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¿Por qué no urge incorporar la inteligencia artificial a la enseñanza?

¿Por qué no urge incorporar la inteligencia artificial a la enseñanza?

Cada vez que aparece una nueva herramienta tecnológica se plantea su uso educativo. Pero lo fundamental es analizar antes de usar, no recibirlo ni como una amenaza ni como una panacea.

El auge de la inteligencia artificial generativa ha afectado inevitablemente a la educación. Por un lado están todos los problemas relacionados con el uso inadecuado de esta tecnología (por ejemplo, para hacer trabajos). Por otro lado, hay docentes que sienten otra inquietud legítima: ¿no debería estar usándola YA en mis clases?

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La respuesta a esta pregunta, sobre todo cuando tiene que ver con el uso de la inteligencia artificial por parte de los alumnos, es sencilla: “No. No hay prisa”. Y hay múltiples razones para no tener prisa. A continuación las explicamos.

Las razones de la historia

Podríamos pensar que la siguiente afirmación ha sido hecha por algún tecnólogo experto en el ámbito educativo refiriéndose a las consecuencias de usar las tabletas o la inteligencia artificial en el aula:

“Muy pronto, en los colegios los libros se considerarán objetos obsoletos”.

La realidad es que estas declaraciones fueron hechas en 1913 por Sir Thomas Edison, y se refería a los efectos que tendría el cine en la educación.

Lo mismo ha sucedido históricamente con otras tecnologías. Benjamin Darrow, fundador y director de una escuela, afirmaba en su libro “Radio, the assitant Teacher” en 1932:

“La radio pondrá al alcance de las personas los servicios de los mejores profesores”.

Lyndon Johnson, el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América, aseguró en 1968:

“Gracias a la televisión, los alumnos aprenden dos veces más rápido que antes y retienen lo aprendido”.

En cuanto aparece una tecnología disruptiva y novedosa, rápidamente se piensa en su aplicación en el ámbito de la educación. En este sentido, el historiador estadounidense Larry Cuban identificó en esta aplicación un patrón consistente en cuatro fases: euforia, credibilidad científica, decepción y culpabilización.

De la euforia al desencanto

En la fase de euforia, tanto las empresas que diseñan y comercializan la tecnología como los identificados como “evangelistas” (personas relacionadas o no con la educación, aunque muchas veces sí relacionadas con las mencionadas empresas tecnológicas), proclaman sus supuestas bondades pedagógicas.

En la fase de credibilidad científica se publican artículos y se buscan estudios cuyos resultados respalden los beneficios pedagógicos que supuestamente aporta dicha tecnología.

La decepción llega cuando se comprueba que no existe tal beneficio (o por lo menos, no tal y como lo habían prometido).

En la cuarta y última fase se busca al responsable o responsables de que se nos haya vendido esta tecnología como la panacea. Independientemente de quién se decida que tiene la culpa, lo cierto es que los que pagan el precio de haberse precipitado y equivocado son los alumnos.

Como epílogo a la teoría de Cuban y en base a la “Hype Cycle” de Gartner (con la que la teoría de Cuban tiene ciertas similitudes), a estas tecnologías les puede ocurrir dos cosas: o caen en el olvido (en lo que al ámbito educativo se refiere), o se identifican algunos casos de uso realmente útiles, concretos y realistas, que acaban encontrando su sitio dentro del ámbito educativo. Mientras que, por ejemplo, los LMS (sistemas de gestión de aprendizaje) se han integrado en el ámbito educativo y son usados en multitud de instituciones a todos los niveles, otras tecnologías como blockchain no terminan de despegar.

De los dispositivos móviles a la inteligencia artificial

Actualmente existen dos ciclos de este tipo (en diferentes fases) que se superponen, uno respecto a las tecnologías móviles, que han alcanzado ya la tercera y la cuarta fase, y otro respecto al uso de IA, que está en sus primeras fases.

