El estrés es un fenómeno omnipresente en nuestras vidas que afecta no solo al bienestar emocional, sino también a la salud física. De hecho, cuando se vuelve crónico puede desencadenar una variedad de trastornos, desde la ansiedad y la depresión hasta enfermedades cardiovasculares y alteraciones del sistema inmunológico.
Y a pesar de su relevancia, la evaluación precisa del estrés ha sido un desafío constante en el ámbito clínico y la investigación.
Aunque la observación que realiza una persona de su propia conducta ha constituido, durante décadas, el método predominante para medirlo, el avance en el desarrollo de biomarcadores –una amplia categoría de señales clínicas, cambios fisiológicos o indicaciones objetivas de estados patológicos– ha abierto nuevas posibilidades en los últimos años.
Esta evolución marca una nueva era, donde se busca integrar lo subjetivo con lo objetivo para mejorar tanto la detección como el tratamiento del estrés.
Autoinforme: una ventana a la experiencia subjetiva
Tradicionalmente, el estrés se ha evaluado mediante cuestionarios y escalas de autoinforme, donde los individuos describen sus propias experiencias y percepciones. Instrumentos como la Escala de Estrés Percibido (PSS), el Cuestionario de Estrés (SRRS) y, para los entornos de trabajo, el Cuestionario de Estrés Laboral (JSS) han sido ampliamente utilizados en la psicología clínica.
El principal inconveniente del autoinforme es, precisamente, su naturaleza subjetiva: puede conducir a discrepancias entre lo que la persona reporta y su realidad fisiológica. Las respuestas de los individuos pueden estar influidas por sesgos cognitivos, como la tendencia a minimizar o exagerar los síntomas e, incluso, por el estado de ánimo del momento.
Además, los factores culturales y las diferencias individuales a la hora de identificar y describir el estrés también pueden influir en los resultados. Todas estas circunstancias restringen la precisión de la evaluación.
No obstante, y a pesar de sus limitaciones, el autoinforme sigue siendo una herramienta valiosa, ya que proporciona información sobre la dimensión psicológica del estrés. En última instancia, la experiencia subjetiva es la que desencadena parte de las respuestas emocionales y comportamentales asociadas a ese estado de tensión. Ignorarla abocaría a una evaluación parcial o incompleta.
Biomarcadores: preguntemos a nuestro propio cuerpo
Los grandes avances tecnológicos de los últimos años han posibilitado el desarrollo de biomarcadores. A diferencia de los síntomas, que son percepciones del paciente sobre su salud o enfermedad, los biomarcadores se pueden medir con precisión y de manera reproducible. Además, pueden ser detectados independientemente de la vivencia de la persona.
El estrés crónico es un estado patológico que altera los sistemas que mantienen nuestro cuerpo en equilibrio (homeostasis). Consecuentemente, provoca la aparición de señales químicas o fisiológicas que actúan como biomarcadores.
Probablemente, el cortisol haya sido el más usado en la investigación y en la práctica clínica. El problema es que los niveles de esta hormona muestran una variabilidad significativa debido a factores contextuales o individuales. También puede oscilar en función de la hora del día en que se mida.
Actualmente, nuevos biomarcadores más objetivos y eficaces están entrando en escena. Un ejemplo es la variabilidad de la frecuencia cardíaca (VFC), variación de tiempo entre cada latido medida en milisegundos que refleja el equilibrio del sistema nervioso autónomo.
Cuando sufrimos estrés crónico, la función del sistema nervioso autónomo se altera, provocando no solo la sintomatología típica del estrés, sino también una reducción de los valores de la VFC. Este descenso funciona como un potente biomarcador, tanto del estrés como de la salud y el bienestar físico y mental.
También se puede registrar la actividad eléctrica de las neuronas mediante la electroencefalografía cuantitativa. Esta técnica permite generar mapas detallados del cerebro en los que se identifican patrones específicos de actividad. Lo relevante es que, en situación de estrés crónico, los mapas revelados por esta técnica aparecen alterados.
Continuamente monitorizados
El uso de estos biomarcadores permiten una detección temprana, objetiva e independiente de síntomas clínicos. Así se facilita el tratamiento o intervención en las fases iniciales, lo cual evita que la evaluación se realice respondiendo a cuestionarios validados una vez que los eventos estresantes ya han pasado.
Por otra parte, el desarrollo de dispositivos portátiles que permiten medir tanto la VFC (relojes o aplicaciones) como la actividad cerebral (diademas electroencefalográficas) han contribuido notablemente a mejorar la detección del estrés a tiempo. Estos dispositivos wearables (ponibles) proporcionan una monitorización continua sin que las personas tengan que acudir a un laboratorio con equipos clínicos especializados.
La monitorización continua, junto con las intervenciones tempranas, aumentarán la calidad de vida de la población y reducirán el costo asociado a las enfermedades relacionadas con el estrés. Un notable ejemplo es el programa del Instituto Finlandés de Salud Ocupacional, que promueve la medición de la VFC para reducir el estrés en el lugar de trabajo.
Una revolución con implicaciones prometedoras
En definitiva, el uso combinado de autoinformes y biomarcadores permite superar las limitaciones inherentes a cada método cuando se utilizan de forma aislada.
Podemos afirmar rotundamente que las nuevas tecnologías portátiles de registro de actividad cardíaca y cerebral, junto con la capacidad de monitorizar continuamente dichas señales, suponen una revolución en la evaluación del estrés, con implicaciones prometedoras para la salud pública y el bienestar personal.
Francisco Manuel Ocaña Campos, Investigador Principal Grupo Neurociencia del Bienestar. Área de Psicobiología, Universidad de Sevilla; Alicia Arenas Moreno, Profesora de Psicología Social, Universidad de Sevilla; Donatella Di Marco, Profesora Permanente Laboral, Universidad de Sevilla y Emilio Durán García, Profesor Titular del Área de Psicobiología, Universidad de Sevilla
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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