar extensivamente del altísimo porcentaje de ADN que compartimos con los chimpancés, o del carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno que también compartimos nada menos que con el universo. La mezcla es una condición de la existencia, no una excepción: es el modo en el que está constituida la vida.
En nuestro libro Filosofía Cyborg presentamos una propuesta de cíborg centrada en una realidad interconectada, horizontal y diversa. Que las tecnologías electrónicas y biológicas sean distintas, que la existencia sea diversa, no significa que haya jerarquías.
En sus estudios, el neurobiólogo Stefano Mancuso ha concluido que la inteligencia humana no es superior a la de las plantas. El camino de Buda está presente por igual en los monjes humanos y en el sacerdote androide Mindar que habita el templo Kodaiji en Tokio. El cuerpo biológico del artista Stelarc le es tan propio como sus prótesis tecnológicas (físicas o digitales).
Por lo tanto, una discusión filosófica alrededor del concepto de cíborg debe partir de una perspectiva de la vida donde todo está íntimamente integrado –humanos, animales, plantas, robots, etcétera–. Si aceptamos esto podemos vincular todo lo que existe a partir del modo en el que se presentan en los eventos cotidianos, cómo aparecen y desaparecen, se unen y separan las cosas y las ideas en el flujo del tiempo presente.
Una filosofía de la inteligencia múltiple
Un modo de filosofar cíborg es aquel capaz de diseñarse a sí mismo constantemente e integrar conceptos y saberes aparentemente contradictorios. Uno que también reconoce vitalidad en todo lo que existe, sin distinguir entre cosas activas e inertes. De ahí que reconozca inteligencia tanto en las redes neuronales de las máquinas y los humanos como en las redes vegetales de los hongos micelios y el universo entero.
Y es desde esa condición contemporánea del cíborg, bajo la cual estimamos que toda existencia es vida inteligente, que esta filosofía conecta lo biológico (de todas las formas de vida) con las propiedades de la electrónica y la tecnología digital de este siglo. De ahí su posibilidad de ubicarnos en una perspectiva distinta a la de siglos anteriores y llamarnos a pensar nuestro mundo de una forma más incluyente, tolerante e incluso compasiva. Esto puede generar un impacto en la ecología, en la ética y en el modo en el que apreciamos la belleza.
Somos seres naturales y tecnológicos
Aunque parezca lo contrario, pensar en lo cíborg es tomar distancia del antropocentrismo moderno. La expresión misma de la naturaleza es tecnológica. Basta recordar que en innumerables casos –las máquinas de Leonardo Da Vinci o los productos generativos de MHOX por ejemplo– nuestros diseños imitan a los de las plantas, los insectos o los animales. Es decir, hay procesos altamente eficaces e inteligentes que producen corales, panales, genomas, satélites, nanobots, galaxias o manglares por igual.
Aceptar una tecnología común a todos los aspectos de la vida cuestiona la noción de inteligencia que hemos asumido desde tiempos clásicos, tal vez por haber desconocido el funcionamiento de la existencia. También, por asumir que las diferencias, las capacidades diversas, implican jerarquías. Hoy tenemos otros recursos, saberes y datos. Las humanidades y las ciencias nos permiten pensar de otro modo.
Los seres humanos hacemos tecnología porque somos tecnológicos, como todo lo que nos acompaña en el universo. Porque al igual que la inteligencia artificial, los bosques y los animales adquirimos conocimientos, cambiamos constantemente y somos tan creativos como el universo siempre en transformación y expansión.
Humberto Valdivieso Blanco, Profesor de Filosofía Contemporánea y Semiótica, Universidad Católica Andrés Bello y Lorena Rojas Parma, Profesor/investigador Filosofía, Universidad Católica Andrés Bello
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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