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La interesante vida de Catalina la Grande

Por Cosas Muy Importantes | De Catalina la Grande se ha dicho mucho, y aunque siempre se hace hincapié en su escandalosa vida íntima más que en cualquier otra cosa, lo cierto es que, bajo su gobierno, Rusia expandió sus dominios y se convirtió en la potencia hegemónica de Europa oriental. La vida y obra de Catalina va más allá de sus múltiples amantes. Te presentamos algunos mitos, verdades y curiosidades en torno a la figura de una de las mujeres más importantes de la historia.

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Sofía Federica Augusta von Anhalt-Zerbst fue su nombre de nacimiento, pero todos la recuerdan como Catalina la Grande, nació el 2 de mayo de 1729 en el seno de una familia noble de un pequeño principado alemán.

Su infancia estuvo marcada por una estricta educación basada en los pensadores franceses, lo que le hizo obtener una nutrida formación de la que haría gala tiempo después, durante su reinado, visiblemente influenciada por la filosofía de los mismos a la hora de tomar decisiones.

Cuando la princesa Sofía de Anhalt-Zerbst llegó a Rusia en 1744 tenía apenas 15 años, era extranjera y pertenecía a la nobleza de un pequeño principado alemán. Pero fue este punto de partida lo que la motivó a esforzarse para ser aceptada e incluso admirada por su nuevo país: aprendió rápidamente el ruso, se integró en la corte y se convirtió al cristianismo ortodoxo, recibiendo el nombre con el que pasaría a la historia: Yekaterina, o Catalina.

La corte rusa estaba en aquel entonces en manos de la poderosa emperatriz Isabel, tía del zarévich Pedro, el marido de Catalina. Isabel era quien la había elegido como esposa de su sobrino, deseosa de tejer alianzas con Prusia para hacer frente común contra Austria.

Matrimonio condenado a la desgracia

Catalina (con 14 años) y Pedro (con 17) se casaron el 21 de agosto de 1745 en diez interminables días en los que hubo fiestas, banquetes y estuvo presente gran parte de la realeza y nobleza de todo el mundo. Dicen los escritos que durante este tiempo, Pedro no se acercó ni una vez al lecho de su mujer, ni tampoco lo haría después.

Era un matrimonio destinado a fracasar, porque mientras Catalina era una mujer culta y trabajadora dispuesta a darlo todo por el pueblo ruso, Pedro no se había formado, apenas sabía hablar ruso y carecía de modales.

Muy comentadas a lo largo de la historia han sido las aficiones y, en definitiva, la personalidad de Pedro III de Rusia: disfrutaba con los juegos violentos hacia animales u otros miembros de la corte, era un tirano con la guardia palaciega, dedicaba su tiempo a las fiestas continuas y beber alcohol, y solo compartía con su esposa un juego de batalla con su colección de soldados de madera al que la obligaba a jugar durante horas.

Cuando la emperatriz Isabel murió en 1762, pronto se hizo evidente que aquel “niño en el cuerpo de un hombre”, como lo llamaba despectivamente su mujer, era incapaz de dirigir un imperio; en lugar de eso, prefería dedicarse a la caza y a recrear batallas con soldaditos de plomo en sus aposentos.

Del matrimonio entre Catalina la Grande y Pedro III nacieron dos hijos, el futuro zar Pablo I y Ana Petrovna, que murió cuando era niña. Muchos especulan que Pablo y Ana no eran hijos biológicos de Pedro III, ya que la propia Catalina II de Rusia dejó constancia de ello en sus memorias. Se cree que Serguéi Saltykov es el verdadero padre de Pablo I, pero quien, por entonces, ocupó un lugar preferente en el corazón de Catalina la Grande fue, sin duda, Grigori Orlov, con él tuvo un niño, Alexéi Bobrinski, que fue escondido en casa de uno de sus cortesanos.

Golpe de Estado y la muerte de Pedro III

Grigori Orlov fue un noble y militar ruso que dirigió el golpe de Estado que derrocó a Pedro III de Rusia. Aprovechando la ausencia de este último, que dejó en San Petersburgo a su cónyuge, la Guardia Imperial se rebeló y proclamó soberana a la esposa del gobernante. Según la historia, Pedro no tuvo problemas en abandonar el trono y solo pidió poder retirarse a una finca junto a su amante Yelizaveta Vorontsova y su viejo violín.

El hasta entonces emperador falleció poco tiempo después, pero las versiones sobre su muerte son distintas en función del historiador que lo cuente. Hay quienes aseguran que fue pasados unos meses, en su casa de Ropsha a manos de Alekséis Orlov (hermano menor de Griogori), otros afirman que apenas habían pasado unos días del golpe de Estado cuando una trifulca en la cárcel acabó con su vida. En cualquier caso, siempre se ha apuntado a Catalina como la persona que ordenó el asesinato, aunque ella nunca lo llegó a reconocer.

Catalina en el poder

Habiendo apartado a su marido del poder, Catalina gobernó Rusia con puño firme durante casi 35 años. A pesar de no ser una Romanov de nacimiento, demostró un interés por su país de adopción mucho mayor que el depuesto zar.

En su juventud había sido educada por tutores franceses, estaba en contacto con las ideas de la Ilustración y mantenía correspondencia con pensadores de la talla de Voltaire y Diderot.

Llevó a cabo intentos de modernizar el país e implantar un cierto grado de monarquía parlamentaria, aunque no llegaron a prosperar y la propia emperatriz renegó de ello al estallar la Revolución Francesa, temerosa de que la situación se reprodujera en Rusia.

Si en la política interior no fue afortunada, tuvo más suerte en la exterior. Bajo su mando Rusia se extendió en todos los frentes, ganando espacio en el Báltico a expensas de Polonia y logrando acceso al Mar Negro a costa del Imperio Otomano.

Con todo ello, el imperio ruso se convirtió en la potencia hegemónica del este de Europa. La zarina también favoreció la inmigración de profesionales cualificados de Europa -sobre todo de países de habla alemana-, con lo cual importó la modernización tecnológica e ideológica del Siglo de las Luces pero también plantó la semilla de un problema que el país arrastraría durante el resto de su historia: la integración de un número enorme de etnias y culturas en un corsé fabricado a medida de la Rusia europea.

Parte de este conflicto empezó a emerger ya durante el reinado de Catalina, sobre todo en el plano religioso. La fe ortodoxa había sido tradicionalmente la religión de Estado y las demás confesiones (mayoritariamente católicos, protestantes y judíos) estaban sujetas a restricciones más o menos severas; los judíos se llevaban la peor parte, ya que legalmente eran tratados como extranjeros.

La emperatriz, que no era ni mucho menos una devota, optó por intentar secularizar el Estado, sometiendo el clero al control imperial y expulsando la religión de las escuelas. De hecho, fue la Iglesia ortodoxa la que se sintió más damnificada, acostumbrada como estaba a ostentar una poderosa influencia: sus tierras fueron expropiadas y su poder se redujo notablemente.

Sus intentos no dieron el fruto esperado porque, aunque suprimiera los privilegios de unos grupos sobre otros, estos continuaron comportándose mayoritariamente como sociedades separadas, con escaso contacto entre sí.

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