Los muchos años de compañía evolutiva entre el perro y el ser humano ha suscitado la comprensión mutua de nuestros estados emocionales y, en el caso particular del hombre hacia el perro, la habilidad cognitiva y empática de reconocer con cierta precisión su estado anímico.
De todas las especies que habitan el mundo, probablemente el perro (Canis lupus familiaris) sea la única con que el ser humano ha alcanzado un nivel de convivencia casi perfecto, una alianza evolutiva que, en ciertas circunstancias, ha asegurado la supervivencia de uno y de otro. Con un proceso de domesticación que se calcula en más de 30 mil años, los perros y los seres humanos han tenido tiempo de sobra para acompañarse y comprenderse, creando un vínculo de notable comprensión mutua que, según algunos estudios, pueden llegar incluso a la telepatía.
En cualquier caso, resulta innegable que entre el lenguaje de los perros y el del hombre existe una zona común, casi empática, que permite, por ejemplo, comportamientos como la obediencia pero también la preocupación recíproca, una especie de sentido de la “otredad” que en el perro se desarrolló como instinto de preservación elemental.
Sin embargo, en sentido inverso, en el ser humano que lee emociones en el rostro de los perros, se trata también de una habilidad cognitiva bastante admirable pero también, en algunos casos, discutida. En efecto: cuando alguien asegura que entiende a su perro, por lo regular solo posee evidencia empírica para probar el hecho, esa información que se recoge en el trato cotidiano y que, en el caso de esta relación, se expresa en miradas y gestos que no siempre pueden describirse en palabras corrientes.
Ahora, sin embargo, un estudio de la Universidad Walden de Florida, ha mostrado que el ser humano sí es capaz de reconocer emociones en el rostro de los perros, identificándolas con un alto grado de precisión, lo cual muestra que nuestra habilidad empática también se aplica en otras especies.
En la investigación, Tina Bloom y Harris Friedman tomaron fotografías a un pastor belga de cinco años de edad y de nombre Mal, el cual recibió entrenamiento como perro de vigilancia. Las imágenes correspondían a distintas reacciones por parte del animal, el cual fue sometido a sendos estímulos para suscitar distintas expresiones faciales. Así, por ejemplo, los científicos lo elogiaron para provocar una reacción de felicidad y lo reprimieron para hacerlo sentir triste (o al menos eso que en la realidad humana definimos como felicidad y como tristeza), además de otras respuestas emotivas como el enojo y el miedo.
Acto seguido, Bloom y su colega mostraron las fotografías a una serie de voluntarios, pidiéndoles que señalaran la emoción que detectaban en el rostro de Mal. Según los resultados, la felicidad fue el estado identificado más fácilmente, con un 88% de aciertos; siguieron el miedo y la tristeza, con 45% y 37%, respectivamente, y al final el desagrado, con 13%.
Curiosamente, el estudio también mostró que las personas que no poseen perros fueron más acertadas al momento de identificar las emociones, lo cual, según se deduce en el sitio PopSci, podría ser expresión del autoengaño en que a veces incurren los propietarios de perros que prefieren ignorar o disimular el enojo o el disgusto de sus mascotas, aunque también puede ser que la habilidad de reconocer emociones sea algo innato y no aprendido.
Sea como fuere, este experimento demuestra con notable claridad cómo perros y seres humanos se encuentran más unidos de lo que muchas otras especies del planeta.
Esto a pesar de lo dicho por el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein:
Si un león pudiera hablar, no podríamos comprenderlo […]. Imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida. Es lo que hacemos y lo que somos lo que da sentido a nuestras palabras.
Fuente: ecoosfera.com
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