Manuel Peinado Lorca, Universidad de Alcalá y José Miguel Sanz Anquela, Universidad de Alcalá
Cuando el ser humano se convirtió en agricultor y ganadero empezó a vivir cerca de animales domésticos y de sus enfermedades. Lepra, peste, tuberculosis, tifus, difteria, sarampión y gripe saltaron a nosotros desde cabras, cerdos y vacas.
Aproximadamente el 60 % de todas las enfermedades infecciosas son zoonóticas (es decir, de origen animal). Estas infecciones, en ocasiones, transmiten genes de unas especies a otras. Esta incorporación de material genético de forma transversal se conoce como “transferencia horizontal”.
Los virus, paquetes de genes envueltos en una cápsula de proteínas, son los responsables de esta transferencia de material genético entre especies.
Cada especie está definida por su genoma, pero a lo largo de la evolución este se expande y encoge como un acordeón. Los genes saltarines que pasan de una especie a otra se denominan “transposones”.
Los murciélagos son maestros en la gestión de transposones.
Por si creen que solo los murciélagos almacenan virus, conviene recordar que unos animales cuyos productos finales probablemente aman, los cerdos, están llenos de retrovirus endógenos porcinos, que pueden infectar a cualquier ser humano en el que se introduzcan.
El problema de los murciélagos es que tienen mala prensa.
Hay más de 1400 especies de murciélagos (Figura 1) que habitan en todos los continentes –excepto en la Antártida– y representan más del 20% de las especies de mamíferos del mundo. La mayoría de ellos permanecen activos durante la noche y viven en lugares tenebrosos como cuevas, pozos, edificios abandonados y árboles huecos. Esto ha provocado que, durante siglos, la gente creyera que poseían poderes siniestros.
Además de desempeñar funciones vitales en los ecosistemas, de ser los únicos mamíferos capaces de volar con radar, y de que algunas especies pueden alcanzar velocidades de hasta 160 km/h –lo que los convierte en los mamíferos más rápidos–, una de las propiedades más sorprendentes de los murciélagos es su longevidad.
En general, la vida máxima de las especies se correlaciona positivamente con la masa corporal, por lo que las más grandes tienden a tener una vida más larga.
Sin embargo, muchas especies de murciélagos tienen una esperanza de vida de 30 a 40 años. Otras, de alrededor de 20 años, lo que es mucho para animales de su tamaño.
En general, los murciélagos viven mucho más tiempo que los mamíferos terrestres de tamaño similar (Figura 2).
Esa longevidad la consiguen pese a que son huéspedes ancestrales de muchos virus mortales, incluidos los virus de la rabia, el ébola, Marburgo, Nipah y Hendra. Las recientes transmisiones zoonóticas de SARS-CoV, MERS-CoV y SARSCoV-2 son coronavirus procedentes de murciélagos que fueron transmitidos por ellos a otras especies, y luego pasaron a los humanos.
Sorprendentemente, estos virus son tolerados por los murciélagos y no causan patología. Incluso la inoculación experimental de murciélagos con algunos de los virus más mortales solo les provoca infecciones subclínicas.
¿Qué mecanismos biológicos hacen que los murciélagos puedan resistir tales patógenos? ¿Por qué desarrollaron semejante tolerancia a los virus?
Probablemente la evolución de la inmunidad de los murciélagos se deba a su estilo de vida, que promueve la transmisión rápida de los virus.
Los murciélagos viven en colonias grandes y densas que perduran muchos años, lo que crea un terreno ideal para la transmisión de patógenos. Los individuos pasan períodos de descanso colgados muy juntos en el techo de una cueva, bajo un puente o en la oquedad de un árbol. El tamaño de la colonia puede variar desde unos pocos individuos hasta cientos de miles. Esta es la densidad más alta entre los mamíferos, con la excepción quizás de los humanos en las grandes metrópolis. Los murciélagos viven hacinados desde hace entre 60 y 70 millones de años, mientras que los humanos se reúnen en megápolis desde hace apenas un siglo.
Las razones detrás de la larga vida de los murciélagos siguen siendo objeto de debate, fundamentalmente basadas en dos líneas de hipótesis: su historia evolutiva y los estudios moleculares.
Los murciélagos tienen varias características que favorecerían la selección de bajas tasas de mortalidad, incluidas las camadas pequeñas, el uso de cuevas –un entorno más seguro–, el vuelo que les permite escapar de los depredadores y (en muchas especies) la capacidad de hibernar o entrar en estado de letargo.
El letargo está relacionado con la longevidad en otras especies y puede proteger al animal de episodios de inanición.
La mayoría de los mecanismos moleculares que han evolucionado para proteger a los murciélagos de los virus probablemente contribuyan a su larga vida. Una reciente investigación sugiere que la capacidad de los murciélagos para controlar la inflamación puede ser una causa importante de su longevidad.
Los murciélagos, un grupo monofilético muy antiguo (Figura 4), han desarrollado adaptaciones únicas que contrarrestan la inflamación. La inflamación es un impulsor de múltiples patologías relacionadas con la edad, que incluyen enfermedades cardiovasculares, cáncer, enfermedad de Alzheimer y diabetes.
Los factores que desencadenan la inflamación incluyen virus, bacterias del microbioma, células senescentes y autoproductos del daño celular, como los desechos que contienen ADN celular y proteínas. Reducir la inflamación debido a cualquiera de estos factores puede fomentar la longevidad.
La respuesta inmune innata es la primera línea de defensa contra los virus. Los murciélagos tienen una respuesta de interferón robusta a los virus ARN que además se expresa en una gama más amplia de tejidos en comparación con otros mamíferos.
La evolución de los murciélagos parece haber atenuado específicamente los mecanismos de reacción frente al ADN citoplasmático de origen vírico y mitocondrial cuya presencia se ha relacionado con afecciones relacionadas con la edad como la aterosclerosis, la degeneración macular, y la enfermedad de Parkinson. Han desarrollado una tolerancia especial a los fragmentos de ADN cromosómico nuclear expulsados al citoplasma durante la senescencia celular.
Estos fragmentos contienen genes “parásitos” (transposones), que se han asociado con una variedad de enfermedades autoinmunes en humanos. Por otro lado, estos transposones de ADN se encuentran en invertebrados, pero generalmente están inactivados en los genomas de mamíferos salvo en los murciélagos. Es decir, los murciélagos se han convertido en maestros de la gestión de transposones y no les representa problema alguno la promiscuidad genética derivada de sus infecciones virales.
En resumen, además de servir como reservorios de enfermedades mortales y de albergar virus similares al SARS-CoV-2, los murciélagos tienen mucho que ofrecer a la humanidad. Si se necesitan investigaciones susceptibles de desarrollar nuevas terapias para tratar afecciones relacionadas con la edad y promover la longevidad, en los murciélagos puede estar la clave.
Para hacer frente a los desafíos que presenta nuestro nuevo estilo de vida y poder resolver lo que parecen ser los dos mayores desafíos médicos del siglo XXI: el aumento de las pandemias virales y la prevalencia cada vez mayor de enfermedades crónicas que comparten el envejecimiento como su mayor factor de riesgo, es muy posible que tengamos que aprender mucho de las misteriosas criaturas de la noche.
Manuel Peinado Lorca, Catedrático de Universidad. Departamento de Ciencias de la Vida e Investigador del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá y José Miguel Sanz Anquela, Profesor Asociado en Ciencias de la Salud. Departamento de Medicina y Especialidades Médicas, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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