Ser un buen padre no es algo fácil de definir. De hecho, nuestra imagen de “buen padre” no sólo está condicionada por la especie a la que pertenecemos sino que, incluso dentro de los Homo sapiens, las circunstancias culturales han hecho que un padre ideal en el siglo XXI no tenga absolutamente nada que ver con esa misma consideración para un hombre de la Persia imperial.
Esta diversidad sociocultural se multiplica exponencialmente si la comparamos con la diversidad biológica del mundo animal. Tenemos todas las opciones imaginables (y también las inimaginables) en las conductas desplegadas por los padres (los progenitores masculinos) hacia sus hijos.
No obstante, y desde un punto de vista estrictamente biológico, sí que sería posible encontrar una definición perfecta del buen padre si recurrimos a argumentos evolutivos. Desde esta perspectiva, sería aquel que procura la supervivencia de su descendencia, al menos hasta que ésta adquiere la madurez sexual. Así, todo comportamiento parental que aumente las posibilidades de reproducción de los hijos sería considerado un carácter adaptativo, aumentaría la eficacia biológica de la especie y, consecuentemente, sería favorecido por la selección natural.
Los cuidados parentales, por lo tanto, son ventajosos. Sin embargo, y por extraño que parezca, también son extraordinariamente escasos. ¿Por qué?
Padres que ni están ni se les espera
La primera razón estaría relacionada con nuestra costumbre de discernir si la criatura neonatal se parece más a mamá o a papá.
De entrada, en la mayoría de las especies (que poseen fases larvarias), la discusión sería irrelevante, porque “la criaturita” no se parece, ni remotamente, a ningún progenitor. Su aspecto es radical y asombrosamente diferente. Tanto es así que, cuando el conocimiento biológico era más limitado, diferentes fases vitales de muchas especies frecuentemente han sido consideradas no sólo especies diferentes, sino grupos (filos) radicalmente distintos. De hecho, estas divergencias entre padres e hijos no sólo son anatómicas y fisiológicas, sino también ecológicas. Eso significa que los descendientes, en sus primeras fases vitales, no comparten hábitats con sus padres y viven en “universos” diferentes.
Pongamos un ejemplo conocido por todos: los mosquitos. Sus larvas son “gusanitos” que viven, comen, respiran y se desarrollan en el agua, mientras sus padres viven en “otra galaxia”: el medio aéreo. En estas circunstancias, la interacción es prácticamente nula, la convivencia no existe y los cuidados parentales no son factibles.

Por contraposición, podríamos pensar que, cuando no existen larvas, los padres se interesarán por el destino de sus criaturas presuponiendo que cuidamos “lo que se nos parece”. Pues descartemos nuestra bonita y tierna hipótesis: en la mayoría de las especies, los padres se desentienden de su progenie una vez que han eclosionado los huevos.
¿De qué depende que los padres cuiden a sus hijos?
Son varios los factores que parecen estar implicados, y para entenderlos hay que tener en cuenta, primeramente, una obviedad: para cuidar a la descendencia hay que estar vivo. Desde esta perspectiva, no “podrían” ser buenos padres todos aquellos a los que el esfuerzo reproductor les supone la muerte. Aunque quisieran, los salmones no podrían cuidar de sus hijos porque, tras remontar el río donde nacieron, mueren al desovar.
Otro elemento a considerar sería el número de descendientes generados en un proceso reproductor. Es evidente que es complicado prepararles el desayuno a los 20 000 hijos que acabas de tener de una tacada (cuando, además, se confunden con los 20 000 de cada uno de tus vecinos, como podría ocurrir en muchísimas especies marinas con fecundación externa). Así eliminamos la posibilidad de cuidados parentales en todas las especies que apuestan más por la cantidad a la hora de conseguir la supervivencia de alguno de sus descendientes que por la calidad de los cuidados que se les otorguen a un número reducido de crías.
Un tercer factor imprescindible para cuidar los hijos es la posibilidad de tener un lugar seguro donde los pequeños puedan sobrevivir mientras los padres buscan alimento. La existencia de este “nido-hogar” es una característica que comparten mamíferos y aves con insectos sociales como las abejas o las hormigas.
También influye la dureza del entorno físico en el que se desarrolla la prole, tornándose imprescindibles los cuidados parentales para lograr su supervivencia. Así, las hembras del arácnido telifónido Mastigoproctus giganteus transportan a las pequeñas preninfas en una cámara incubadora abdominal, garantizándoles la humedad imprescindible para sobrevivir en ambientes de extrema aridez.
Aún más curioso es cómo influye, en el caso de algunas especies depredadoras, su propia naturaleza. Un ejemplo muy llamativo es el de muchos grandes escualos, que presentan las llamadas nursery grounds. Estas zonas son, básicamente, “guarderías” submarinas donde las feroces “madres tiburonas” orbitan nadando alrededor de sus crías y evitando el ataque de los propios machos de su especie

