Las universidades públicas andaluzas han mostrado recientemente su rechazo a la exclusión de las mujeres afganas de la educación superior. Esto supone, además de un atropello de los derechos humanos, el empobrecimiento global.
Conviene recordar que en España las mujeres consiguieron acceder a los estudios universitarios hace relativamente poco tiempo, a pesar del origen medieval de la institución. Una ausencia que evidencia la concepción androcéntrica de la historia y el predominio de una cultura que ha recluido a las mujeres al ámbito privado, como esposas, madres y cuidadoras. Los impedimentos para el acceso de las mujeres al conocimiento significaron entonces, y significan hoy, su exclusión del poder, reservado a los varones.
¿Cuándo accedieron a los estudios superiores?
La irrupción de la mujer en la universidad española tuvo un recorrido lento y lleno de obstáculos y su presencia no se constata hasta finales del siglo XIX. Desde un punto de vista político no se había planteado la posibilidad de que las mujeres accediesen a los estudios superiores, concebidos hasta la fecha para élites varoniles.
En un contexto social en el que no se presuponía el acceso de cualquier hombre a la universidad, menos aún se contemplaba la posibilidad de que lo hiciese una mujer. Es cierto que los hombres también podían verse excluidos del espacio universitario en base a las categorías sociales que imperaban en la época, pero nunca por razón de su sexo.
Las mujeres, en cambio, solo quedaban excluidas por el hecho de ser mujer. Sin embargo, ninguna disposición normativa prohibía el acceso de las mujeres a los estudios universitarios, aunque la presunción conceptual jugó a favor del varón. Omisión que pudo deberse a un descuido del legislador que tan siquiera se planteó esta posibilidad.
Entonces, si no estaba prohibido expresamente, ¿podían acceder a los estudios superiores? A finales del siglo XIX varias mujeres solicitaron examinarse de segunda enseñanza, y sus peticiones fueron estimadas favorablemente porque no contravenían ninguna norma jurídica. Es cierto que las fuentes de la época recogen algunos de los inconvenientes que causaba la reunión de hombres y mujeres en las clases, pero finalmente, prevaleció el derecho de la mujer a la educación. Las peticiones se hicieron más frecuentes y abrieron la puerta a otras mujeres, pues las respuestas se extendían a quienes se encontraran en la misma situación.
Pronto dejaron de conformarse con los estudios de Bachiller y solicitaron acceder al examen de Grado. Fue el caso de Dolores Aleu Riera y María Elena Maseras Ribera, que consiguieron realizar el examen de Grado en Medicina en la Universidad de Barcelona en 1822. Aunque, en esta ocasión, la autorización fue más restrictiva y no era de aplicación a otros supuestos similares, lo que constataba la restricción en el acceso. Hasta tal punto que una Real Orden de 11 junio de 1888 se pronunció expresamente sobre esta cuestión: se admitía a las mujeres como alumnas, pero de enseñanza no oficial. Esto significaba que no podían acceder a las clases, salvo para realizar los exámenes oportunos, previa consulta a la autoridad superior, que entonces era la Dirección General de Instrucción Pública del Ministerio de Fomento.
Esta norma restrictiva estuvo en vigor hasta el año 1910 cuando, en el contexto de la Institución Libre de Enseñanza, se dejó sin efecto por considerarla un trámite injusto para las aspirantes a los estudios superiores. Ese mismo año, el 2 de septiembre, una real orden otorgaba validez a los títulos universitarios obtenidos por mujeres.
De estudiantes a profesionales
La real orden de 2 de septiembre permitía el acceso al espacio universitario, en calidad de alumnas, pero también abría las puertas a la carrera académica, pudiendo incorporarse como docentes e investigadoras a las facultades y centros universitarios nacionales.
Las facultades con mayor número de alumnas matriculadas fueron las de Farmacia, Filosofía y Letras y Ciencias, por ofrecer estas un mayor abanico de salidas profesionales. Los estudios menos solicitados eran precisamente los jurídicos, por presentar un campo profesional restrictivo para las mujeres: se les permitió el ejercicio de la abogacía, pero se mantuvieron restricciones de acceso a procuraduría, notarías y registros de la propiedad, salvo durante el período de la II República.
En el caso de la judicatura, las mujeres no pudieron acceder a la carrera judicial hasta el año 1966, lo que supuso una regresión en sus avances, pues tras haber conquistado el espacio académico, se frenó su acceso a la igualdad y a la posibilidad de ejercer otro rol, el atribuido por la tradición y la costumbre a los hombres.
A todo ello se añadían otras dificultades: el elevado coste económico de la expedición del título del grado y el contexto sociocultural que disuadía a las mujeres de ocuparse de trabajos relacionados con el derecho. Por todo ello, apenas han pasado cien años desde que se colegiara la primera mujer abogada, algunos menos desde que accediese al cuerpo de registradores de la propiedad y notaría, y apenas cuarenta y cinco desde que ingresara en la Escuela Judicial.
Celia Prados García, Profesora de Derecho Civil. Directora de la Cátedra de Estudios de las Mujeres Leonor de Guzmán., Universidad de Córdoba
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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