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La Noche del Miedo: La batalla de tanques más dura de la historia

La Noche del Miedo: La batalla de tanques más dura de la historia

Por Crónicas de Ares | La de Kursk, durante la Segunda Guerra Mundial, suele catalogarse como la batalla de tanques más grande la historia. Sin embargo, hace poco más de treinta años se libró en el desierto de Irak una ofensiva terrestre de cuatro días en el marco de la operación militar Tormenta del Desierto en la que lucharon más de 3000 tanques, y miles de vehículos blindados más, en el transcurso de apenas 36 horas, convirtiendo el desierto en la galería de tiro de tanques más concentrada de la historia. Conocida por su intensidad como “La Noche del Miedo”, muchos de los que intervinieron en aquel día y medio recuerdan con mucho pavor lo que ocurrió.

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La mayor batalla campal de tanques de la historia no fue contra los nazis en Europa o en el norte de África, sino hace solo 30 años, en el desierto de Irak.

La Operación Sable del Desierto, una ofensiva terrestre de cuatro días en el marco de la operación militar de seis semanas conocida como Tormenta del Desierto, consistió en una batalla encarnizada entre tanques que sobrepasó incluso a la salvaje batalla de Kursk de la Segunda Guerra Mundial, en la que unos 6000 tanques alemanes y soviéticos se enfrentaron durante un periodo extenuante de seis semanas. No ha ocurrido ninguna batalla —ni antes ni después de la Tormenta del Desierto— en la que lucharan más de 3000 tanques, y miles de vehículos blindados más, en el transcurso de apenas 36 horas

El coronel retirado e historiador estadounidense Gregory Fontenot, que comandó un batallón de tanques en las que probablemente fueron las horas más intensas de la Tormenta del Desierto, calificó a aquella noche como una noche de batalla campal que los participantes acabarían llamando «Fright Night» («Noche del Miedo»).

En tres encuentros épicos —llamados batallas de 73 Easting, de Medina Ridge y Fright Night (conocida oficialmente como batalla de Norfolk)—, los vehículos blindados de ambos bandos se enfrentaron.

Para los millones de estadounidenses que se quedaron pegados a sus pantallas a finales de febrero de 1991, las noticias que llegaban desde Kuwait parecían triunfantes. Las tropas aliadas estaban derrotando a las fuerzas del dictador iraquí Sadam Huseín, invadiendo sus posiciones y ahuyentándolas de Kuwait, el pequeño país abundante en petróleo que el ejército de Huseín había invadido el agosto anterior.

Las noticias mostraban flotas de tanques aliados recorriendo el desierto como una estampida de búfalos, desviando los tanques iraquíes fabricados en Rusia y volándolos, dejando a su paso columnas de fuego y humo. Supuestamente, una multitud de soldados iraquíes estaban rindiéndose sin pelear. Las imágenes nefastas de cadáveres calcinados de iraquíes, con las manos chamuscadas y cerradas, parecían servir de lecciones objetivas sobre los peligros de desafiar el poder de «los buenos» del mundo.

Cuando todo terminó, menos de cien horas después de que empezara la ofensiva final, los informes de las bajas fueron: 292 soldados de la coalición habían muerto, comparados con decenas de miles de soldados iraquíes. Aparentemente el resultado se logró fácil, pero no fue así.

Desde el momento en que Irak invadió a su vecino meridional más pequeño, el 1 de agosto de 1990, varios países condenaron la acción. Durante los meses siguientes, se reunió una fuerza militar de 35 países encabezada por Estados Unidos en la adyacente Arabia Saudí. Supuestamente, el objetivo de la presencia militar era que Irak no invadiera Arabia Saudí. Pero no era ningún secreto que, si Irak persistía en la ocupación de Kuwait, la coalición actuaría para expulsar a las fuerzas iraquíes.

El 17 de enero de 1991, la coalición empezó los ataques aéreos contra Irak, bombardeando bases de misiles y otras instalaciones militares. Por su parte, los soldados sobre el terreno en Arabia Saudí entrenaban para la guerra en el desierto mientras se producían escaramuzas aisladas entre ambos bandos en la frontera saudita.

A mediados de febrero, las fuerzas de la coalición parecían estar centrando su atención en la ciudad de Kuwait, la capital portuaria del país ocupado. A medida que los buques de guerra se congregaban mar adentro, los iraquíes se convencieron de que el ataque previsto se centraría en la costa.

Pero mientras los iraquíes estaban preocupados por el porche delantero de Kuwait, la coalición atacó por la puerta trasera: el 24 de febrero, una de las mayores fuerzas de tanques que se han reunido jamás —más de 3000—, así como miles de vehículos blindados e infantería, atravesaron la vasta y poco protegida frontera iraquí-saudí en el oeste. El general al mando, Norman Schwarzkopf, había ideado este gran plan que llamó «gancho izquierdo»: los tanques de la coalición avanzarían al norte hacia Irak durante una distancia preestablecida, después girarían abruptamente hacia el este, hacia la ciudad ocupada de Kuwait, y destruirían la resistencia enemiga por el camino.

Casi 1900 de los monstruos M1A1 Abrams fueron enviados contra los iraquíes en la Tormenta del Desierto. El enemigo tenía miles de tanques de la era soviética, pero nada comparable al arsenal aliado. En los tanques M1A1, los enormes cañones disparaban proyectiles con forma de dardo —algunos cargados con uranio empobrecido— que recorrían un kilómetro y medio en un segundo y agujereaban fácilmente los tanques enemigos.

