Los mamíferos disponemos de un particular sistema tegumentario llamado piel. Se trata de un extenso órgano que, delimitando y separando al organismo del exterior, lo protege manteniendo su integridad interna.
Esta barrera, que además de física es inmunológica, constituye una importantísima fuente de información sobre el medio externo, lo que hace de ella un órgano imprescindible para la supervivencia. De hecho, la piel alberga receptores de sentidos tan importantes como el tacto, la presión, el dolor o la temperatura. Pero también realiza otras funciones, como excretar (por medio de toxinas que se eliminan a través del sudor), sintetizar vitamina D, termorregular (mediante el efecto enfriador derivado de la evaporación del sudor) y evitar la deshidratación del organismo.
Resumiendo, la piel es una maravilla.
La vulnerabilidad de la piel
No obstante, la piel tiene un problema. A diferencia de la de otros animales, la nuestra es blanda y muy vulnerable. Nada que ver con los artrópodos, que cuentan con un exoesqueleto quitinoso que los recubre, pudiendo generar una auténtica armadura, como ocurre en langostas, centollos y bogavantes. Otros grupos, entre ellos los moluscos, protegen su epidermis directamente con piedra (porque el compuesto químico mayoritario constituyente de la concha es carbonato cálcico).
La piel de la mayoría de los mamíferos no dispone de estructuras de este tipo. A pesar del grosor que puedan presentar las tres capas que la forman (epidermis, dermis e hipodermis), está muy expuesta a las agresiones externas. La única excepción la encontramos en las escamas de queratina protectoras de algunas especies como el pangolín. Este grado de indefensión es máximo en Homo sapiens, ya que, para colmo, hemos perdido el recubrimiento peludo. Comparándonos con otros animales, los humanos, cuando estamos desnudos, estamos “muy desnudos”.
Intentado solventar esta circunstancia desde tiempos remotos, en todas las culturas se han encontrado restos de ungüentos y bálsamos destinados al cuidado de la piel. No hay que perder de vista que también influye en el atractivo sexual. Dado que no tenemos coloridos y tupidos pelajes, ni exhibimos cromatóforos que nos hagan cambiar de color, ni desplegamos plumajes exuberantes, ni lucimos vistosas cornamentas, una bonita piel, tersa y sana, es una gran estrategia si queremos resultar irresistibles.
Este dato no ha pasado desapercibido para la industria. Todo lo contrario: lápices de labios, cremas antiarrugas, maquillajes o afeites varios son “arsenales de guerra” eficaces en los armarios de cualquier cuarto de baño.
Los cosméticos son armas de seducción masiva y la cosmética es un gran negocio.
Pero no todo vale
La inversión en I+D+i de la industria cosmética es astronómica, y la publicidad resulta básica a la hora de promocionar los productos generados. Pero si bien la ciencia y la investigación biotecnológica resultan imprescindibles para desarrollar nuevos avances (cosa que muchos agradecemos), la publicidad podría ser más rigurosa. Las barbaridades que se leen en las etiquetas y pseudoprospectos chirrían en el cerebro de cualquiera que sepa algo de ciencia.
Pongo algunos ejemplos ilustrativos de verdades a medias, falsedades, mentiras descaradas y auténticas barbaridades frecuentes en perfumerías, supermercados o, lo que es más grave, en parafarmacias.
Empecemos por algo muy conocido: las cremas con colágeno. Aquí la estrategia engañosa es evidente. Colágeno y elastina son las proteínas fibrosas mayoritarios de la matriz extracelular del tejido conjuntivo de dermis e hipodermis y las responsables de la elasticidad y tersura de la piel. Pero el colágeno es una molécula enorme, que no traspasa de ninguna forma su superficie. Consecuentemente, por mucho que nos pongamos cremas con colágeno, esas moléculas no van a atravesar la epidermis, ni mucho menos van a integrarse estructuralmente en el tejido subyacente.
Además, el origen de ese colágeno no es humano (afortunadamente), con lo cual, sobre todo si tenemos una piel sensible, lo único que podemos conseguir es desencadenar una reacción alérgica de cuidado.
¿ADN y células madre en crema?
Existe en el mercado una crema de “gen-ADN” (tal cual). Pero ojo, porque los genes no se van “pegando” a las células así como así.
Los genes se ubican en los cromosomas que van custodiados, celosamente, en el interior de los núcleos de todas y cada una de nuestras células. Esos genes son los mismos desde que somos cigotos hasta que nos morimos y no los podemos “cambiar” a voluntad. Hasta el momento, tan solo la edición génica (CRISPR/Cas9) consigue modificar los genomas de organismos vivos y, créanme, eso ni es fácil ni se consigue untándose una crema (ni lo permitiría la Agencia Europea del Medicamento).
Así que, por mucho que nos “pongamos genes encima” (labor harto complicada), nunca se integrarían en los cromosomas de nuestras células y nunca se expresarían. Además, y suponiendo que técnicamente fuese posible, ¿qué codifican esos supuestos genes? La crema no especifica nada, con lo cual, de sabañón de oreja de chimpancé a callo de rodilla de dromedario, cualquier cosa podría generarse a partir de ese supuesto ADN.
En los estantes de unos conocidos supermercados se puede encontrar también un producto que luce el rótulo de “crema con células madre”. ¿No es alucinante?
Pongamos orden de nuevo. Las células mesenquimales (las conocidas como células madre) son las que procuran, con su diferenciación, la renovación celular de nuestros tejidos biológicos. Si las extraemos del interior de esos tejidos y las metemos en un bote de crema, se mueren. Pero suponiendo que estuviesen vivas, ¿cómo traspasarían la epidermis, si no puede hacerlo ni la menor de los más de mil especies de bacterias que reposan en su superficie? Y suponiendo que incluso esto fuese factible, está el tema de la procedencia. Obviamente, no pueden ser humanas, así que se han curado en salud poniendo la palabra mágica “vegetal” (lo cual lo hace, de camino, “vegan friendly”).
Suponiendo que superásemos el problema de rechace inmunológico de introducción en nuestro organismo de células procedentes de otra especie (y, además, tan filogenéticamente lejana de nosotros como es una planta), ¿a qué darían lugar esas células madre vegetales si pudieran proliferar y diferenciarse en nuestro interior? ¿A una preciosa corola de orquídea en los mofletes, a un racimo de uvas en la comisura de los labios o a las espinosas pencas de una chumbera en la nariz? ¿Será que los fabricantes han interpretado literalmente el concepto de mejillas sonrosadas como pétalos de rosa?
La verdad es que podría ser hasta divertido el análisis de estos modernos bálsamos si no fuese por el enorme engaño que suponen y el descrédito que las pseudociencias ocasionan para el avance del conocimiento en las personas ajenas al contexto científico.
A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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