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Envejecemos mejor poniendo ritmo (circadiano) a nuestra vida

Envejecemos mejor poniendo ritmo (circadiano) a nuestra vida

A medida que envejecemos, el reloj biológico funciona peor y nos volvemos más matutinos. Pero ¿por qué? Y, sobre todo, ¿hay alguna manera de evitarlo?

Lo cierto es que a nadie, o prácticamente a nadie, le gusta envejecer. Eso sí, la alternativa tampoco es buena idea. El sistema circadiano y el sueño tampoco escapan al deterioro propio del envejecimiento, aunque también es cierto que nuestros hábitos pueden ayudar a dar cuerda (sincronizar) correctamente el reloj biológico para preservar mejor su función a lo largo del tiempo.

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Circadiano proviene de circa, que quiere decir “cercano a”, y diem, que significa “día”. Hace referencia a que este sistema regula los procesos que ocurren en nuestro cuerpo siguiendo un ciclo de 24 horas.

Y es que no solo nuestro sueño, sino también nuestra temperatura corporal , la secreción de ciertas hormonas y la presión arterial, por mencionar algunas variables fisiológicas, oscilan en ciclos cercanos a las 24 horas. Para colmo lo hacen de forma acompasada entre sí, evitando, entre otras cosas, que se solapen en el tiempo procesos antagónicos. Así, hay un tiempo para el ayuno y el descanso (noche) y otro para la ingesta y la actividad (día). Y es el sistema circadiano el que organiza nuestra fisiología preparándonos para una u otra situación, manteniendo el orden temporal interno del cuerpo.

Para cumplir con su función consta de un reloj principal, el núcleo supraquiasmático (NSQ) del hipotálamo, y de toda una serie de relojes “secundarios” situados en órganos, tejidos y células. El NSQ difunde su señal temporal al resto del organismo mediante señales nerviosas y mediante hormonas tales como la melatonina, también conocida como la “oscuridad química”.

Además, hay toda una serie de señales de entrada, como la alternancia del ciclo luz-oscuridad, los horarios de ejercicio y de alimentación, y los contactos sociales regulares, que ayudan a nuestro reloj a ponerse en hora. Porque lejos de funcionar con la precisión de un reloj atómico, el reloj biológico tiende a vivir días ligeramente superiores a las 24 horas (en concreto, de 24 horas y 12 minutos de media), por lo que cada día debe reajustarse, y lo hace gracias a estas señales de entrada.

Pero ¿qué pasa con el reloj cuando envejecemos?

A medida que envejecemos, no solo se va deteriorando la maquinaria molecular (los llamados genes reloj) del propio reloj, también se produce un desacoplamiento de la actividad eléctrica de las neuronas que lo conforman.

Los pocos miles de neuronas del entramado del reloj tienen un alto grado de acoplamiento que hace que sus oscilaciones estén sincronizadas, de forma que la salida combinada de todas ellas produce un ritmo circadiano robusto cercano a las 24 horas. Pero si ese acoplamiento disminuye, cada grupo de osciladores funciona de forma más independiente y el ritmo se fragmenta, generando una señal de mayor frecuencia, (lo que se denomina ritmo ultradiano).

A ello se une una disminución de la secreción de melatonina, que además de ser un cronobiótico (es decir, una sustancia capaz de influir en la hora del reloj), favorece el sueño.

Paralelamente, las señales que ayudan a poner el reloj en hora se vuelven más débiles. En muchos casos, las personas mayores reducen la actividad, dejan de mantener un horario regular de comidas –a lo que puede sumarse la malnutrición, por problemas dentales o por la pereza de cocinar para uno mismo–, disminuyen los contactos sociales, etcétera.

Otro elemento que empeora las cosas es que se reduce la cantidad de luz que se transmite al reloj biológico. Concretamente, la que pone el reloj en hora es fundamentalmente la luz azul, que es justamente a la que perdemos sensibilidad con el paso de los años y los cambios en el cristalino propios de la vejez (amarilleamiento, cataratas…).

¿Cómo envejecen los ritmos?

El envejecimiento de los ritmos siempre se manifiesta de una forma característica: su amplitud (diferencia máximo-mínimo) se reduce, aumenta la fragmentación, son cada vez más inestables y pierden la “armonía” con otros ritmos.

Además se produce lo que se denomina un “adelanto de fase”, lo que implica que con la edad nos volvemos cada vez más matutinos, una matutinidad que también es común en niños.

¿Y con respecto al sueño en particular? Pues a medida que nos hacemos mayores, nuestro sueño se vuelve más superficial, disminuye el sueño de ondas lentas –el más profundo y reparador– y aumenta el tiempo que pasamos en las etapas más ligeras del sueño (N1 y N2).

Cuando nos adormilamos delante de la televisión, si alguien la apaga nos despertamos, porque hemos detectado un cambio en el entorno que puede requerir nuestra atención: estamos en una etapa ligera del sueño de la que es fácil despertar. Ese mismo acto, apagar la tele, no nos despertará de una etapa profunda del sueño.

Al envejecer también cambia nuestra necesidad de sueño y, según la Fundación Nacional del Sueño, que revisó sus recomendaciones en el año 2020, para mayores de 65 años se aconseja dormir entre 7 y 8 horas (de 7 a 9 para adultos sanos), aunque sería tolerable llegar a dormir 5 horas. Así que es normal dormir menos, de forma más superficial y hacerlo a horas más tempranas.

¿Y qué podemos hacer para ralentizar el envejecimiento del reloj?

En esto voy a ser poco original y me voy a remitir al poema “Consejos para una vida sana”, de José de Letamendi, añadiendo algún matiz:

Vida honesta y arreglada (o mejor, ordenada),

tomar pocos remedios

y poner todos los medios

en no alterarse por nada.

La comida, moderada,

ejercicio (ambos a una hora pautada) y diversión

no tener nunca aprensión.

Salir al campo algún rato (y exponernos a la luz brillante durante dos horas).

Poco encierro

mucho trato (contactos regulares)

y continua ocupación.

Y recuerden, lo peor no es cumplir años, es no hacerlo.

María de los Ángeles Rol de Lama, Catedrática de Universidad. Directora del Laboratorio de Cronobiología. IMIB-Arrixaca. CIBERFES., Universidad de Murcia

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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