Esperanza Gómez-Lucía, Universidad Complutense de Madrid
En agosto de hace seis años, otra emergencia sanitaria nos mantuvo en vilo: la fiebre de Ebola. Descubierto en 1976, su brote más letal fue el de África Occidental de 2014-2016. A punto de cerrar la segunda década del nuevo milenio, entra en escena el SARS-CoV-2, menos letal pero más repartido por el mundo y con más de 22 millones de casos detectados en la actualidad.
Curiosamente, el virus del Ébola y el SARS-CoV-2 tienen una historia previa a estos seis años. En 1967, 31 personas se infectaron en laboratorios de Marburgo (Alemania) y Belgrado (República de Serbia) a partir de células procedentes de monos africanos de Uganda. Murieron 7 (22,6 %) con síntomas hemorrágicos.
Desde 1975 se conocen pequeños brotes de fiebres hemorrágicas en África, pero la gran explosión de esta enfermedad ocurrió en 1976, cuando más de 500 personas en un pequeño pueblo de la entonces Zaire (actual República Democrática del Congo) padecieron una fiebre hemorrágica, que presentó una mortalidad superior al 90 %.
Como la localidad está a orillas del río Ebola, la enfermedad recibió ese nombre. Se pudo comprobar que todos los episodios previos, incluidos los de Marburgo y Belgrado, habían sido producidos por virus muy similares, que hoy en día conforman la familia Filoviridae. Reciben este nombre por el aspecto de cinta o hilo que tienen las partículas víricas.
El brote que más preocupó a la población europea y americana fue el que comenzó en 2014 en Guinea, y se extendió principalmente a los países limítrofes Sierra Leona y Liberia. Cuando el brote se dio por finalizado, el virus había infectado a cerca de 28 600 personas, de las que fallecieron 11 323.
Entre ellas estaban Manuel García Viejo y Miguel Pajares, los dos sacerdotes españoles que habían estado colaborando desde África en la lucha contra la enfermedad. Conocemos este brote porque afectó a personas occidentales, pero eso no significa que no se hayan dado más. Se acaba de controlar uno que comenzó en junio de 2018 en la República Democrática del Congo y que ya ha matado a 2 300 personas, el 66 % del total de más de 3 500 infectados.
Por su parte, el SARS-CoV-2 es 2 porque previamente hubo un 1, aunque pensábamos que iba a ser único y al principio no adoptó el número.
En el año 2002 se diagnosticaron en la provincia china de Guangdong una serie de casos de problemas respiratorios, producidos por un coronavirus, que recibieron el nombre de neumonía grave y aguda (SARS, por sus siglas en inglés).
Rápidamente se expandió por el resto de China y países limítrofes. Algunas personas infectadas viajaron a lugares como Canadá, EE. UU. e incluso España. Este proceso afectó a 8 100 personas y presentó una mortalidad del 9,6 %, pero fue rápidamente controlado y el virus se dio por erradicado.
En diciembre de 2019 surgió en Wuhan, China, una enfermedad con características similares, producida por un coronavirus que presenta cierta homología con el del año 2002 y que, por tanto, ha pasado a denominarse SARS-CoV-2.
Dos zoonosis
Los virus que nos ocupan son zoonóticos, es decir, pasan de los animales al hombre (y posiblemente, viceversa). Tras muchos estudios se ha determinado que el reservorio animal de Ebolavirus son murciélagos que se alimentan de fruta y que, dadas las cambiantes condiciones sociales y ambientales de África, pueden entrar fácilmente en contacto con la población nativa.
En el caso de los dos virus SARS-CoV, el origen lejano también han sido los murciélagos, aunque posiblemente a través de un hospedador intermedio como aves, civetas, cerdos u otros animales.
A la vista de los mercados chinos tradicionales, en los que se agolpan humanos, aves, reptiles, mamíferos, y más animales, esta hipótesis es altamente probable. Una vez que se ha producido lo que se llama “salto de especie” (en este caso, la infección de un humano por un virus que en principio no lo es) los virus se difunden por la población mediante el contagio.
Así se contagian
En el caso del virus del Ébola, la tradición también juega a favor del contagio, ya que el virus se transmite principalmente por contacto, bien directo con la persona enferma, o bien indirecto con los objetos que esta ha tocado (fómites). En esta enfermedad juegan un papel importante las intensas relaciones entre el enfermo y sus parientes o amigos, que suelen desvelarse para que el enfermo encuentre confort en su enfermedad.
El SARS-CoV-2 entra por la mucosa oronasal, bien al aspirar gotículas o aerosoles con virus o bien al tocarse la cara con las manos infectadas por virus. Por ello es un virus fundamentalmente respiratorio, aunque cada día nos despertamos con noticias de nuevos síntomas que SARS-CoV-2 puede producir. La enfermedad puede ser desde asintomática hasta una neumonía grave con gran dificultad respiratoria, que requiere de respirador para mantener la oxigenación de los tejidos. Esto se puede acompañar de tos y fiebre.
De la tormenta de citocinas a la hemorragia interna
Un aspecto fundamental de la COVID-19 es que si las defensas inmunitarias no son capaces, en los primeros días o semanas, de controlar la infección, se desata lo que se conoce como “tormenta de citocinas”. El sistema inmunitario “echa la casa por la ventana” para luchar con la infección y su reacción desmedida produce una inflamación exagerada que pone en serio peligro la vida del enfermo.
Ebolavirus infecta y destruye las células que tapizan el interior de los vasos sanguíneos. De esta forma, la sangre no puede contenerse en el aparato circulatorio y fluye libremente por tejidos y hacia el exterior. Sangre cargada de partículas víricas que van a transmitirse fácilmente a otras personas. El paciente muere frecuentemente por estas hemorragias internas y externas.
Hay virus buenos, como los que contribuyen a mantener los ciclos de carbono en los océanos y un equilibrio adecuado en nuestros sistemas digestivos. Pero también hay virus muy malos. Estos dos, indudablemente, lo son.
Una versión de este artículo fue publicada en la página de la Universidad Complutense de Madrid.
Esperanza Gómez-Lucía, Catedrática de Sanidad Animal y codirectora del Grupo de Virus Animales, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original. / Imagen: Shutterstock
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