Las primeras mantas que utilizó el hombre eran pieles de animales, y aunque posteriormente el pelo animal fue sometido a diversos procesos, la manta siguió manteniendo esta característica natural hasta el siglo actual, cuando se registró un cambio importante a partir de una aplicación médica de la electricidad.
En el año 1912, cuando todavía había grandes zonas carentes de suministro eléctrico, el inventor norteamericano S. I. Russell patentó una almohadilla eléctrica para calentar los pechos de los pacientes tuberculosos que tomaban el aire en los sanatorios. Era un cuadrado de tela de tamaño reducido, provisto de unas espiras eléctricas aisladas, y su precio alcanzaba entonces la elevada suma de 150 dólares.
Casi inmediatamente, se concibió la posibilidad de fabricar unas mantas eléctrica del tamaño de una cama, y no sólo destinadas a los enfermos, pero el precio, la tecnología y la seguridad fueron otros tantos obstáculos hasta mediados de la década de 1930. De hecho, la seguridad en las mantas eléctricas siguió siendo un problema durante bastantes años, pues lo que se perseguía era un perfeccionamiento que permitiera generar un calor persistente sin ningún riesgo de incendio.
Uno de los progresos consistió en rocíar los elementos térmicos con plásticos ininflamables, idea derivada de las investigaciones realizadas durante la segunda guerra mundial para perfeccionar los trajes calentados eléctricamente para los aviadores.
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