Decía Confucio: “Si quieres conocer una persona, dale poder”. También el presidente estadounidense Abraham Lincoln dijo algo parecido, muchos años después: “Casi todos podemos soportar la adversidad, pero si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder”. ¿Nos cambia realmente el poder? Y si lo hace, ¿en qué sentido, para bien o para mal?
El poder, desde tiempos inmemoriales, ha sido un factor determinante en la conducta humana. Nos encontramos en múltiples ocasiones con ejemplos de figuras que, al alcanzar posiciones de influencia, experimentan cambios significativos en su manera de actuar, pensar y relacionarse con los demás. Desde Nelson Mandela (paz y justicia social) a Mahatma Ghandi (derechos civiles y libertad), Hitler (régimen totalitario expansionista) o Napoleón (expansión de su imperio en Europa). Todos fueron cambiando con la experiencia del poder.
Pero, ¿por qué transforma a las personas? ¿Es intrínsecamente corruptor, o tiene la capacidad de potenciar tanto lo mejor como lo peor de cada uno?
Corrupción y poder
Históricamente, se ha dicho que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente” (Lord Acton, 1887). Este conocido aforismo refleja la percepción general de que el poder, especialmente cuando no encuentra límites, puede hacer que las personas olviden sus valores y principios.
Sin embargo, la realidad es más compleja y el poder, si bien puede corromper, también puede amplificar las virtudes positivas en aquellos que saben gestionarlo correctamente.
El lado oscuro del poder
Uno de los ejemplos más ilustrativos del impacto negativo del poder se encuentra en el conocido experimento de la cárcel de Stanford (1971), dirigido por el psicólogo Philip Zimbardo, fallecido recientemente.
En este estudio, se asignó a estudiantes universitarios el rol de guardias o prisioneros en un entorno simulado. Los resultados fueron alarmantes: aquellos que asumieron el rol de guardias, al sentir que tenían poder sobre los demás, empezaron a ejercer abuso psicológico y físico sobre los “prisioneros”. En poco tiempo, la situación se salió de control, obligando a Zimbardo a finalizar el experimento antes de tiempo.
Este experimento nos muestra como, en ciertos contextos, el poder puede llevar a las personas a deshumanizar a otros y a actuar en contra de sus principios morales. Según Zimbardo, el poder puede llevar a un comportamiento destructivo, no tanto porque el individuo sea inherentemente malvado, sino porque las circunstancias lo permiten. El poder, cuando no está regulado o equilibrado, puede reducir la empatía, aumentar la autoimportancia y fomentar comportamientos egoístas.
El poder como amplificador de virtudes
Por otro lado, también es cierto que el poder no siempre tiene efectos negativos. Existen ejemplos históricos de líderes que, al obtenerlo, no solo mantuvieron su integridad, sino que utilizaron su influencia para promover el bien común. Un claro ejemplo es Nelson Mandela, quien, después de décadas de encarcelamiento, alcanzó la presidencia de Sudáfrica y, en lugar de buscar venganza, abogó por la reconciliación y la paz, promoviendo la igualdad y los derechos humanos.
Mandela constituye un claro ejemplo de que el poder, cuando se gestiona con sabiduría y empatía, puede ser una herramienta poderosa para transformar sociedades y mejorar las vidas de millones de personas.
El psicólogo Dacher Keltner, en su libro The Power Paradox (2016), argumenta que el poder no transforma a las personas de una manera uniforme. En su lugar, amplifica los rasgos que ya estaban presentes. “El poder puede sacar a relucir lo peor en quienes ya tenían una tendencia hacia el egoísmo, la manipulación o la falta de empatía”, señala Keltner.
Sin embargo, en personas que poseen cualidades como la humildad, la empatía y un fuerte sentido de justicia, puede amplificar estas características, convirtiéndolas en líderes transformacionales.
Las fuentes de poder
En la antigua Roma, surgieron dos conceptos clave para describir diferentes tipos de poder o autoridad en la sociedad y el gobierno. Por un lado, la potestas, que descansaba en el uso de la fuerza y la coacción. Y por el otro, la auctoritas, que venía a considerarse un refrendo moral que se apoyaba en el reconocimiento y prestigio de la persona que lo detentaba. Ambos conceptos se han ido ajustando al devenir del tiempo y a la entrada en las sucesivas etapas de la Humanidad.
En 1959, los psicólogos sociales John French y Bertram Raven segmentan las bases de poder social en cinco conceptos: coacción, recompensa, legitimidad, experto y referente. A este grupo de fuentes se le añade unos años más tarde el poder informativo. En el plano organizativo, el nivel que ocupa una persona en la organización no es suficiente para explicar el poder que pueda tener o llegar a tener. Poseer la capacidad de influir en otros tiene orígenes que van más allá del lugar reservado en el organigrama.
Equilibrio y responsabilidad
El poder cuenta con una elevada capacidad de transformación, tanto en sentido positivo como negativo. Las sociedades demandan dinámicas de poder dirigidas a evitar cualquier tipo de discriminación, a buscar la equidad y el trato justo. Hay mucho en juego.
El poder ejercido desde una impronta positiva impactará de igual modo en las personas. Si emana desde el lado negativo, conlleva consecuencias dañinas y dolorosas aquellos que lo tienen que soportar. El poder requiere una sabia administración y una profunda reflexión cuando se ejercita. La clave está en equilibrar su influencia y fomentar una cultura de responsabilidad y humildad.
El auténtico poder
Conviene recordar lo que dijo Séneca:
“El hombre más poderoso es el que es dueño de sí mismo”.
La persona que logra dominarse a sí misma no se deja arrastrar por las adversidades ni por las tentaciones y, en consecuencia, alcanza una forma de libertad interior que le otorga un mayor control sobre su vida. Para Séneca, la verdadera fuerza reside en la capacidad de mantener la calma, actuar con virtud y mantener la coherencia en los principios personales, sin dejarse influir por el entorno o los impulsos inmediatos.
El auténtico poder es interno: es la autodisciplina y la libertad emocional lo que hace a una persona verdaderamente poderosa. Si uno quiere que el poder no le transforme, la clave está en gobernar sus propias emociones y acciones antes de intentar influir en el mundo exterior. Solo cuando somos dueños de nuestro carácter, somos capaces de ejercer un liderazgo justo y equilibrado. Esta es la única forma de evitar que el poder nos corrompa o nos desvíe de nuestros principios.
Fernando Díez Ruiz, Associate professor, Faculty of Education and Sport, Universidad de Deusto y Pedro César Martínez Morán, Director del Master in Talent Management de Advantere School of Management / Profesor asociado de la Facultad de Ciencias Economicas y Empresariales, Universidad Pontificia Comillas
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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