En diferentes provincias de España se ha comenzado a prohibir el uso de los móviles en el aula y el uso de los ordenadores portátiles empieza a estar en entredicho. Hace algo más de un año que Suecia planteó modificar su plan digital para reintroducir los libros (justo lo contrario de lo que proclamaba Thomas Edison hace algo más de un siglo, aunque sobre otra tecnología) debido a la caída de 11 puntos en una prueba denominada PIRLS (que podría traducirse como Estudio Internacional del Progreso de la Comprensión Lectora).

Como con los ejemplos históricos antes mencionados, esta tecnología se ha introducido en multitud de planes digitales de centro sin haber comprobado de manera adecuada su efectividad. Y es ahora cuando se está comprobando que no cumplen lo que otros prometían de ella.

El segundo ciclo que estamos viviendo es el que tiene que ver con la inteligencia artificial. Empresas como OpenAI, Microsoft o Google, y diferentes tipos de evangelistas, entre youtubers, aficionados y, por supuesto, otras empresas relacionadas con esta tecnología, nos animan a que la introduzcamos en las aulas. Sirvan como ejemplo las declaraciones de Sal Khan en una entrevista hecha por Microsoft, donde el fundador de Khan Academy afirma que “si no la usas al menos un poco, vas a tener problemas en un par de años”. Es esa primera fase de euforia en la que el brillo de lo tecnológico puede cegar el discernimiento de algunos.

La realidad es bien diferente: no existe ninguna evidencia de que el uso generalizado de la inteligencia artificial en el aula mejore el aprendizaje de los alumnos.

Otra cuestión diferente es que un profesor encuentre un uso concreto de un sistema determinado que beneficie a los alumnos (pero no porque se lo imagina o lo desea, sino porque realmente se da esa mejora). Pero esto requiere tiempo, discernimiento y resultados. Y pasa con cualquier tecnología, no solo con la IA.

Precaución frente a urgencia

Además del ciclo histórico que suele afectar a las tecnologías en su aplicación a la enseñanza, hay otros motivos por los que no hay prisa en la implantación de la inteligencia artificial a la educación.

Uno es la delegación de habilidades. Cuando delegamos una habilidad en una tecnología, obviamente, dicha habilidad se ve afectada: al delegar el cálculo numérico en la calculadora, hemos perdido velocidad de cálculo. A cambio, podemos hacer cálculos mucho más complejos con una exactitud del 100 %.

A veces nos vale la pena. Pero en otras ocasiones, no. ¿Qué habilidad van a dejar de practicar mis alumnos al usar una aplicación o sistema de inteligencia artificial determinado? Puede que ninguna. O sí, y entonces igual la IA no es la herramienta adecuada.

Otro motivo de cautela es el relacionado con los datos. La IA que se usa hoy en día se basa fundamentalmente en el uso masivo de datos de entrenamiento. Cuando interactuamos con chatGPT y otros modelos de lenguaje, esas interacciones se usan muchas veces para entrenar dichos modelos. Incluso si usamos (nosotros o los alumnos) datos personales. ¿Vamos a exponer, aunque sea sin querer, la privacidad de nuestros alumnos?

Finalmente, están los sesgos, errores e inexactitudes que producen los modelos de lenguaje. Si la educación debe estar basada en la verdad y el sistema educativo es un sistema sensible porque del mismo depende la formación de las futuras generaciones, no deberíamos introducir en el mismo una herramienta que falla (las llamadas “alucinaciones” son inevitables debido a la naturaleza probabilística de los modelos de lenguaje).

Un martillo en busca de clavos

El psicólogo Abraham Maslow decía en referencia al fracaso en la resolución de problemas que cuando uno tiene un martillo todo parecen clavos. Y hoy en día la inteligencia artificial es el martillo de moda, incluso en casos donde supone más un problema que una solución, como en el tema de la sostenibilidad.

En el ámbito educativo existen problemas (como en cualquier otro) cuya naturaleza y solución no son tecnológicas sino que requieren un planteamiento diferente o una solución de otro tipo. La IA o cualquier otra tecnología solo debería utilizarse si aporta un beneficio (real) a los alumnos. Que la usen fuera del aula, o que esté de moda, no deberían justificar su uso.

Enrique Estellés Arolas, Docente e investigador de nuevas tecnologías aplicadas a la educación e inteligencia colectiva, Universidad Católica de Valencia

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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