Este artículo forma parte de la sección The Conversation Júnior, en la que especialistas de las principales universidades y centros de investigación contestan a las dudas de jóvenes curiosos de entre 12 y 16 años. Podéis enviar vuestras preguntas a tcesjunior@theconversation.com
Pregunta de Aliseda, de 16 años. Centro Virgen Milagrosa (Sevilla)
La inteligencia artificial (IA) está transformando nuestras vidas. Ya es capaz, por ejemplo, de detectar tumores en mamografías que son invisibles al ojo humano o predecir la muerte con cuatro años de antelación. Pero ¿podrán los robots con IA parecerse a los seres vivos algún día?
Pues si aspiran a conseguirlo, y entre muchas otras características, tendrían que experimentar emociones, algo que es innato e involuntario para nosotros.
Cara a cara con el oso
Todo el mundo sabe lo que son las emociones, pero sobre todo sabemos clasificarlas: alegría, miedo, tristeza, sorpresa, ira o asco.
Imagina que paseas plácidamente por un bosque. De repente, se para frente a ti un oso. En cuestión de segundos, sudas, tiemblas y sientes que tu corazón casi se te sale del pecho. Piensas si la mejor opción es quedarte lo más quieto o quieta posible o, por el contrario, correr hacia un lugar seguro. Estas reacciones de “lucha o huida” están estrechamente relacionadas con la emoción del miedo.
Para que cualquier emoción se manifieste, deben cumplirse tres requisitos: interpretar o evaluar la situación, que se produzca una respuesta del cuerpo y llevar a cabo una conducta o comportamiento.
La conexión cuerpo-cerebro
Volvamos al momento en el que te encuentras frente al oso. El miedo invade tu mente y, en ese instante, tu cerebro y tus órganos trabajan juntos a toda máquina para ajustar su funcionamiento (se llama “alostasis”).
Esta comunicación se realiza a través de unas vías de mensajería que son el nervio vago y el sistema nervioso autónomo. También desempeña un papel importante un “subcircuito” en el cerebro ubicado entre la corteza prefrontal (responsable de la planificación y toma de decisiones) y la amígdala (procesamiento de emociones y respuestas fisiológicas).
¿Y cómo unimos toda esta información ante la emoción del miedo? Supongamos que decides permanecer inmóvil frente a la amenaza. En los primeros instantes, la corteza prefrontal reduce su comunicación con la amígdala, que a su vez le indica al corazón que ralentice su ritmo. Esto permite al cerebro tener mayor riego sanguíneo para evaluar la situación.
Tras unos instantes, te alejas lentamente del oso. Sin embargo, al escuchar su gruñido, decides correr hacia un lugar seguro. En ese momento, tu corteza prefrontal aumenta la comunicación con la amígdala, lo que acelera el corazón y distribuye la sangre (junto con hormonas como la adrenalina) a los músculos de las piernas, permitiéndote huir.
Sin emociones no sobreviviríamos
Aunque las emociones son involuntarias, hay situaciones en las que podemos “disfrazarlas”. ¿Quién no ha fingido no tener miedo durante una exposición en clase? Si ensayas el contenido varias veces y practicas tus gestos frente al espejo, nadie notará ese pánico a hablar en público. ¡La presentación fue todo un éxito y parecía que controlabas la situación!
Sin embargo, en el interior sentías tu corazón palpitando a toda velocidad, mientras que las manos te sudaban más de lo normal. A pesar de intentar ocultar tus emociones, algunas reacciones son imposibles de disimular.
Pero ¿por qué son tan importantes si no siempre podemos controlarlas? Esa naturaleza involuntaria tiene un propósito evolutivo: el instinto de supervivencia. Gracias a las emociones y las respuestas que se producen entre nuestro cerebro y nuestro organismo, conseguimos sobrevivir a los peligros.
Imagina que no te asustas mientras se aproxima un oso o no sientes asco al comer algo en mal estado. ¿Y qué sería de nuestras interacciones sociales sin mostrar alegría cuando nos relacionamos con otras personas?
Lo que la IA sí puede hacer
Mientras que las emociones humanas son respuestas innatas y complejas, la IA tiene un enfoque completamente diferente basado en el reconocimiento de patrones. Identificar estas pautas requiere adquirir una “experiencia previa”, que en su caso se trata de una base de datos.
Por ejemplo, si una IA tuviera que aprender a reconocer el miedo, se le podría incorporar una base de datos con la expresión facial de miedo o para que reconozca patrones en los latidos del corazón. De esta forma, si una persona tiene cara de susto o un patrón cardíaco asociado a esa emoción, la IA sería capaz de reconocer y clasificarlo correctamente.
Y, en segundo lugar, también podría aprender cómo comportarse ante una situación de miedo (quedarse quieto ante la presencia de un oso).
Sin duda, la IA es capaz de aprender a identificar las emociones y cómo reaccionar ante ellas. Sin embargo, sentirlas requiere más que detectar uno o varios patrones. Necesita un organismo vivo en el que se produzca una comunicación entre sus órganos (piezas del robot) y su cerebro (hardware). Precisa de una interpretación subjetiva y cambiante del entorno para poder evaluar la situación y tomar una decisión. Y, por supuesto, requiere de un instinto de supervivencia.
¿Podremos dotar a los robots de emociones reales?
En la actualidad, las máquinas no pueden cumplir todos los requisitos necesarios para sentir emociones. Incluso en la fase de reconocimiento y reacción, no pueden aprender por sí solas. Siempre necesitan de la intervención humana para poder adquirir una “experiencia previa” (base de datos) sobre las emociones.
Y, por supuesto, carecen de un organismo vivo que emita respuestas fisiológicas como hacemos nosotros gracias a la comunicación entre el cerebro y el organismo. Aunque esto podría solventarlo una tecnología llamada “neuro-robótica”, que ha conseguido que un robot emita y aprenda respuestas motoras de manera autónoma con ayuda de la simulación de una pequeña parte de nuestro cerebro: el cerebelo.
Además, los expertos en una rama de la ciencia llamada biotecnología han creado “órganos sintéticos”, que se desarrollan de una forma muy parecida a como lo hacen los órganos de cualquier ser vivo. La diferencia es que no interactúan con el entorno, aspecto importante para desarrollar una experiencia previa. Si se lograra combinar estos órganos sintéticos con la IA, quién sabe si los futuros robots podrían sentir miedo, asco o alegría.
En resumen: aunque la IA puede reconocer y reaccionar ante emociones, aún estamos lejos de crear una máquina capaz de sentir. Quizás, las preguntas más importantes que surgen aquí son: ¿deberíamos intentar que las máquinas sientan? ¿Qué problemas éticos surgirían si lo consiguiéramos? ¿Para qué serviría?
Las emociones no son solo respuestas automáticas, sino que también implican experiencias subjetivas y cambiantes en respuesta al entorno, además de una estrecha relación con la biología del ser vivo. Así que, de momento, parece aún lejano el día en que un robot pueda asustarse si tiene un fatal encuentro con un oso.
El museo interactivo Parque de las Ciencias de Andalucía colabora en la sección The Conversation Júnior.
María I. Cobos, Postdoctoral researcher, Universidad de Granada
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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