No, no voy a hablar de matrimonios, noviazgos o romances. Aunque “para toda la vida” quisiéramos estar cerca de la persona amada, hoy voy contaré sobre un amor mayor. Un amor que supera la distancia, el tiempo, las ofensas, los malentendidos… Hablaré del amor de padres, ese que es realmente para toda la vida.
He vivido de cerca la emoción de los embarazos de amigas y los casos de familiares cercanos. La alegría de recibir la noticia, la maravillas y tormentos del embarazo, el esperado nacimiento, el primer diente, los primeros pasos, las primeras palabras y hasta las primeras travesuras (si, sé que he olvidado mencionar las malas noches, esa es la ventaja de ser la tía, solo nos toca lo bueno :p). Son unos años de magia que nunca caducarán. Ellos crecerán, algunos tomarán un camino que les llevará lejos de su casa, para sus padres siempre serán los pequeños que con emoción cargaron en sus brazos aquel inolvidable día en que llegaron al mundo. Pero los hijos, a veces, no son conscientes de la magnitud de ese amor.
En condición de hijos, sabemos que debemos cariño y respeto a los padres por su devoción, sus sacrificios y sobre todo por su amor para con nosotros, pero tenemos esa rara concepción de que llegada cierta edad su trabajo ha terminado y ya somos «grandes». Como adultos independientes partiremos en busca de nuevos horizontes, llamaremos de vez en cuando a los viejos para dejarnos sentir y visitaremos en días feriados para no perder la costumbre. Cualquier indicio contrario hiere nuestro ego de adulto independiente. Así lo veía yo.
La vida tiene dos formas de enseñarnos, aprendemos las lecciones por las buenas o las aprendemos por las malas, pero nunca nos saltaremos un capítulo. Yo era de esas que después de pasar a la adultez legal quería hacer su vida, pagar sus cuentas, casarse con el éxito profesional y volver a la casa de sus padres un mal día cada verano, al estilo de las series americanas de las que era fan en mi adolescencia. Siempre me identifiqué con el prototipo de mujer fuerte que se come el mundo y deja huellas por donde pasa con su personalidad imponente y arrebatadora. Lo que no calculé es que esas mujeres no nacieron fuertes, que esa fortaleza se adquiere cuando nos enfrentamos a las dificultades, cuando aceptamos la vulnerabilidad humana y con base en esa realidad decidimos seguir adelante, echar la pelea.
En un año de muchos cambios, de esos en que los vientos huracanados de la vida te sacan de tu zona de confort en varios aspectos, y todo al mismo tiempo, sabía que esa revolución en mí era necesaria pero al mismo tiempo me sentía muy desamparada. Mi ideal de mujer imponente me decía ¡tienes que ser fuerte! yo sabía que contaba con la capacidad de hacer las cosas bien, sabía que son momentos de inestabilidad normales cuando pasamos de una etapa a otra, pero a veces hace falta escuchar esas palabras de un tercero. Sentir un abrazo de esos que te devuelven las fuerzas. Una de esas tardes de «tormenta emocional» mi madre vino a mi habitación, se sentó unos minutos y me contó sobre problemas que había tenido que enfrentar su el trabajo y la manera en que con paciencia y sabiduría todo va tomando forma hasta que baja la marea. Ella había visto la angustia en mi expresión y sus palabras hicieron en mí el efecto del abrazo que te devuelve las fuerzas. Durante varias semanas, sin que yo les contara lo que me estaba sucediendo, mis padres me apoyaron insertando palabras de ánimo de manera sutil en sus actividades cotidianas. Entendí que la conexión no se rompe cuando cortan el cordón umbilical y que su amor por mí será para toda la vida.
Cuando somos niños nuestros gritos les espantan el sueño, cuando somos grandes son nuestras preocupaciones las responsables de sus desvelos. En una u otra situación siempre estarán ahí, no para hacer tu trabajo por ti pero sí para animarte a que continúes en la lucha por la vida.
El corazón tiene un apartado «neverland» donde los hijos nunca crecen. En el corazón de nuestros padres, todavía somos pequeños.
Una colaboración de @Fioresita
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