Bienvenidos a otra columna de Horrores Humanos, en esta ocasión hablaremos sobre un asesino aterrador, un verdadero monstruo, con una altura de 2,05, 136 kilos de peso y un coeficiente intelectual de 145, Edmund Kemper es probablemente uno de los asesinos en serie más aterradores de la historia.
Nació en Burbank, California, en 1948, en el seno de una familia conflictiva, particularmente su madre, quien era terrible, llegando a enviarlo a vivir al sótano de la casa por miedo a que abusara sexualmente de su hermana menor.
Su primera víctima es el gato de la familia. Lo enterró vivo y le cortó la cabeza, la cual llevó orgulloso a su casa como trofeo.
A los 13 años volvió a matar, en este caso un gato callejero, que mató a machetazos, y luego llevó sus restos a la casa, donde fueron descubiertos por su madre, quien inmediatamente lo manda a vivir con sus abuelos en una granja.
La vida con sus abuelos no fue del agrado de Edmund, quien aprovechando la ausencia de su abuelo, tomó un rifle calibre 22 y le disparó a su abuela; rematándola a cuchilladas. Al llegar su abuelo, también fue asesinado por el entonces quinceañero Ed.
Luego llamó a su madre y le contó lo que había hecho, ella llamó a la policía, a quienes le explicó que él: «sólo quería ver qué se sentía al asesinar a su abuela» y mató a su abuelo porqué sabía que se enfadaría por haber matado previamente a la abuela.
Edmund fue internado en el Hospital Estatal de Atascadero, en donde además de hacerse amigo de su psicólogo, se convirtió en su asistente. Gracias a su inteligencia, se ganó tal confianza del doctor que se le permitió el acceso a las pruebas aplicadas a otros internos.
Gracias al aprendizaje que obtuvo de estas pruebas impresionó a su médico y consiguió el alta – algo muy discutido por otros médicos – demostrando después que había sellado para siempre su historial juvenil. Una vez libre se fue a vivir con su madre a Santa Cruz (California).
Campaña Sangrienta
Para aquel entonces ya medía 2,05 metros de estatura y pesaba unos 135 kilos.
El «gigante asesino» no elegía sus víctimas al azar, las sometía a un cuestionario escrupuloso preparando con anterioridad siendo absolutamente necesario que correspondan a la imagen que tiene de las estudiantes que su madre le había prohibido frecuentar.
En mayo de 1972 recogió en su auto a dos autostopistas de 18 años, las llevó a un sitio apartado y allí las mató a puñaladas. Luego, trasladó los cuerpos a casa de su madre, les sacó fotografías con una Polaroid, las descuartizó y les cortó la cabeza, al día siguiente enterró los cadáveres en las montañas cerca de las inmediaciones y arrojó las cabezas a un barranco.
En septiembre de 1972, cuatro meses después, mató a otra joven de 15 años de una manera similar, recogiéndola cuando hacía autostop, estrangulándola, violando el cadáver y llevándoselo a su casa.
Mientras se entregaba a esta orgía criminal, Edmund acudió a una de las evaluaciones psiquiátricas a las que debía someterse con regularidad, y fingió tal lucidez que según los peritos que lo examinaron, ya no representaba una amenaza para sí mismo ni para los demás. Ese día llevaba en el maletero de su coche la cabeza decapitada de su víctima más reciente.
Ed esperó otros cuatro meses antes de volver a matar. En febrero de 1973, amenazó a punta de pistola a otra estudiante para que se metiera en el maletero, antes de llegar a su casa ya la había matado, luego de tener relaciones sexuales con el cadáver en su cama, desmembró el cuerpo en la bañera y arrojó los restos al mar, enterrando la cabeza al pie de la ventana del cuarto de su madre.
Como dato curioso, todos los asesinatos fueron realizados luego de que Kemper tuviese alguna discusión con su madre.
En febrero de 1973, otras dos chicas cayeron bajo los golpes del «gigantón de Santa Cruz». Kemper guardó los cadáveres en el maletero y regresó a cenar a su casa antes decapitar los cuerpos.
Finalmente Kemper mató a su madre a martillazos mientras dormía, antes de decapitarla y de violar su cadáver. Más tarde colocó la cabeza de su madre sobre la repisa de la chimenea y le lanzó flechitas mientras la insultaba.
Esa noche telefoneó a una amiga de su madre y la invitó a cenar. Tan pronto pudo la golpeó, la estranguló y la decapitó.
