El alcohol es una sustancia profundamente arraigada en nuestros hábitos culturales y con un importante peso en la economía de la mayoría de países occidentales, lo que le proporciona un estatus legal y una percepción social mucho más favorables que los que reciben otras drogas.
Así, a pesar de que constituye el principal factor de riesgo de muerte prematura y discapacidad en personas de 15 a 49 años, y que mitos como que “una copa de vino al día es buena para la salud” han sido desmentidos, los adolescentes siguen considerándolo como la droga más segura. Una percepción claramente reforzada por el lugar central que ocupa en múltiples tradiciones y celebraciones ligadas al éxito social.
Quizá por ello, el alcohol es la droga más consumida por los estudiantes españoles de 14 a 18 años. Tres de cada 4 personas de este grupo de edad han bebido durante el último año, cifra que alcanza el 86,5 % entre los estudiantes de 18 años. Más alarmante, si cabe, resultan la temprana edad de la primera borrachera (14,5 años) y las elevadas tasas de consumo intensivo de alcohol o por atracón, algo que el 28,2 % de los adolescentes afirma haber realizado en los últimos 30 días.
Al hablar de consumo intensivo nos referimos a la ingesta de grandes cantidades (5 bebidas o más) en un breve lapso de tiempo (2-3 horas), un clásico de los botellones y las verbenas de verano.
Cuando el hígado se satura
La mayoría de nosotros estamos familiarizados con algunas de las consecuencias negativas del alcohol, como las peleas, las relaciones sexuales de riesgo o los accidentes de tráfico. Sin embargo, es menos habitual plantearse cómo pueden afectar unas cuantas borracheras al cerebro, especialmente cuando aún está en desarrollo.
Para ello, debemos valorar brevemente dos aspectos clave: cómo se metaboliza el alcohol y qué sucede en el cerebro durante la adolescencia.
La metabolización depende, principalmente, de la acción del hígado, que procesa la bebida después de ser absorbida por el tracto digestivo. De este modo, el alcohol se descompone a través de diversas enzimas, transformándose en sustancias menos tóxicas que el cuerpo puede eliminar. Cuando no se metaboliza por completo, pasa al cerebro, alterando el delicado equilibrio de neurotransmisores que regulan su funcionamiento.
Podemos imaginar el hígado como una esponja que absorbe el alcohol. Sin embargo, al saturarse, pierde esa capacidad de absorción –y eliminación–, lo que provoca en el cerebro los efectos clásicos de la borrachera: desinhibición, euforia, falta de coordinación, etc.
Cerebros especialmente vulnerables
Lamentablemente, las bebidas alcohólicas no solo alteran transitoriamente el funcionamiento de nuestro cerebro: también tienen efectos prolongados sobre diferentes aspectos del sistema nervioso y pueden afectar al sistema inmunológico, desencadenando procesos inflamatorios que contribuyen al daño cerebral.
En este sentido, es importante señalar que, durante su desarrollo –hasta los 25-30 años–, el cerebro es más vulnerable a los efectos de las drogas. Durante este período, el alcohol resulta particularmente dañino, ya que puede interferir en dos fenómenos clave del neurodesarrollo: la mielinización, proceso mediante el que las neuronas recubren sus axones de mielina para mejorar la transmisión de señales, y la poda sináptica, que elimina conexiones neuronales innecesarias para optimizar el funcionamiento del cerebro.
Además, estos cambios no ocurren de forma lineal, sino que dan lugar a una maduración más temprana de las áreas cerebrales responsables del procesamiento de recompensas (por ejemplo, el estriado ventral) en comparación con las áreas encargadas de la toma de decisiones y la planificación a largo plazo, como la corteza prefrontal. Este desfase entre los ritmos madurativos del sistema de recompensa y los sistemas de control de impulsos y toma de decisiones podría explicar por qué los adolescentes son más propensos a involucrarse en conductas de riesgo.
Recuento de daños
Estudios de neuroimagen han demostrado que el cerebro de los jóvenes con un consumo intensivo de alcohol es estructural y funcionalmente diferente.
Entre los hallazgos estructurales más destacados se encuentra una menor integridad de la sustancia blanca, elemento del sistema nervioso crucial para la transmisión eficiente de la información.
También se han identificado alteraciones de la sustancia gris, con aumentos o disminuciones en áreas como el estriado ventral, la corteza cingulada anterior y el giro frontal medio, fundamentales para el procesamiento de recompensas, la monitorización de estímulos relevantes y la memoria de trabajo.
En el capítulo de la conectividad funcional, el consumo intensivo de alcohol se asocia con anomalías en la configuración de redes como la de saliencia o la frontoparietal, que dirigen la atención de forma adecuada y regulan nuestro comportamiento para lograr objetivos, tanto a corto como a largo plazo.
Además, los estudios de neuroimagen muestran una activación excesiva en estructuras cerebrales implicadas en el control de impulsos, la toma de decisiones o el procesamiento de estímulos relacionados con el alcohol.
Finalmente, debemos subrayar la relación entre la edad de inicio de consumo de alcohol y problemas posteriores, como trastornos por abuso de sustancias, demencias tempranas o enfermedades cardíacas. Los datos son claros: cuanto antes se empieza a beber, mayor es el riesgo de desarrollar estas patologías.
Todo esto pone de relieve que no existe una dosis saludable de alcohol ni borracheras inofensivas, lo que nos obliga a prestar especial atención al consumo de alcohol de los adolescentes.
Samuel Suárez Suárez, Investigador Postdoctoral Margarita Salas en el área de Psicobiología de la Universidad de Santiago de Compostela. Investigador del Instituto de Psicología de la Universidad de Santiago de Compostela (IPsiUS), Universidade de Santiago de Compostela y Jose Manuel Pérez García, Docente en el área de Psicobiología, UNIR – Universidad Internacional de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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