A primeras horas de la mañana del 24 de febrero, las fuerzas de la coalición se extendieron en secreto a lo largo de 480 kilómetros de la frontera entre Arabia Saudí e Irak. Los oficiales militares iraquíes albergaban sospechas, pero no hicieron nada. Antes de la Tormenta del Desierto, muchos de los tanquistas del ejército habían pasado casi una década en tanques M1A1 en Europa, entrenando en caso de una posible invasión soviética del otro lado del Telón de Acero. Nunca se pensó que utilizarían ese entrenamiento en algún lugar del desierto.

Aquella primera mañana, los tanques, acompañados por la infantería y por otros vehículos blindados, traspasaron las defensas iraquíes —muchas de las cuales habían sido casi destruidas en ataques aéreos anteriores— mientras avanzaban hacia el norte.

Sin preparación, decenas de miles de soldados de infantería iraquíes —la mayoría adolescentes y hombres jóvenes presionados por Sadam para formar parte del servicio militar— lucharon de forma encarnizada, pero estaban en inferioridad. Muchos se rindieron cuando los tanques llegaron a sus campamentos. Sin embargo, estos no eran los combatientes más hábiles de Irak. Solo eran carne de cañón, colocados en perímetros amplios frente a la temida Guardia Republicana iraquí.

El tiempo era terrible: durante la mayor parte de la ofensiva, llovió en el desierto. Y aún peor: era lluvia pegajosa y oleosa, causada por la mezcla de la precipitación con el humo de los campos petroleros de Kuwait, a los que los iraquíes habían prendido fuego.

El rápido éxito de la invasión sorprendió hasta al mismo Schwarzkopf, que ordenó a sus tropas que avanzaran antes de tiempo. La decisión aumentó la ventaja de la coalición, pero pasó factura a los soldados ya fatigados que apenas dormían 20 minutos en casi dos días de batalla.

Hubo una serie de escaramuzas entre tanques durante los dos primeros días de la operación, pero la guerra blindada comenzó realmente el 26 de febrero, cuando el 2.º Regimiento de Caballería de Estados Unidos y otras unidades se toparon con los tanques de la Guardia Republicana después de haber girado hacia Kuwait. En un enfrentamiento notable, la compañía A —dirigida por el futuro asesor de seguridad nacional de Estados Unidos, el capitán H.R. McMaster— se apostó sobre el lecho seco de un río y, durante cuatro horas, combatió una ola tras otra de tanques iraquíes.

Horas más tarde, a pocos kilómetros de distancia, la 1.ª División de Infantería y la 3.ª Brigada de la 2.ª División Blindada (también conocida como «Hell on Wheels» o «Infierno sobre ruedas») se enzarzó en una batalla en plena noche con más tanques de la Guardia Republicana, la «Fright Night»

En la oscuridad, entre la lluvia, entre el humo, las condiciones no podrían haber sido peores. Los tanques se dispararon los unos a los otros sin saber del todo a qué bando pertenecían. Los soldados iraquíes se arremolinaron en torno a los tanques de la coalición, tratando de encontrar agujeros por los que disparar con sus ametralladoras. Los tanquistas respondieron sellando las escotillas mientras los camaradas de los taques cercanos los acribillaban con las ametralladoras.

El cielo estaba iluminado con localizadores. Mientras los tanques pasaban por colinas bajas o depresiones, los combatientes iraquíes saltaban de sus escondites, blandiendo lanzagranadas e intentando derribar los tanques desde atrás. Solo la rápida acción de los artilleros de los tanques impidió el desastre.

Inevitablemente, en la confusión de la oscuridad, ocurrieron accidentes mortales. El Coronel Fontenot ordenó específicamente a sus hombres que no dispararan hasta estar absolutamente seguros de que habían visto a un enemigo. Con todo, aún le atormenta lo que llama el «fratricidio» de aquella noche caótica. Una combinación de fuego amigo y enemigo mató a seis estadounidenses e hirió a 32.

Había nubes y humo que jugaban malas pasadas a la visibilidad. La fatiga también estuvo implicada. Los hombres vieron cosas que esperaban ver, pero que en realidad no estaban ahí.

Tras aquella noche, quedaba una gran batalla de tanques: una contienda de 40 minutos en un lugar llamado Medina Ridge en la que participaron unos 3000 vehículos, entre ellos 348 tanques M1A1. Fue la última batalla de la Guardia Republicana iraquí, que opuso resistencia lo mejor que pudo durante la breve guerra. Con todo, los M1A1 eran tan superiores respecto a los iraquíes que podían disparar casi con impunidad. Los helicópteros de ataque y los aviones antitanques A-10 acudieron volando para ayudar.

La victoria en Medina Range fue rápida y decisiva y, para muchos de los estadounidenses, traumática. Desde el principio hasta el alto el fuego, las batallas de la Tormenta del Desierto duraron poco menos de cien horas. Mataron a entre 25 000 y 50 000 soldados iraquíes y capturaron a 80 000. De los 219 soldados estadounidenses fallecidos, 154 perecieron en la batalla, muchos de ellos por fuego amigo.

Unos 3300 tanques iraquíes fueron destruidos en las batallas del desierto y en ataques aéreos. La coalición perdió 31.

Imagen portada: Shutterstock

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