Tras esto decide entregarse a la policía. El objetivo principal había desaparecido, dijo más tarde a la policía intentando explicar su decisión por entregarse. En sus confesiones posteriores reconoce que lo que más deseaba era saborear su propio triunfo sobre la muerte de los demás. Él vencía a la muerte y vivía mientras los demás morían. Esto actuaba sobre él como una droga, empujándolo a querer cada día más gloria en su victoria personal a la muerte.
Al preguntársele como reaccionaba cuando veía a una muchacha bonita en la calle, contestaba: Un lado de mí, dice, «que chica tan atractiva, me gustaría hablar con ella, salir con ella», pero otra parte de mí se pregunta cómo quedaría su cabeza pinchada en un palo.
Edmund Kemper fue declarado culpable de ocho asesinatos en primer grado. Cuando le preguntaron qué castigo pensaba que merecía, contestó que «la muerte por tortura».
Con ocho condenas por asesinato en primer grado, Kemper escapa a la pena de muerte porque acaba de ser abolida en el estado de California, donde más tarde fue restablecida.
En 1978, Robert Ressler (psicólogo y criminólogo que acuñó el término de «serial killer»), y John Douglas (Jefe de la unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI), que en aquella época estaban haciendo un estudio sobre la psicología del asesino en serie, decidieron interrogar a Kemper en su celda de California, en dónde se encontraba cumpliendo varias condenas de cadena perpetua.
El reo aceptó entusiasmado la entrevista, y tras entregar sus armas y firmar un documento que exime toda responsabilidad a las autoridades carcelarias de lo que pueda pasar en el interior, los dos hombres se encontraron cara a cara con aquel curioso asesino de talla descomunal y tupido bigote.
Su inteligencia era como su talla, sobresaliente. Según los registros de la prisión, su cociente intelectual era de 145.
Allí les comentó que su madre siempre le había odiado, pues desde niño él se parecía a su padre. Cuando cumplió 10 años ya era un gigante para su edad, y como su madre temía que pudiera abusar sexualmente de su hermana, lo hacía dormir en un sótano que no tenía ventanas.
Recluido como un preso y obligado a sentirse culpable y peligroso cuando no había hecho nada malo, se fue obsesionando con la idea de matar. Cuando sus padres se separaron, mató y descuartizó a los dos gatos, (según los dos investigadores, la crueldad infantil hacia los animales es el rasgo principal de los tres que caracterizan la personalidad del asesino múltiple. Las otras dos son la piromanía y la enuresis o incontinencia urinaria durante el sueño).
Kemper trató una vez de entrar a formar parte de la Policía de Carreteras de California, pero lo rechazaron. (También esta característica es común en muchos de estos criminales. Si se tiene en cuenta que la mayoría de ellos son individuos fracasados y resentidos, no es de extrañar que en algún momento se ilusionen con la idea de convertirse en policías, que son los representantes de la autoridad e inspiran respeto).
Kemper les contó que posteriormente frecuentaría los sitios de reunión de los agentes y entablaba conversación con ellos, lo cual no sólo le hacía sentirse integrante del grupo sino que le proporcionaba información reservada sobre el avance de las investigaciones de sus crímenes.
Una inquietante anécdota que los investigadores relataban, es que al final de la tercera entrevista, Robert Ressler aprieta el timbre para llamar a la guardia, llama tres veces en un cuarto de hora. Sin respuesta Kemper advierte a su entrevistador de que no sirve de nada ponerse nervioso, pues es la hora del relevo y de la comida de los condenados a muerte, y agrega que nadie contestará a la llamada antes de otro cuarto de hora por lo menos: «Y si de repente me vuelvo loco, vaya problema que tendrías , ¿verdad? Podría desenroscarte la cabeza y ponerla encima de la mesa para darle la bienvenida al guardia…».
Nada tranquilo, Ressler le contesta que esto no volvería más fácil su estancia en la cárcel. Kemper le responde que tratar así a un agente del FBI provocaría, al contrario, un enorme respeto entre los demás prisioneros. «No te imagines que he venido aquí sin medios de defensa», le dice Ressler. «Sabes tan bien como yo que está prohibido a los visitantes llevar armas», responde Kemper, mofándose.
Conocedor de las técnicas de negociación Ressler intenta ganar tiempo. Finalmente, el guardia aparece y abre la puerta, Ressler suspira con alivio. Al salir de la sala de entrevistas, Kemper le dirige un guiño y poniéndole el brazo sobre el hombro, le dice sonriendo: «Ya sabes que sólo bromeaba, ¿no?».
Espera pronto una nueva entrega con otro de los @HorroresHumanos, que nunca deben ser olvidados, para así jamás ser repetidos.
Una colaboración de @elchevequebb para @Culturizando
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