En el corazón del siglo XVIII, mientras Europa vibraba al compás de la ópera barroca, un nombre brillaba con una fuerza casi sobrenatural: Farinelli. Bajo ese sobrenombre se escondía Carlo Broschi, un muchacho nacido en la Apulia italiana en 1705, que por destino, azar y sacrificio, se convirtió en una de las voces más prodigiosas de todos los tiempos. Su vida fue un espectáculo en sí misma: la historia de un hombre que, gracias a su poder vocal, pasó de los escenarios más deslumbrantes a los salones íntimos de la realeza, influyendo incluso en la política de España. Y lo cierto es que, casi tres siglos después, su huella sigue despertando curiosidad y admiración.
¿Quién fue Farinelli?
Farinelli, cuyo nombre real era Carlo Broschi, fue un célebre cantante castrato italiano del siglo XVIII, conocido por su voz excepcional que abarcaba más de tres octavas y su influencia en la corte española.
Infancia marcada por el sacrificio
Carlo Broschi creció en el seno de una familia de la baja nobleza. Muy pronto, su vida quedó definida por un procedimiento tan cruel como común en aquel tiempo: la castración. Oficialmente prohibida, pero tolerada en secreto, se practicaba a numerosos niños con talento musical para conservar sus voces de soprano tras la pubertad. En el caso de Farinelli, algunos cronistas sostienen que fue una decisión consciente de su familia; otros, en cambio, recuerdan la versión de un accidente con un caballo que habría obligado a la operación.
Lo cierto es que, en aquellos años, muchos jóvenes de las zonas pobres del Reino de Nápoles eran entregados a esta práctica con la esperanza de alcanzar la gloria en los teatros. El futuro no ofrecía muchas salidas: si no brillaban en escena, los castrados solían terminar en coros eclesiásticos, fuera del fulgor del mundo artístico.
El nacimiento de “il ragazzo”
Tras su intervención, Carlo fue enviado a un conservatorio, auténticos talleres de talentos donde los niños castrati recibían formación exhaustiva. No sólo aprendían a cantar con un rigor técnico asombroso, sino que también se entrenaban en improvisación, composición y proyección escénica. De esos pupitres salió el joven con la voz inigualable que pronto sería conocido como Farinelli. El nombre artístico lo tomó de un magistrado italiano amigo de la familia, y con él subió por primera vez a los escenarios.
Su gran maestro fue Nicola Porpora, uno de los grandes compositores del barroco napolitano. Gracias a su guía, Carlo fue perfeccionando un registro vocal que abarcaba unas 3,4 octavas, desde La2 hasta Re6, un rango casi inmenso incluso para los parámetros actuales. Muy pronto fue apodado “il ragazzo” (“el muchacho”), y su fama empezó a crecer en el sur de Italia.
El duelo que hizo historia
En 1722, en Roma, se produjo uno de los episodios que cimentaron su leyenda. Durante una representación de Eumene, Porpora preparó una pieza en la que Farinelli debía competir directamente con un trompetista alemán célebre por su virtuosismo. El joven cantante no solo resistió la comparación: lo superó, sosteniendo una nota con tal pureza y duración que dejó sin aliento al público. A partir de entonces, el nombre de Farinelli corrió como pólvora por las capitales musicales de Europa.
No era extraño que interpretara papeles femeninos en las óperas, como Adelaida en Adelaide. Su voz, entre humana e irreal, desafiaba los límites del género y del tiempo.
De Londres a Madrid: un destino inesperado
Tras varias temporadas en Italia y un paso por Londres, donde compartió cartel con Händel, Farinelli cruzó Francia y cantó ante Luis XV. Pero el giro más sorprendente de su vida se producía en España. Llegó en 1737 por unos meses… y permaneció casi un cuarto de siglo.
Su destino se unió al de Felipe V, un rey sumido en profundas crisis melancólicas. La voz de Farinelli, con su fulgor envolvente, fue considerada casi medicinal: cada noche, durante más de veinte años, debía repetir el mismo repertorio para aliviar las penas del monarca. La reina Isabel de Farnesio lo convirtió en una figura central de la corte. Su discreción e inteligencia hicieron que, sin buscarlo abiertamente, se ganara influencia política. Aunque nunca fue oficialmente “primer ministro”, su cercanía con Felipe V y después con Fernando VI lo dotaron de gran poder en la corte.
Mecenas de la ópera italiana en España
Durante el reinado de Fernando VI, Farinelli fue nombrado director de los teatros de Madrid y Aranjuez. Allí impulsó la ópera italiana con libretos de Pietro Metastasio, su gran amigo y compañero de vida. En 1750 fue nombrado caballero y condecorado con la Cruz de Calatrava. Su influencia fue decisiva para consolidar la presencia de la ópera en España, hasta entonces secundaria frente al teatro popular y el espectáculo cortesano.
Retiro en Bolonia y legado
La llegada de Carlos III en 1759 supuso un cambio de rumbo. Farinelli, ya cargado de honores y con una considerable fortuna, se retiró a Bolonia. Allí vivió sus últimos años rodeado de recuerdos, instrumentos valiosos como un violín Stradivarius, cartas de soberanos y la compañía de Metastasio. Falleció el 16 de septiembre de 1782, apenas unos meses después de su fiel amigo.
Dos siglos más tarde, su nombre volvió a ser noticia con la creación del Centro de Estudios Farinelli en Bolonia en 1998. En 2006, sus restos fueron exhumados y analizados por un equipo interdisciplinar de la Universidad de Bolonia, Pisa y York, despertando un renovado interés por la vida y la voz de aquel hombre que cantó para los reyes… y también para la eternidad.
El eco inmortal de una voz
Resulta imposible imaginar cómo sonaba verdaderamente Farinelli, porque no existen grabaciones. Sin embargo, los testimonios coinciden en describir una voz de pureza cristalina, capaz de sostener notas imposibles y de conmover hasta el llanto. Su historia sigue interpelándonos: la de un niño sacrificado para convertirse en un prodigio y que, entre luces y sombras, encarnó como pocos el esplendor y el sacrificio del arte en el Antiguo Régimen.
Farinelli no fue solo un castrato. Fue, más bien, un puente entre la música y la política, un artista que consiguió lo que pocos logran: que su nombre siga vivo, siglos después de que su voz se apagara.
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