Cavan-Images/Shutterstock
Pero quizás lo que condiciona más la existencia de los cuidados parentales es el nivel de altricidad de los hijos, es decir, su grado de indefensión por no tener capacidad de alimentarse y subsistir por sí mismos. Aquí incluimos a todas las especies de mamíferos (que dependen durante su primera fase de vida de la lactancia materna) pero también a la mayoría de las aves que necesitan cuidados después del nacimiento antes de poder desenvolverse autónomamente.
Si aunamos todos los requisitos, los cuidados se han desarrollado principalmente en especies que no mueren al reproducirse, que tienen desarrollo directo (sin larvas), que tienen pocos descendientes por evento reproductor, que no contemplan a sus propias crías como posibles alimentos y, lo que es más importante, cuyas crías necesitan de sus padres para su propia supervivencia. En ese reducidísimo grupo de especies estarían, fundamentalmente, insectos sociales, aves modernas y mamíferos eutremas.

Vova Shevchuk/Shutterstock
Padres involucrados
Los vertebrados nos ofrecen un amplio muestrario de posibilidades en los cuidados de los hijos y parece haber una cierta prevalencia de cada modalidad de cuidados en los linajes evolutivos de cada grupo.
En los pocos peces óseos que se ocupan de las crías, lo hacen frecuentemente los machos. En el conocido ejemplo de los hipocampos, es el caballito de mar “papá” el que transporta a la prole hasta que los juveniles pueden nadar libremente. Aquí la hembra se limita a poner los huevos fecundados en la bolsa ventral de su pareja, que es el que luce “preñado”. Los machos cíclidos, por su parte, segregan una especie de leche-moco a través de la piel de la que se alimentan las crías, aunque esta tarea la comparten con las madres.
No obstante, el caso más conocido de padres involucrados en el cuidado de la prole es el de las aves, donde masivamente el cuidado es biparental. Este comportamiento es consecuencia del desarrollo homeotermo de sus embriones, esto es, los huevos hay que empollarlos para que estén calentitos. Si se enfrían, el desarrollo embrionario aborta. En esta absorbente y continua actividad la selección natural ha permitido el relevo y favorecido la monogamia social. En el 95 % de las aves, las parejas se mantienen durante la temporada de cría y ambos padres empollan los huevos.
El vínculo madre-hijo de los mamíferos
En el caso de los mamíferos, los cuidados “parentales” son clara y masivamente “maternales”. Los mamíferos tenemos la suerte de que nuestros embriones no son depredados, pisoteados, llevados por la corriente o mil circunstancias más que afectan a las especies ovíparas. Por el contrario, ubicamos nuestro desarrollo embrionario y fetal dentro de un calentito, seguro y mullido útero materno. Este vínculo madre-hijo se continúa durante la lactancia (que también corre a cargo de las hembras).
Todo ello supone un aumento enorme de la tasa de supervivencia de las crías. En el caso de los primates (y especialmente en el de los humanos), además, las potencialidades de la especie se multiplican con las posibilidades de dedicar mucho tiempo a “enseñar”, desarrollándose una herencia doble (la genética y la cultural) que no tiene parangón en el mundo vivo.
Este hecho merece una interesante reflexión: la gran ventaja que para los mamíferos que ha supuesto la viviparidad, la pagan casi exclusivamente las hembras (en nuestro caso, las mujeres).
El “buen padre humano”, ya que no puede serlo biológicamente, tiene la fascinante posibilidad de hacerlo culturalmente y compensar esta injusta balanza a base de amor, tiempo y enseñanza a sus hijos. Afortunadamente, cada vez son más los que descubren este impagable privilegio.
A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
--
--