El símbolo de Francia fue inicialmente rechazado por su conciudadanos que vieron en aquel amasijo de hierros algo totalmente en contra de la elegancia del París de finales del siglo XIX. A punto estuvo de ser derribada, pero su utilidad para la instalación de antenas en su cúspide sirvió para que, con el paso del tiempo, se le diera el valor arquitectónico que hoy mundialmente se le reconoce.
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