La adaptación al entorno y al clima ha sido siempre un reto para la humanidad, y era imprescindible en la Antigüedad. Para protegerse de las inclemencias del tiempo, la arquitectura doméstica se valía de materiales sostenibles y ecológicos que disponía el entorno natural en el que era construida.
La clave de este tipo de arquitectura es que las propias materias primas, como los árboles, plantas, animales y minerales, entre otros, llevaban milenios adaptándose a la climatología específica de cada región. Por eso son los materiales más adecuados con los que se puede construir en cada lugar.
El mantenimiento de las viviendas
La gran ventaja de los materiales de construcción en el mundo antiguo es también su gran inconveniente. Al tratarse de materias primas de origen natural, presentan dos características clave: la biodegradación –un tema que tanto preocupa hoy– y su obligatorio mantenimiento.
En sociedades pasadas ese mantenimiento iba intrínseco en la rutina anual de los miembros de cada familia. Esto pudo verse en las zonas rurales de España hasta bien avanzado el siglo pasado.
Cuando las ovejas ya estaban esquiladas, el trigo ya había sido segado o la vendimia había concluido, se aprovechaba para poner a punto la casa, que siempre era el hogar de familias muy numerosas, lo que además facilitaba la división del trabajo.
Esta época solía corresponderse con el invierno, cuando el campo y sus actividades solían tener un periodo más marcado de inactividad.
En esos meses, realizar los mantenimientos necesarios de la vivienda familiar era lo habitual: por ejemplo, sustituir las tejas rotas o encalar las paredes, en especial las exteriores. Si el suelo era de tierra apisonada, había que reponer la tierra. Y otro sinfín de actividades que, hoy en día, no son necesarias en un hogar donde reina el hormigón armado.
Materiales aislantes
Se suele decir que los mejores materiales aislantes son de origen natural, pues son aquellos que la propia naturaleza ha creado para resistir las inclemencias del tiempo.
Las ovejas tienen una lana más densa y consistente en aquellos países donde el clima es más frío. Las orquídeas en el Amazonas se adhieren a los troncos de los árboles cuyas hojas las protegen del sol.
Los mejores aislantes térmicos siempre han sido la tierra, la cal, la paja y la lana. Además, no sólo la elección de material era clave. La casa se mantiene caliente o fría según sus materiales, pero también gracias a su diseño.
Por ejemplo, era importante elegir colores suaves que la protegiesen del calor. Un tejado de tono claro absorbe hasta un 50 % menos de calor que uno oscuro.
Viviendas excavadas y con muros de tierra
Muchos poblados ibéricos en altura conservados en España, como el complejo ibérico de Coimbra del Barranco Ancho (Murcia, España), solían cumplir esta cualidad de adaptación al medio: la vivienda se excavaba en el subsuelo para bajar el nivel de paso a más o menos medio metro del suelo exterior. Esto servía no sólo para guarecer del frío a los miembros de la familia, sino también para proteger el fuego de alguna ráfaga de aire repentina que lo pudiese apagar.
Otra cualidad interesante de estas viviendas es que los muros eran de tierra. Para proteger los muros de la humedad que tiene el suelo, había que construirlos en alto. Para eso, se construía entre el suelo y ese muro un zócalo de varias hiladas de piedra. De esta forma se aislaba la humedad del suelo del delicado muro de barro. De ahí la importancia de mantener y reparar cada año este tipo de construcciones.
En una época más cercana a la nuestra, tenemos el gran ejemplo de los patios andaluces, que siempre integraban mucha naturaleza.
El gran espacio abierto servía para ventilar el interior y, junto a la vegetación, regular la temperatura –las plantas mantienen un ambiente fresco en verano– y mantener una buena calidad del aire. En especial teniendo en cuenta las condiciones de salubridad de las ciudades antes de la implantación del alcantarillado contemporáneo.
En efecto, la arquitectura tradicional ya era sostenible. Sin embargo, precisamente esa condición, que la hacía perecedera, fue un inconveniente para la sociedad industrial. La prisa y la inmediatez desnaturalizaron al hombre y, por ello, a su arquitectura, que acabó volviéndose de materiales artificiales que necesitaban menos mantenimiento, como el hormigón y el acero.
Por suerte, el cuidado del medioambiente ha devuelto a la vida estas antiguas formas de construir. Un ejemplo es el de la casa pasiva (passivhauss, en inglés), que imita técnicas antiguas para que el consumo de energía sea muy bajo.
Irene Caracuel Vera, Contratada predoctoral Fundación Séneca, área de Arqueología, Universidad de Murcia y José Miguel Noguera Celdrán, Catedrático de Arqueología, Universidad de Murcia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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