El público del teatro de los siglos XVII y XVIII estaba acostumbrado a la presencia de mujeres guerreras en el escenario. La Ilustración trató de “domar” su papel, pero no lo consiguió.
Por eso quiero ser hombre
en todos mis pensamientos,
y, a serme posible el cambio,
trueque hiciera de mi sexo.
Quien habla con esta seguridad es Genoveva, la dama protagonista de Al deshonor heredado vence el honor adquirido, una comedia escrita por el dramaturgo Manuel Fermín de Laviano y estrenada en Madrid en 1787, hace 235 años.
Sus palabras resultan muy modernas desde nuestra perspectiva actual. Seguramente nos recuerden las cuestiones de género, sexo e identidad que hoy en día despiertan tanto interés social, político y cultural.
Pero nada más lejos: a ojos del público de los siglos XVII y XVIII, el que una mujer exclamase esto en escena era algo relativamente habitual. Pero con una condición: tenía que ser una mujer guerrera. O, utilizando otro calificativo, marimacho u hombruna.
Mito sí, personaje teatral no
La mujer guerrera es uno de los tópicos más frecuentes e interesantes del teatro español de la Modernidad. Frente a otros países como Inglaterra (hasta la década de 1660), sí hubo mujeres actrices en España. Y durante el Siglo de Oro no faltaron mujeres salvajes y damas guerreras en la escena. La Serrana de la Vera –mujer de la mitología extremeña, bellísima, con apariencia de cazadora y de fuerza sobrehumana– es el ejemplo más característico, pero no el único. La mujer vestida de hombre rompía con todos los esquemas de género.
Pero ahí acababan las “ventajas”. Los moralistas españoles manifestaban el mismo juicio negativo que los europeos y consideraban que la vida de actores y actrices era “pecaminosa”. El teatro preocupaba porque en el escenario se representaban conductas y actitudes que podían resultar “deshonestas”. Si la exhibición de mujeres con cualidades de hombre excitaba el ánimo de los espectadores, también daba malos ejemplos para las espectadoras.
En resumen, era un entretenimiento “inmoral y perjudicial” para el pueblo. La mujer hombruna se escenificaba como impetuosa, impía, ruda y sanguinaria. De hecho, fue prohibida varias veces durante el siglo XVII en los teatros de varias ciudades de España. Pero no llegó a desaparecer del todo.
¿Entonces, por qué perduró en escena? Porque solo se permitía su manifestación como “rareza”, algo excepcional. No podía mostrarse como ejemplo válido de comportamiento. Las damas guerreras finalmente volvían a la “normalidad” a través del matrimonio o bien eran ajusticiadas por sus transgresiones.
El Neoclasicismo rechaza a las mujeres guerreras barrocas
Pero la situación fue cambiando a lo largo del siglo XVIII. La mujer guerrera se había convertido en un tópico ya en desuso, percibido como algo pasado de moda. Los código escénicos del Barroco tuvieron que transformarse, y no precisamente por influencia de los moralistas. Simplemente, los gustos del público ya no eran los mismos.
Sin embargo, en todo movimiento de transformación cultural hay un periodo breve de repentina reacción tradicionalista para conservar las formas y valores que van a cambiar radicalmente. Y eso mismo ocurrió en el teatro español de finales del siglo XVIII.
Junto con las propuestas de reforma neoclásica –basadas en la regularidad, la verosimilitud y el decoro– se representaban, y con mayor éxito, obras espectaculares de tema heroico. En ellas volvieron a materializarse muchos tópicos barrocos, pero ahora más exagerados en tono y ejecución.
Así regresaron a escena los galanes bravucones, los tiranos exaltados, los duelos de honor a muerte y, cómo no, las mujeres guerreras.
Sin embargo, continuó siendo un tópico surgido principalmente de la mano (y pensamiento) de dramaturgos hombres. Solo en casos muy puntuales (María Laborda, María Rosa de Gálvez) encontramos ejemplos de mujeres guerreras creadas por dramaturgas. Los escritores depositan en estos personajes su visión masculina: la dama es admirable porque se parece a un hombre y actúa como él, no por sus propias cualidades como mujer, que no se muestran.
El público le lleva la contraria a la Ilustración
La Ilustración tampoco estaba a favor de las mujeres guerreras. Primero, porque recordaban al teatro barroco, que censuraban por considerarlo “desarreglado” y “vulgar”. Y segundo, porque cuestionaba el “orden natural” que debía regir a la sociedad. La mujer gozó de mayor autonomía y poder de decisión en el modelo ilustrado, pero siempre dentro de su papel como esposa y madre.
Así, la mujer guerrera era rechazada porque iba contra “el común carácter” del sexo femenino. Si la bravuconería del héroe galán era insoportable para los críticos neoclásicos, aún más en el caso de las mujeres heroínas. Su sed de violencia resultaba indecorosa, inimitable e inverosímil. La buena y apropiada mujer no se comportaba así por naturaleza.
Pero el público no hizo caso de esta polémica.
Es muy difícil desentrañar cuáles serían las ideas del pueblo de la época. No podemos reconstruir una historia del gusto dramático de espectadores y espectadoras más allá de testimonios indirectos, que muchas veces son recogidos o firmados por los críticos más encendidos contra el teatro popular.
Pero sí conocemos el número de textos nuevos con presencia de mujeres guerreras que se estrenan a finales del siglo XVIII. Y si se redactan y representan con frecuencia es porque el público disfruta con ellos. El teatro es, ante todo, un negocio. Los dramaturgos debían garantizar el éxito potencial de las piezas que escribían, y para ello empleaban todo tipo de recursos que contaban con una potente aceptación popular.
Y la mujer guerrera garantizaba el sentido de la maravilla. En ella no valen las normas sociales. Es fascinante por ir contra natura. Y como expresa valores positivos y lucha por ellos, el público “tolera” esa transgresión –tradicional en las tablas españolas, por otra parte–.
Las “mujeres guerreras” del siglo XXI
Estas damas guerreras son sin duda las antecesoras de las heroínas de la ficción actual. Pero si hace dos siglos los espectadores aplaudían a las mujeres guerreras que presumían de ser más valientes y fuertes que los hombres, ahora cierto sector del público las rechaza por ser “inverosímiles” o “incoherentes”. Lo que designan de forma despectiva como “Mary Sue”.
Una línea clara conecta así a los ilustrados del Setecientos con los críticos de redes sociales actuales. Lo que entonces era una reacción tradicionalista hoy es signo de progresión social. Y el entusiasmo del público dieciochesco por este tópico hoy ha derivado en un rechazo por parte de algunos espectadores que se consideran críticos formados.
Sin duda, hemos avanzado en la superación de tópicos sexistas. Pero tal vez, para superar ciertos prejuicios actuales, tengamos que readoptar la visión del público dieciochesco, que irónicamente resulta ser más moderna que la actual…
Alberto Escalante Varona, Profesor sustituto. Departamento de Filologías Hispánica y Clásicas. Área de Didáctica de la Lengua y la Literatura, Universidad de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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